Canción animal

Buen día ciudadanos y ciudadanas de Uganda. Espero que este lunes en la selva las encuentre bien. La jungla tiene algo que seduce y hoy voy a hablar de uno de esos aspectos.

Este mail nació a partir de una imagen que me entregó un voluntario de Mundo Aparte, la reserva ecológica ubicada al lado del Ludueña, en Sorrento al 1500:

Cuando el Zoológico Municipal cerró en 1997, los animales fueron enviados a Avenida Godoy y Las Palmeras, a las afueras de la ciudad, donde había un basural. Lo escuché e instantáneamente la fantasía se disparó: leones y monos peleando por restos de comida con los marginales de la periferia de esta urbe. Animales y humanos, humanos y animales. No hay diferencia en una ciudad desorganizada, pensé. Excepto cuando la selva se organiza. 

“Lloramos nuestras penas en silencio”canta Fito Páez en La canción de las bestias. En Uganda hay un montón de bestias dispuestas a aliviar estas penas. Es que si hay redes que apresan hay otras que tejen: una trama hecha para sostener un enjambre social violentado y lastimado. Esos hilos se despliegan con gente como María Esther “Beba” Linaro, la exdirectora del zoológico y fundadora de “Mundo Aparte”.

Beba recordándole a las infancias participantes de la marcha que pueden aportar a este newsletter con un Cafecito.

Beba comparte sus días con animales rescatados de la mano violenta del hombre. Hay algo que me atrae de su historia: aún sin estar de acuerdo con el funcionamiento de los zoológicos decidió pelearla desde adentro. Si no puedes contra ellos, únete. Agrego, únete para modificar con pequeñas acciones eso que te adolece ¿Para qué mirar desde afuera?

Así fue cambiando las lógicas cotidianas del zoológico: horarios de visitas más cortos, hábitats más acordes a cada animal, y la jaula del oso Fidel, que se había llenado de elementos de tortura con los que lo lastimaron durante tantos años, pasó a llamarse “La cabina del Nunca Más”. 

Beba recuerda que en los momentos previos a tomar la decisión, un tigre que ocupaba el lugar de intendente de la ciudad de Rosario, le dijo: “Tené cuidado. Las fieras no están adentro, sino acá afuera”.

Siete años estuvo en la dirección del zoológico. Cuatro años más pasaron hasta la apertura de Mundo Aparte. En el medio, vio la muerte de cientos de animales que fueron echados a suerte en un hábitat que no les correspondía. Dos años tardó la municipalidad en instalar el Jardín de los Niños en el ex zoológico. En ese interín se podrían haber hecho muchas cosas, sostiene Beba. No obstante fue más importante destinar energía y billetes verdes a otra cosa, y no a evitar la muerte y el trauma de aquellas especies huérfanas.

A Beba aún se le corta la voz al mencionar a los animales herbívoros que murieron en la boca de animales carnívoros sin que nadie hiciera nada. Cuando las regulaciones desaparecen es la ley del más fuerte la que prevalece y hace estragos.

Los voluntarios nombran a las dos hectáreas que ocupa la reserva como a un espacio de resistencia, un pulmón verde dentro de un bloque de cemento. Resistiendo en un entorno natural, con animales y especies arbóreas que no encuentran lugar por fuera de acá. Sin trastienda, donde cualquiera que pase ve lo que están haciendo y lo que acontece. “No como en un zoológico que te dice mucho más lo que pasa detrás que lo que se ve en dentro de las jaulas”.

Foto: Salvador Hamoui – Diario Conclusión.

El animal que vivió en situación de cautiverio está alienado, pierde su capacidad de pensarse como parte de una jauría. Es un individuo, un ser aparte, disociado del conjunto. No quiero forzar la comparación, pero Beba me dice que no hay salvación posible si no es colectiva, organizando y pensando desde el corazón, callando un poco el ruido de la ciudad que es una selva que tiene mucho que aprender de lo silvestre y lo natural. 

No es una tarea fácil dormir a un animal, se debe aprender a hablar en otro idioma. El de las fieras: eso es lo que Beba sugiere que escuchemos.

¿Cuáles son esas redes de las que hablamos? Las ollas populares en los barrios, las colectas de ropa para el invierno de personas solidarias con la pilcha de la temporada pasada, un teléfono verde encendido 24/7 en el que siempre atiende alguien con un pin violeta, los excombatientes que reparten chocolate caliente en noches heladas para la gente en situación de calle, las seños que se reparten entre la escuela y un más allá de horas para ayudar a un pibito al que no le salen las divisiones, un grupo de mujeres dispuestas a buscarte un taxi para dar seguridad o miles de kayacs remando para defender el río.

Mientras tanto “Las bestias nos juntamos en la calle a beber los restos de lo que fue una gran ciudad” ¿De qué fiera es la canción que escuchamos?

Que tengan buena semana. Nos vemos el lunes que viene.

Todas las gentes que se olvidan de Dios

Hola, ¿Cómo andás? Espero que bien, o al menos, en búsqueda de eso. Y si andás no tan bien, o mal, me gustaría que esta historia pueda distraerte un poco, y tal vez, quien dice, darte alguna cuota de fe.

Te pido que recuerdes nuestro primer correo. Ahí dijimos que Uganda se despliega en un cuadrante. Hay un eje horizontal, donde podemos encontrar Barcelona en una punta, y en la otra a Medellín. Y hay un eje vertical: en uno de sus extremos está el Puerto, y el Interior en el otro. Hoy, les vengo a contar la historia de un personaje, que, de alguna manera es, y a la vez, no es, los cuatro puntos en su conjunto. Una especie de materialización humana de aquella primera hipótesis. Esa persona es el Padre Ignacio Peries Kurukulasuriya.

El Carancho ugandés. fiel a su principios, se encuentra con Ignacio.

“No tengo religión, tengo ansiedad” canta Juanse y me identifico. Con cierto desequilibrio emocional sobre el cuerpo, arranqué  este viaje con más dudas que certezas. En mi perfil personal de Instagram, Facebook y Twitter, los lugares predilectos para canalizar la angustia y la frustración del siglo XXI, publiqué un texto para rastrear historias cercanas a él. Precisaba orientarme. Cito: “Estoy buscando relatos y experiencias de sanación/místicas con el Padre Ignacio, todo lo que puedan aportar será bienvenido.”

La primera persona que me habla es Javier. Es hijo de la ex Directora de la Escuela del Padre Ignacio. Me pasa el teléfono. Le escribo entusiasmado. Ella manda un único audio: «Disculpame, no sé qué querés saber pero la gente cercana al Padre no habla, porque de eso se trata, la lealtad se mide así, no tengo mucho para contarte, más que mi recorrido y alguna que otra anécdota». Después de eso, deja de responder. Me dolió más la contrapregunta que la clavada de visto. La interpelación: ¿Qué quiero saber sobre el Padre Ignacio? No lo sé, y ese no saber es lo que más me incomoda.

La segunda persona que me responde en Instagram es Cecilia. Tiene 25 años y estudia Medicina.

 «A mi vieja le habían diagnosticado cáncer y el pronóstico era muy malo, ella fue a lo del Padre, cuando le tocaba pasar, él la miró y le dijo que no tenía por qué estar tan asustada, que no era nada grave y que se iba a curar. Mi mamá no le había dicho ni una palabra todavía, después volvió a su casa, y a la semana hizo una interconsulta y el diagnóstico le cambió, fue mucho menos invasivo y pudo zafarla tranquila»

Me llega un tercer mensaje. Es una ex docente de mi carrera, que me pasa una nota de una revista llamada Ornitorrinco. “Acceso agua bendita” se titula la crónica de Tomás Viú. Son una serie de apuntes de un viaje al barrio Rucci, el lugar donde está la Parroquia Natividad del Señor, la iglesia del Padre Ignacio. Una curiosidad me queda grabada: “el barrio se inauguró con el nombre Primero de Mayo pero todos lo conocen como barrio Rucci”. Después, la identificación de los ojos del narrador con los míos: un joven extranjero en una zona periférica narrando los contrapuntos entre la urbe y la penumbra.

El Padre Ignacio explicando lo necesario que es ayudarnos con un cafecito.

Después de esa crónica comienza la sed. Que no se sacia. Consumo notas, libros, papers, documentales, entrevistas, todo el Estado del Arte habido y por haber en Internet. Mientras tanto, me llega otro mensaje al teléfono. Un conocido, quien pide que respete su anonimato:

“Cuando era pendejo venía mal, fui a un médico que me dijo que tenía una enfermedad en el estómago y que la causa era porque fumaba mucho porro, con el tiempo el cuadro se puso peor, vómitos, náuseas, no podía comer ni tomar nada. Entonces, fui a ver al Padre Ignacio y me dijo que no me preocupara, y que la causa no era la mariguana, que la causa era el estrés que venía llevando, que la solución era la calma, la paz. Le hice caso y hoy soy devoto»

Hay tantas historias con las cuales se puede introducir su perfil que todo parece multiplicarse hacia el infinito irrepresentable. Entre todo ese cementerio de hipervínculos, elegí algunas anotaciones que creo convenientes para construir este fractal.

Revelando los cuadrantes del primer mail, si el Padre Ignacio es el Interior, es por la constante del iluminado: no serás profeta en tu propia tierra. El curita se refleja en el espejo de dicho espanto. Es la rosarinidad a la inversa. Hay un documental en YouTube en el cual él comenta que su destino no era nuestra ciudad, sino un pueblito cordobés. Llega acá por un reemplazo temporal, y de ahí termina quedándose acá para siempre. El oxímoron: cuando le entregan la distinción como extranjero distinguido, él responde: “ya no me siento más un ceilandés, soy por completo argentino”. Pedagogía interna: cuando me digan quién soy, diré lo contrario.

Si el Padre Ignacio es Barcelona, es por su multiculturalismo, la posibilidad de sentarse con cualquiera más allá de su origen y procedencia. El respeto hacia la diversidad es su arma de doble filo. ¿Barcelona? La Ciudad Liberada y al mismo tiempo La Sagrada Familia. El cura criado a té y colonialismo, es, para los creyentes ortodoxos de la ciudad, muy permisivo. Para los liberales no creyentes de la City, muy reaccionario, ¿Pero en el medio que hay? Un cura que escucha y se sienta con cualquiera con tal de construir.

Esa es la potencialidad de su(s) obra(s): la posibilidad de sentarse con gente de la derecha y ser corrido por izquierda, de sentarse con gente de la izquierda y ser corrido por derecha, una imagen muy franciscana que al mismo tiempo tiene como mantra la sanación. No soy yo quién les habla, soy un instrumento de Dios. 

Valga un ejemplo. En el año 2012, el cura en una nota para La Capital, nombró a la homosexualidad como un problema psicológico. La asociación civil por los derechos LGBT Vox salió al cruce, y pidió la rectificación de los dichos. El padre les ofreció una reunión en la parroquia. Del entredicho a la construcción en conjunto: al año siguiente, en el show televisivo Huellas de Navidad, Ignacio trató el tema “Familias de la Diversidad”, sentando al aire de un programa católico de televisión abierta a una pareja homosexual. 

Si el Padre Ignacio es Puerto, se puede definir necesario recuperar la eficaz sociología espontánea que hizo Pedro Patzer sobre el lugar donde se instaló: 

“Los laicos de familias acomodadas no vieron con buenos ojos la llegada del cura moreno y barbudo, sin embargo su tarea en los barrios más humildes y su vocación por unir comenzó a dar frutos entre la juventud rosarina que, sin distinción de clases (tanto los del Parque Field, zona residencial, como los del Barrio Rucci, zona más humilde) se unió a su obra y fue pilar en la construcción del centro de salud, escuela y parroquias que a fuerza de «polladas», asado de pollo para miles, les permitía reunir fondos.”. 

El Puerto es posibilidad de sociabilidad entre una sociedad postergada y otra que avanza sin cesar: el Padre Ignacio es el puente entre esos dos mundos. No sólo metafóricamente: gracias a sus desvelos, se construyó el puente que cruza la avenida Circunvalación, uniendo ambos barrios. Ignacio es la posibilidad de estar con los más humildes y el poder al mismo tiempo. Cómo funciona un puerto: operarios y CEOs transnacionales. El amor sobre toda diferencia social.

Y de alguna manera, si el Padre Ignacio es Medellín, es porque vive en la ciudad del silencio, donde lo oculto, aquello sobre lo que no se habla, lo que no se dice pero que se sabe, es la moneda corriente de su vulgaridad. Y acá entran dos historias recientes. 

Una es la de Luciana Vanessa, una mujer que gestionaba turnos y bendiciones en la ilegalidad. Cobraba a los creyentes, desesperados por la sanación, cifras de más de cien mil pesos por visita. Los propios allegados al cura hicieron la denuncia. Y explicaron que esta no sería la primera vez.

La otra es la de la foto despechada. La imagen con Carolina Losada. Esa postal que es sensual, porque muestra para esconder: adelante el escote, atrás el intimismo del Círculo Rojo. Eso que un viejo comenta masticando un escarbadientes: se hacen los que se pelean pero se juntan a comer todos los martes. Galdeano, Villavicencio, Losada, Martorano, Perotti, y siguen los nombres. El frente de frente de los frentes: los que pelean al mismo tiempo llevan la manija. Y en el medio, también el Padre. Eso es Medellín: lo que se teje tras las cortinas. A pesar de los pesares, es un lugar que Ignacio conoce y elige ignorar, al mismo tiempo. ¿Quiénes pagan la causa? El oportunismo del mano en mano, el chantaje, los pequeños cabos, Lucianas Vanesas en el blindaje de la vida.

Galdeano, el párroco de Funes, el padre Ignacio y Carolina Losada.

Pongo punto a esa frase. ¿Y cómo sigo?

Me veo revolviendo palabras de otros. Pasan horas. Un amigo me envía un mensaje de su madre: 

“La única vez que fui a ver al Padre fue hace 25 años, mi hija, que ahora tiene 28, tenía tres años y estaba internada en terapia intensiva por una enfermedad en la cual había que esperar un proceso para ver si se salvaba o no, y ahí cuando llegamos nos pusieron en fila, yo le mostré una foto y él dijo que iba a estar todo bien, pero lo raro fue cuando me puso una mano en la cabeza y me empezó a frotar la panza. A los pocos días me enteré que estaba embarazada nuevamente”.

Escuchar la voz de la mamá de mi amigo, me hace acordar que hace algunos días que no hablo con la mía. Mi vieja es católica, Agustina, de la Parroquia del Pilar, ubicada en Ayacucho y Pasco. Aunque es de madrugada le mando un mensaje: “Viejita, te extraño, vamos a comer algo en la semana, y otra cosa, ¿Vos no tenés alguna historia para contarme sobre el Padre Ignacio?”.

A las 7.30 de la mañana me levanta llamándome al teléfono. 

“Mientras la estábamos bautizando a Rocío, mi ahijada, él vió que estaba embarazada y me agarró la panza con las dos manos y me dijo buen parto, va a ser una llegada no tan difícil, y así lo fue”. 

Después me envía la foto que certifica la historia:

Ignacio, siempre más cerca que lo que uno puede llegar a imaginar.

El que estaba en la panza era yo, y recién, después de buscar e investigar qué relación podía llegar a tener con el Padre Ignacio me termino dando cuenta que él estaba más cerca de lo que pensaba: ¿Será todo así siempre? No lo sé.

Charly García, Clics modernos, último tema: huellas en el mar, sangre en nuestro hogar. ¿Por qué tenemos que ir tan lejos para estar acá, para estar acá?

Nos vemos el lunes que viene, otra vez, con prisa pero con pausa. Un abrazo.

Ni un pez, ni un arlequín, ni un extranjero

Buen lunes. Espero que andés bien.

Estoy muy contento de que podamos encontrarnos de nuevo mediante esta maravilla que es la palabra escrita, prueba irrebatible de que la telepatía existe: escribo en mi casa, me leés donde fuera. Hoy mi mail, nota o cómo se le quiera llamar, va sobre un hallazgo. Un lugar que encontré carancheando en la ciudad.

Porque si, como decía el poeta, la vida de un hombre puede reducirse a un único momento, un precioso instante en el que intuye quién y para qué es, entonces todo el devenir de un territorio debería poder hallarse, concentrado, en un solo edificio. Un punto geográfico que condensa todos los espacios circundantes.

Ese lugar, esta sinécdoque existencial, es, en Uganda, la Comisaría 15. Llegué ahí por motivos penales que no vienen al caso. Y entre sus paredes descascaradas y carteles impresos en Arial 20 encontré una Rosario en miniatura.

En la puerta había dos indias, esperando algo. Una, la mayor, tejía. La más joven tenía la hechura del barro seco. Dentro de la taquería estaba un viejo, que me contó que había sido víctima de una estafa electrónica. Tras el mostrador me atendió un oficial de policía del montón: moreno, pelo cepillo, aires de importancia y sumamente amable con todos los que le hablaran con el tono indicado. Un tono que es parecido al que usan las prostitutas con sus clientes.

En las cuatro horas que estuve ahí vi desfilar a una mujer a la que le habían usurpado la casa, un psiquiatra de un manicomio de la zona que venía a avisar la fuga de un interno, una señora que acusaba a sus vecinos de maltrato animal, tres denuncias por robo, una por un choque entre una moto, un auto y un colectivo, dos personas que habían perdido los documentos y se enteraron que ese trámite ahora se hace en los distritos, y una pareja que se acusó mutuamente por maltratos y que terminaron demorados ¡en la misma celda!

Cada uno de los temas más dinámicos de la agenda de nuestra ciudad se ponían en funcionamiento en la sala de espera: la malaria económica, la antipolítica, la crisis habitacional, el caos de la movilidad, la violencia de género, el animalismo, la malaria emocional y, obviamente, la inseguridad.

Tomé un montón de notas durante todo ese tiempo. Y para no. Frente a mis ojos y oídos, y también narices, porque una comisaría, además de verse y oirse, huele, huele a humedad, a aceite de motor, a sudor, a tostadas, a perfume de mujer policía, se daba una especie de puesta de escena grotesca. Como si fuera una obra inédita de Armando Discépolo, cada secuencia seguía una lógica similar, donde la confusión hilarante daba paso a sentimientos más pesados. 

Algunas de esas anotaciones me parecen dignas . Por ejemplo:

No sé si es normal que la gente se largue a llorar sola y se siente en el piso sin saber qué hacer. No sé si es normal. Seguramente lo sea. Pero eso no lo hace menos duro de ver.

Otras son francamente malas, pero comparto una porque sé que la autohumillación está de moda:

Esa es una de las cosas que se hacen en una comisaría. Sentarse a no olvidar. Repasar lo que pasó hasta que ya pierde un poco el sentido. Y también la importancia.

Y también hay otras que son ambiguas, como este monólogo que improvisó el doctor sobre su paciente fugado mientras compartimos un cigarrillo, esperando al sumariante.

—Un día nacés y cuarenta años después te tirás de un tapial de cuatro metros de alto. Vas rengueando hasta la avenida. No conocés a nadie, nadie te conoce. Te acordás de un pariente lejano, de un amigo que no ves desde la secundaria. Te inventás un lugar al que ir. La clave es moverte. Vas, venís, pero siempre encontrás una excusa para no alejarte mucho. Y al final, pasan las horas. Te sentís cansado. Volvés. Porque estás atrapado, aunque saltés la pared más alta del mundo estás atrapado. Siempre volvés.

Medio lacónico ¿no? Capaz peca de forzado. Pero eso fue lo que me dijo el psiquiatra. Es una transcripción casi casi textual. 

Sobre el final de la tarde, cuando oscurecía, las indias de la puerta, que todo el rato habían permanecido aparte, empezaron a gritar. Se me erizaron los pelos de la nuca. Pensé en incendios, imaginé turbas iracundas. Pero era otra cosa: desde una puerta lateral salía un reo esposado.

El policía que lo acompañaba lo llevó hacia el centro de la sala. Las indias ahora lloraban. Cuando el pibe fue liberado de las garras de metal que le sujetaban las muñecas, se vio rodeado por el abrazo de las mujeres. En la confusión de cuerpos girando estrechados, alcancé a ver que el reo también lloraba. Estoicamente. Mientras las indias invocaban gracias mirando hacia el cielorraso, él apenas soltó algunas lágrimas, con la vista perdida en el suelo. 

Toda la secuencia tenía cierto aire de teatro. Los gestos, las palabras eran exageradas. Como pasa en la vida cuando los sentimientos son reales. Es que a veces la realidad es tan intensa que se vuelve irreal. Diganlé si no al cana presente en la escena, al que descubrí moqueando emocionado.

En la Comisaría 15, sita en el corazón de Zona Sur, encontré condensado todo lo que es Uganda. La inseguridad no ya como drama, si no como rutina. Las veredas anchas. Esa forma tan particular de contarle las costillas a todo y a todos, que se esconde en una mirada suspicaz o en un comentario colocado milimétricamente como si fuera al pasar. La mezcla improvisada. El tedio. El culoinquietismo. La falta de fe en las instituciones que supimos conseguir. La convicción de que podrían ser mejores. Los vecinalismos de distinta índole. El mirar paranoico por encima del hombro. La charla utilizada como pasatiempo. Los lugares comunes que son eso, lugares comunes, pero que se vuelven insólitos si uno quiere

Porque acá el sol golpea tan fuerte que todo busca sombra. Es una cualidad básica del paisaje: las cosas tienden a ocultarse para sobrevivir. Y se repliegan en dobleces. Habrá que desplegarlos. Como canta Barfeye en “Comisaría”en este manicomio a cielo abierto que es Rosario no te encuentro y no te dejo de buscar.

Con ese temazo termina la siesta de hoy.

Nos vemos el lunes que viene.