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Del mundo mundial

¿Con quién viste el gol de Cani a Brasil? ¿A quién abrazaste cuando quedamos eliminados en el 2002? ¿Qué estabas haciendo en el momento que te enteraste de la muerte de Diego? ¿Dónde estabas cuando pasó lo que pasó? Recorrer una ciudad es trazar su memoria.

Fotografía de Santiago Beretta

Por Santiago Beretta 21 de noviembre

Buen lunes. Espero que estés teniendo un buen lunes. Entre el fin de semana largo, la lluvia y el arranque del Mundial.

Durante el del 2006 pegábamos faso en la zona de Grandoli y Gutiérrez, a la vuelta del famoso tanque que corona la postal de la zona y que aloja, a sus pies, un destacamento policial.

Nos atendía un petiso grandote apodado el Gordo, de ojos criollos y achinados. El tatuaje de una telaraña se expandía en su torso —por lo general desnudo— y le quitaba protagonismo al resto de sus tintas. Todavía no había bunkers. Trabajaba en lo que parecía haber sido un almacén, una suerte de habitación vacía con un mostrador desnudo y, en el vidrio de la ventana enrejada, un desteñido cartel de chicle Cowboy.

La puerta sí estaba fortificada con varios candados, pero se cerraba desde adentro. Íbamos al mediodía o a la tarde. Esa mañana, soleada para la ocasión, el kiosco del puntero era una fiesta. Desde la habitación de atrás, donde te cortaba los bochas de 5, 10 o 25 y de la que solo se escuchaban los ruidos de las cintas empaquetando los pedidos, esta vez llegaban las voces del jolgorio. ¿La caravana venía de anoche? ¿O recién se iniciaba?

El tono ronco y chispeante de la charla parecía subir al techo, bajar y alimentarse a sí mismo con el correr de los segundos. No era un día más. En unas horas jugaba Argentina y el kiosco del Gordo era una fiesta.

¿Contra quién jugábamos? No me acuerdo. Lo que sí conservo con claridad es la imagen del patrullero pasando por delante nuestro, mientras el Gordo nos despedía. Los canas saludaban de reojo al puntero y nosotros aguantábamos una espantosa paranoia que, una vez concluido el asunto, se trasformó en éxtasis.

Teníamos fasos y la tarde libre, jugaba nuestra querida selección y la ciudad había decidido olvidarse por un rato de sus problemas, de sus rencores y sus quilombos.  

Por calle Urquiza, desde San Martín hasta Mitre, nos arrastramos despacio con el partido ya empezado. Íbamos por el medio de la calle, vacía de autos, vacía de motos y vacía de bicicletas, dueña de un silencio que la volvía un lugar de ensueños. Las ventanas de los departamentos estaban abiertas —quizás no, pero es lo que recuerdo— y desde abajo veíamos a sus habitantes frente al televisor, conectados, en comunión, esperando el gol.

“Uuuuuuuuhhhhhh…”, se escuchó de golpe, y nos estremecimos de ansiedad. ¿Cómo mierda se nos había hecho tarde? ¿Y si en vez de ir de Adrián nos metíamos en el primer bar que se nos cruzaba?

“Uuuuuuuuhhhhhh…”, volvió a sentirse, y Francisco disparó:

—Chicos, es cinematográfico esto. ¿Se dan cuenta? Tenemos que conseguir una cámara para el partido que viene…

—¿Qué decís, mogólico? —le contestó Iván, enojado con el grupo por el retraso. Era el más cinéfilo de todos, pero también el más futbolero, y pensar en ese momento en Roman Polansky o Martín Scorsesce, nuestros ídolos, le parecía una pelotudez.

¿Aquella caminata fue la continuación de la visita al gordo? Se me mezclan las tardes, las anécdotas y los delirios adolescentes que nos atrapaban. Sé que antes de llegar a nuestro destino Argentina ya iba ganando y eso calmó las ansiedades y los ánimos.

—¿Qué te pasa, qué hacés? —le preguntó Adrián a Francisco, al verlo asomado por el balcón de un primer piso que daba a Mitre. 

—Estoy observando, boludo. Observando. Acaba de pasar un colectivo vacío, y el chofer iba despacito, con la radio pegada a la oreja, levantaba la cabeza hacia los costados como buscando un televisor… 

Ahora no fumo ni en pedo, le doy dos pitadas a un faso y durante horas lo único que hago es escaparme de las ideas desgraciadas que me persiguen desde que el humo intercepta los cables de mi pensamiento. Pero en esos años disfrutaba de la marihuana. Me volvía un ser contemplativo.

La Buena Medida todavía no había sido remodelada y sus mesas eran uno de los tantos lugares a los que íbamos a leer y a espiar la vida adulta de la ciudad —una vida que era ya desplazada por nuevas costumbres—.

Jugábamos un partido de la primera ronda y el bar había cambiado su disposición. Básicamente: las mesas se amontonaron contra una punta y las sillas en un círculo que rodeaba al televisor, a fin de optimizar la visión. Habría 40 personas en ronda, agrupadas en unos pocos metros, y el resto del bar se veía vacío de muebles y de gente.

Yo llegué sobre la hora, fumadísimo. Serían las diez de la mañana. Mis amigos estaban ubicados privilegiadamente en las sillas y decidí acodarme en la barra, flotando en ese estado casi alucinógeno al que muy rara vez —pero con la fuerza de una trompada— te lleva la marihuana.

Veía los movimientos de los espectadores en cámara lenta o, mejor dicho, llegaban a mí gritos, movimientos de brazos, el ruido de una silla que chirriaba contra el piso, y entre los estímulos visuales y auditivos y las palabras que debían nombrarlos y darle forma, había uno o dos segundos de distancia.

Hicimos un gol y el estruendo de los festejos, que tiro varia sillas para tras, producto de los saltos y los brincos, hizo que me largue a llorar. No fue miedo ni emoción, más bien una extraña avalancha de percepciones apenas sostenidas en la idea de que la selección la había embocado.

Unos minutos después terminé la Pepsi que había pedido, y el azúcar y todas las otras cosas que le ponen a las gaseosas y que ni idea que son, me normalizaron. Ese día ganamos y fuimos a mirar el río, tras encarar por Rioja al bajo,  y mientras encendíamos el tercer faso, hablábamos de lo gloriosa que es la Argentina.

¿Quién no recuerda dónde estaba y qué hacía mientras murió Maradona? Los hechos que conmuevan a las mayorías siempre te encuentran a vos por ahí, haciendo tu vida. Y un mundial nunca es un mundial más.

Podés haber visto cualquiera de los partidos importantes mientras comías un asado con tu familia o te ponías en pedo con tus amigos, hacías una pausa en el laburo o te ibas  a un bar y te hermanabas con el prójimo desconocido. Van a pasar cuarenta años y te vas a acordar dónde estabas y hasta lo que sentiste.

Todavía me interpela el silencio que nos envolvió a mi abuelo y a mí en la eliminación de Japón 2002 —la traición de algunos que todavía hoy dan vueltas por el fútbol, es algo que supe después—.

Aquella madrugada, que continuó con un rápido sueño y la ida al colegio, porque jugamos a mitad de la noche, fue de mucha tristeza. ¿Perder así? ¿Nosotros? Luego almorzamos juntos al mediodía y hablamos con mucha gravedad del tema. El con sus setenta años y yo con mis doce.

El Loco Mastrocola, un amigo más grande, siempre me cuenta la misma historia: la del día que Argentina, con el gol de Cani tras la gambeta de Diego, le convirtió a Brasil en Italia, en 1990.

Mastrocola y sus amigos habían salido la noche anterior, temprano, para acostarse y poder dormir al menos algunas horas, pero siguieron de largo y terminaron en un bodegón que había bajado las persianas, ya que la familia que lo manejaba ocupó sus mesas y solo le dio lugar a los clientes más fieles.

Así que se pidieron unas cervezas y se quedaron tranquilos, papeados y borrachos, tratando de no llamar la atención… y con la percepción endemoniada por la cocaína, advirtieron, sin embargo, que la cosa se iba poniendo espesa: no eran los únicos que estaban de pala, y la bronca que había entre dos ramas de primos empezó a hacer notar cada vez más.

El bar era de esos bares de burros y billar; y las ventanas cerradas, los vasos que “por un error” caían al piso y se estrellaban, las puteadas al árbitro y las indirectas familiares condimentaban la escena.  

“Termina y arreglamos lo que me debés”, dice Mastrocola que dijo uno, y que el destinatario del mensaje respondió abriéndose la camisa, quedándose en cuero y frotándose las manos con fuerza.

“Mirá que no sale nadie, acá sea cómo sea la cosa se resuelve”, atinó a decir quien parecía el capo familiar; dado el grado de quilombo interno, ordenaba que la cosa, sino quedaba otra, se arreglara a los cuchillazos.

¿Cuchillazos? Hoy día parece algo entre inocente y prehistórico, una brutalidad que puede costar una vida porque que es eso, una brutalidad, pero que nada tiene que ver con la fría y fantasmal manera de matar y morir que se instaló en Uganda en los últimos diez años. 

“¡La concha de la lora, es Dios, es Dios, la puta madre! Viejita, es Dios…”,  irrumpió de golpe, y de forma polifónica, la larga mesa familiar, cuando en esa jugada inmortal el  Diego bailó a los brazucas.

“GOOOOOOOOOOOOOOOOLLLLLLLLLL, brasileros hijos de mil puta, GOOOOOOOOOOOOOOOOLLLLLLLLLL”, se escuchó al instante tras el tanto del Cani, y la tensión de los córneres y las llegadas al arco, las gambetas y los segundos largos que hacen a los partidos importantes, se transformaron en alegría y expectativa.

¿Existe ese bar hoy? No. Está cerrado y probablemente levanten en su lugar una torre de departamentos. Una vez fui, por el año 2014, y ya casi no tenía clientes.

Pero volvamos a nuestra historia: cuando el árbitro finalizó el partido y la celeste y blanca, otra vez, llenaba de alegría el castigado pecho de los argentinos, los primos se levantaron de un salto llenos de júbilo. Y en un abrazo prolongado, llorando, se dijeron lo mucho que se querían, y las persianas se alzaron y la luz de la tarde los envolvió a cada uno de ellos.

El bar se pagó una ronda de cerveza para  los presentes —incluidos Mastrocola y sus amigos—, y todos, todos, todos, lagrimearon como nenes por ese mágico gol que, supongo, en algún lugar del cosmos todavía sigue sucediendo en tiempo presente, haciéndonos sentir vivos… con todo en contra nuestro, vivos.

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Fotografía de Santiago Beretta
Escrito por Santiago Beretta

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