Microdosis de susto

Hace un par de días casi que nos matan a todos. Audios viralizados hablaron de un toque de queda narco, de merca robada, de balas para cualquiera que anduviera a la noche por algunos barrios. Algunas escuelas suspendieron clases por amenazas, amenazas que se replicaron: unas en serio, otras en broma. Todas para abonar a un pánico colectivo, pero limitado a lo virtual.  

Para mí empezó el miércoles 10 de mayo por la mañana, cuando me subí al remis del laburo para ir del centro a la zona norte. El mapa calculaba unos 25 minutos, pero el viaje se estiró pausándose en hileras de tráfico. Roca, Avenida de la Costa, Carballo, Sabín, Pacheco, Zelaya, Baigorria, Medrano. 

Al llegar a destino, en el cruce con Siripo, barrio La Cerámica, vi una casa con el frente pintado con una dedicatoria a alguien: Brandon, el mismo nombre que se repetía en el asfalto y en paredes de esa esquina.

Quería saber dónde estaba parado, entonces, antes de ocuparme de mis asuntos me acerqué a la casa a pecar de curioso. Desde la vereda una mujer sentada en su reposera me miraba con ojos de incertidumbre. La puerta estaba abierta, y de ella, cuando me acerqué y escucharon mi voz, se asomaron un adolescente y una chica un poco más grande.

Sentí que incomodaba. Pero generalmente lo vale. Hablamos: la señora me contó que en octubre pasado su nieto Brandon y un amigo murieron en un accidente.

Les pregunté si conocían a Jeremías, el pibito de 15 años que la madrugada anterior había sido asesinado a tiros a 50 metros de ahí, sobre Siripo al 1400. Me dijeron que sí y, como si la cosa necesitara más drama, me contaron que había vivido un tiempo con Brandon, cuando la madre de uno salía con el padre del otro. Que eran muy amigos y que la mayoría de pintadas que recuerdan a Brandon habían sido obra de Jeremías y otros pibes.  

Les creí cuando me dijeron que Jeremías no estaba metido en problemas. Al menos uno tan groso que pudiera costarle los varios balazos que por mirar el celular no había podido advertir, a diferencia de quienes estaban con él y corrieron al ver a un tipo asomándose por la ventanilla de un auto con un arma en las manos. Qué problemas, pensé mientras volvía al centro, podía tener un pibito de 15 años. Pero estamos acá, en Uganda, donde desayunamos leyendo o escuchando cómo los límites de lo posible se arrinconan contra un abismo que, encima, nunca llega.

Dos días después volví a La Cerámica. Habían matado a un muchacho de 36 años igual que a Jeremías: lo balearon a la medianoche desde un auto, cuando tomaba una cerveza en la vereda con unos amigos. A los dos días, ahí nomás, de la misma manera mataron a Máximo, de 13 años, y a Maite, de 14.

Recordé el contacto que me había llevado en la primera visita, le escribí y me respondió la chica. Como la historia se empeñaba en ser bien jodida, me contó que Máximo era su sobrino y amigo de Jeremías y Brandon.

“Los narcos están cumpliendo y ahora dicen que nos van a quemar la casa”, tituló mi compañero Claudio en las notas sobre el doble crimen. Para entonces en La Cerámica se había instalado con fuerza implacable un rumor que hacía unos días daba vueltas: el robo a una casa como detonante del terror. 

Con las horas llegaron los detalles y las versiones. No se habían robado una garrafa o un ventilador como dijeron en un principio: el botín era una carga de cocaína, algunos dijeron 10 y otros 20 kilos, manoteada de una casa en la que iba a instalarse una banda narco. Mientras no apareciera la merca, decía el rumor, cualquiera que anduviera por la noche en las calles del barrio iba a ser asesinado.

Todo esto fue entre el miércoles 10 y el lunes 15 de mayo. Para entonces habían empezado a correr unos mensajes de WhatsApp. “Les robaron droga a uno de los Cantero y están matando a cualquiera hasta que aparezcan los 3 que les robaron”. “Van a matar a cualquiera. De noche. Al que esté en la calle los matan. Y ya van matando a 4 chicos que no entienden que no es joda”.

Para el martes esos mensajes volvieron a aparecer, pero esta vez con la marca de reenviado muchas veces. “Yo no sé si es verdad o no”, “La misma policía lo está avisando”, “Toque de queda”, “Van a matar a todos”.

Ese día y el siguiente las escuelas de La Cerámica tuvieron un nivel de inasistencia inédita: el 90 por ciento de los alumnos se quedaron en sus casas. Solo fueron al mediodía, a la única que entrega comida, quienes no podían satisfacer esa necesidad de otra manera. 

Por la noche del jueves me escribió la tía de Máximo: me mandó, además de los audios virales, una serie de fotos y videos. Un tipo muerto dentro de un auto, otros dos agonizando en el suelo y una captura de pantalla que repetía aquello del toque de queda. El mismo pack llegó de parte de colegas y de amigos de otra ciudad. 

Periodistas porteños se tuitearon encima con deducciones hasta cómicas que después llevaron a la TV. El clima virtual se puso por demás de espeso. Pánico y locura, en pocas horas, de La Cerámica a zona norte. 

Como si quien quisiera pudiera agarrar su celular y fabricar un clima de terror tan solo rejuntando una serie de posibles sucesos imaginarios en esos barrios en los que se situaba el supuesto toque de queda: 7 de Septiembre, Rucci, Zona Cero. Pero real en La Cerámica, donde tres adolescentes y un hombre habían sido acribillados sin ningún tipo de explicación y sin que nadie decretara nada.

Reconocí las imágenes sangrientas, eran de homicidios de otras ocasiones. También aparecieron los registros de un despliegue policial en la otra punta de Rosario, el sudoeste extremo, donde se había hecho una convocatoria por redes para arengar una pelea de pibas que fue dispersada con balazos de goma.

Era lógico, pensé, que se viralizara de esa manera, todo mezclado. Siempre impacta más la ficción, aunque esté compuesta por retazos de nuestra realidad tantas veces indigerible.

Los días siguientes escuelas del centro y otras de distintas zonas suspendieron las clases por amenazas de balaceras. La bronca de presos de alto perfil de la cárcel de Piñero con el Servicio Penitenciario -contexto de un ataque a tiros a una escuela de Empalme Graneros- se mezcló con la boludez de una alumna que pegó un cartel con lenguaje tumbero en su escuela de Las Flores, para después llorar en la comisaría cuando le admitió la broma a su mamá.

Para el ministro de Seguridad, al menos según le dijo a la prensa, se trató de una manera de “preocupar e intranquilizar a la población, seguramente con intencionalidad espuria”. Llevó los audios viralizados a la Justicia para que se trate de identificar al autor y ordenó que durante unos días la policía anduviera a toda hora por La Cerámica. En la Justicia se inició una investigación para tratar de llegar a alguna certeza.

Desde la Fiscalía, con la honestidad que permite el off, dicen que la puesta de recursos en este lío es tanta como el tiempo que se pierde cuando a fin de cuentas se sabe que todo fue humo. Pero que los recursos hay que ponerlos: nadie se anima a arriesgar a decir cuándo hay seriedad y cuándo no, por las dudas se mete todo en la misma bolsa.

Gente encerrada, escuelas vacías, videitos y audios terroríficos nos dieron esta guerra de los mundosversión Uganda. El sustismo, hermano menor del terrorismo como se dijo acá alguna vez, lo hizo de nuevo. 

Un alquiler de por vida

Cómo me gustan los lunes, más si tengo que pagar un alquiler atrasado. 

¿Vos cómo estás? ¿Te sobra la plata igual que a mí? ¿Te sobra el tiempo y el optimismo? Bueno, empecemos. Basta de joda.

Camino despacio por Echesortu con 60 lucas en el bolsillo del saco. Me meto en una galería, subo una escalera y atravieso un pasillo oscuro, ideal para filmar una escena de cine negro. Los tubos fluorescentes que reemplazan la luz del sol logran un aire depresivo. Hay oficinas de turismo que pegan en sus vidrieras fotos de paraísos caribeños y oficinas que parecen vacías hace años. Como no estoy actuando en ninguna filmación y soy un adulto que se hace cargo de la estúpida vida adulta, termino amargado. 

Bueno, a nadie le gusta gatillar mes a mes el alquiler. Y la inmobiliaria que me alquiló la casa es algo… particular.

***

Era una casa con sus años y en las fotos se veía bien. Dos habitaciones, patio adelante y patio atrás. Buen precio. Solo faltaba la persona que vivía ahí; si hasta los cuchillos y tenedores estaban dentro del cajón de la mesada. ¿Cepillos de dientes? Sí. ¿Ropero viejo del que asomaban prendas en penumbras? También.

Había varios ambientes con humedad, y el patio de atrás, al que le habían sacado las plantas que aparecían en las imágenes con que la ofertaban, se mostraba derruido, igual que el cuartito de lavar la ropa. Las cortinas, el cubrecama, la pequeña alfombra que había en el living y los individuales que se desparramaban por la mesita del comedor eran color lila. La casa era de una señora que acababa de pasar a mejor vida.

—Le gustaba el color lila, por lo que veo —le dije al muñeco de la inmobiliaria.

 —La señora estaba muy mal, me parece que ya ni sabia como se llamaba —respondió y siguió dando vueltas por el lugar, como inspeccionándolo.

***

Recuerdo una mañana del 2016. Buscaba donde vivir y, mientras tomaba café en un bar, miraba los clasificados del diario. Casas de pasillo. Monoambientes. Departamentos. Pensiones de piezas individuales y pensiones de pieza compartida. Una de ellas se anunciaba: “Lugar tranquilo. Televisión por cable”.

Necesitaba concentrarme en mis asuntos, pero el detalle de la televisión por cable… bueno, ese detalle me hizo meditar. Me imaginé una persona grande, vendedora ambulante, que un domingo a la tarde encendía el televisor, sola en una habitación, y esperaba la llegada de la noche. Sí, ya sé. Me imaginé todo eso porque soy fantasioso, un intento de escritor. Con tiempo para perder y pensar pavadas. Pavadas estúpidas y pavadas graves, hondas.

Televisión por cable. Una compañía al final del día. ¿Por qué? ¿Qué vida amputada de la vida sostenemos día a día? ¿Por qué es tan triste la soledad de la ciudad?

***

Estoy frente a la empleada de la inmobiliaria que administra la casa en la que vivo. Cuento la plata que tengo que darle y, al levantar la vista, la noto distinta. Claro, no es la que estaba en abril… que a su vez tampoco era la que me atendió en marzo.

—Sos nueva, ¿eh? —pregunto con fingida espontaneidad.

—Sí, pero ya me voy, cobro esta semana y me voy.

—Es raro. Cada vez que vengo hay una empleada distinta.

—Es que mis jefes están locos. No se puede estar acá. A la chica que estaba antes que yo me la crucé en su último día. Me dijo: “Bienvenida a la casa de Gran Hermano” —responde y llora.

***

—¿Ya se arregló el tema de la humedad? —le pregunté entonces a quien mostraba la casa del corazón lila.

—Mirá, ayer publiqué las fotos en internet y hoy es la primera vez que entro.

—No está arreglado el tema…

—No importa, cualquier cosa te lo hago arreglar a la primera de cambio. No te preocupes.

—Ajá… confió mucho en que sí.

***

Daba vueltas por la calle con ganas de desaparecer. Acababa de separarme, necesitaba un lugar para vivir y cada vez que visitaba uno, al verlo vacío, sentía espanto.

—No podés hacer una tragedia de todo… —me decía a mí mismo.

—Esas paredes sin vida, son muy tristes… —me respondía.

Iba de acá para allá hasta cansarme. Era lo único que quería. Deslizarme por ahí. Andar.

—En la calle me siento libre, debería vivir en la selva, en la isla —me convencía.

—¿Vos? No te bancas ni que te pique un mosquito… —me retrucaba.

Pasaron los días y conseguí una linda cueva donde parar. Un amigo me alquiló un departamento a un bajísimo precio. Pasó el tiempo. Anduve sin un mango y anduve bien económicamente. Pero la realidad es ortiba y a larga te arrincona… La desolación de vivir rodeado de paredes todavía me persigue.

***

La empleada del mes me extiende el recibo del pago del alquiler —un recibo hecho a mano— y retoma el hilo de nuestra conversación:

—Una tarde, el dueño de una de las casas que administramos escribió algo en un papel y me lo mostró. “Cuidado, están grabando todo lo que hablás. Hay celulares prendidos”. Y sí, nos graban, por si sacamos mano. Porque robar… qué vas a robar…

—¿Y ahora no están grabando? —pienso y me retracto. Tal vez sí estemos en una película. Clase Z, pero película al fin.

—Puede ser, pero no me importa, cobro la plata y me voy. Están muy locos, ¿entendés? Se viven peleando, son un matrimonio joven, pero se odian. Y te enferman la cabeza. Él es un paranoico desquiciado. Y ella es una forra. Todos los días salgo llorando de acá. Todos los días, hasta el viernes, que me voy y no vuelvo más.

***

Año 2010. Era un pibito de veinte y tenía que conseguirle una habitación a un viejo escritor de Buenos Aires que quería instalarse en la ciudad. Desde una cabina lo llamé al celular y le pregunté dónde pensaba vivir, qué tipo de lugar quería.

—Y… que tenga una ventana —dijo y cortó.

***

La casa de pasillo de Buenos Aires y Cerrito era perfecta para desmoronarse anímicamente. Tenía una alacena de un marrón casi rojo, con puertas inflamadas por la humedad, y unos azulejos naranjas en la cocina. Al azulejo que faltaba lo habían reemplazado por un cartoncito cortado a mano, con alguna tijera. Era un detalle gracioso, si es que lograba omitir que aquel paisaje podía convertirse en el paisaje de mi vida íntima por lo menos dos años.

La visité una mañana en la que inspeccioné cinco o seis casas de este estilo. No quería terminar en un monoambiente y las casas de pasillo eran mi única salida. Otro de los lugares que evalué estaba cerca de la Terminal y la pared de la pieza, que daba a un diminuto patio, tenía un enorme agujero a la altura de mi cabeza.

—¿Y eso? —le pregunté al agente inmobiliario.

—Había un aire acondicionado, de los viejos, mirá, ahí están los ladrillos, arréglalo y te lo descuento si querés —me respondió el master.

Mi hermana me había acompañado en aquel recorrido. Ya en la calle, vencido por la realidad, le dije:

—¿Por qué no puedo tener una casa linda?

—Porque salen plata, y para eso tenés que trabajar.

—Yo trabajo.

—Vender en el parque la revista donde te autopublicás no es trabajar.

—Ah, ¿no? ¿Y qué es?

—Una boludez más que decís y te quedás hablando solo.

—Tengo talento, ¿entendés?

—¡Chau!

***

La casa de corazón lila era barata y una familia con pibes, en la urgencia, podía meterse en ella e ir arreglando filtraciones. Total, que alquilen un lugar cuyo techo es un festín de goteras, ¿a quién iba a sorprender? El agente inmobiliario —una forma elegante de llamarlo—no se inmutaba. Y yo, que alquilaba hacía años y había visto cada cosa… tampoco.

—Bueno, lo pienso y te digo —dije por pura formalidad.

Habían ofertado la casa con el cadáver de la vieja todavía tibio. Con los rosarios colgados en la esquina de la cama, donde la vieja había dormido sus últimos días. Esos rosarios lilas, tan tristes como las personas abandonadas por sus seres queridos.

***

—¿Casa propia?

—Naaaaaa. Eso es antiguo. Fue.

—¿Monoambiente propio?

—Propio no, solo por tres años, siempre y cuando pueda pagar un alquiler.

***

Salgo de la inmobiliaria, doblo el recibo y lo guardo en el bolsillo del saco. Abandono la galería y en la calle los brazos celestes del cielo me envuelven con calidez. Camino hacia Pellegrini, me meto en un bar y me pido un whisky. Los alquileres suben mes a mes, todo sube mes a mes y el panorama político no es bueno. Pero no pienso en eso. Lo digo en esta nota porque lo tengo que decir. A veces, la vida está bien aunque el mundo esté mal

Y vos, igual que yo, ya sabés cómo viene la mano. 

Nos vemos la próxima. ¡Chau!

El mal trabajo

Hola, el feriado se presta para una de nonfiction que transcurre en Uganda. 

Abril de 2023. Un policía llega al bar de una estación de servicio, pide café, manotea una medialuna que lleva hasta la mesa y pone de mi lado. Antes de ir al grano hablamos de nuestras rutinas: del homicidio en Santa Lucía que vengo de cubrir y de sus pocas ganas de ir adonde un ex colega suyo que custodia una empresa mató a balazos a un ladrón. Después, sí, a lo que nos encuentra. 

Qué tan sicarios son los que aprietan el gatillo en Uganda, quiénes viven de eso y quiénes lo hacen porque no les queda otra, o casi gratis o tan solo por maldad. Existen los sicarios y los no tanto, existe el crimen organizado y el desorganizado. Existe la pesquisa efectiva y la que no puede avanzar porque todo se hizo tan prolijo. En esa diferencia radica una complejidad. 

Decirle sicario a cualquiera es subirlos en el ranking”, resume. Y desarrolla: “Están los que trabajan por la droga, les pagan con merca y trabajan puestos. Y están los más profesionales, que cobran a partir de seis cifras. Esos saben hacer el trabajo impecable”. 

Abundan los ejemplos. Miramos hacia atrás y aparecen las escenas siguientes.

Septiembre de 2021. El protagonista es un sobreviviente. Julián, tiene 23 años y se mueve en una silla de ruedas donada por una ONG desde hace cinco, cuando varios balazos no llegaron a matarlo, pero sí lo dejaron cuadripléjico. Vive con su pareja, el hijo chiquito de los dos y un hermano de ella en una casa de la zona norte que tiene sus paredes decoradas con cuadros de Pablo Escobar y Tony Montana. Por ahí anda también un pitbull adiestrado. 

Julián sabe que le juraron la muerte y que tiene pedido de captura por el homicidio en 2020 de una señora de 64 años. Tan lejos del oeste, donde habían empezado aquellos problemas, sigue con sus manejes y espera que nadie lo encuentre. La madrugada en cuestión lo desvela un golpe seco en la puerta y un par de gritos atolondrados: “Policía policía, todos al piso”. Son cuatro tipos que llevan chaleco antibalas de alguna fuerza de seguridad. Lo que sigue son al menos 69 balazos: 7 liquidan al perro, 15 hieren de gravedad al cuñado y 32 van para Julián, rematado con 7 tiros en la cabeza. Su pareja y el pequeño, ilesos.

Marzo de 2023. No hay protagonistas, solo gente que festeja un cumpleaños en una casa de un barrio habitado en su mayoría por la comunidad qom. Es cerca de la 1.30 de un domingo y en ese clima de fiesta un grupo de nenes sale a la vereda. Nada -ni qué decían, ni qué hacían- importa más que lo que sigue: aparece un auto, se asoman unos tipos calzados con ametralladoras y abren fuego. Alexis, de 13 años, herido en el pecho. Nahiara, de 2 años, en un brazo. Salomón, de 13 años, en la boca. Los tres sobreviven. A Máximo, de 11 años, un balazo le atraviesa el pecho y lo mata en cuestión de minutos.  

Al otro día la comunidad vela al nene en el club donde jugaba al fútbol. El cacique predica en la lengua originaria, los más cercanos rodean el féretro y el resto acompaña desde una distancia respetuosa. Una furia imparable, un par de minutos después, los abalanza contra un par de casas. Dicen que son búnkeres de los transeros que están detrás del desastre que le costó la vida a Máximo. Las tiran abajo y obligan a la policía a llevarse a los traficantes, que hasta dos días atrás habían sido nada más que vecinos.

Hay un sector de Uganda que si lo queremos ver lo vemos desangrándose y balbuceando los suspiros de una agonía que parece permanente. Y si tenemos que decir quién provoca esas heridas resumimos en una palabra: sicarios

¿Cuánto vale una vida?”, se pregunta el título del informe de un canal nacional que mira para acá cuando las papas se incineran. Una pregunta que ya hicieron otros colegas, en otros años, por otros canales. La respuesta es siempre la misma y la da alguien parecido: un autopercibido sicario que le da la espalda a la cámara, o tiene la cara blureada, la voz distorsionada y el discurso afilado. Mata por tanta guita y sin tanto escrúpulo.

Del primer caso no se sabe nada acerca de quién ordenó ni quién ejecutó. Hay una reserva absoluta de quienes investigan hace más de un año y medio sin llegar a evidencias sólidas para decir que avanzaron. El otro se resolvió en un mes, hay seis imputados y presos acusados de organizar y gatillar. Y una hipótesis sólida: el objetivo era una casa vinculada al narco, vecina de la que habían salido los nenes que ligaron los balazos de rebote. 

Decirle sicario a cualquiera es subirlos en el ranking”, razona entonces aquel policía, acostumbrado a callar más de lo que sabe. Si calla, asegura, es por seguridad. El mismo motivo por el que cuando sale a la calle mira para todos lados y por el cual preparó una ferretería en su casa por si alguien va a buscarlo. Antes de encontrarnos me preguntó dos cosas: si puede confiar en que se mantendrá su anonimato y si me molesta que aparezca uniformado. 

Los que cobran caro saben hacer el trabajo impecable. Los encargos nunca los hacen por teléfono, empiezan en un cara a cara con las visitas en las cárceles hasta que llegan a la calle”, cuenta. “Los otros son gatilleros, son los que salieron del búnker y salen a matar a alguien como pueden salir a tirar a un negocio. Son descartables, ni a ellos les importa ir presos”, insiste el anónimo. 

En esa diferencia se halla una de las claves: los homicidios sofisticados se pagan bien y suelen tramarse en las celdas de presos de alto perfil que la narrativa oficial ubica como líderes de las bandas criminales más conocidas. Desde ahí sale el ok para que, además de las seis cifras para el sicario, se ponga a correr el dinero necesario para pagar información, vistas gordas, fierros efectivos, un vehículo y todo lo necesario para que salga redondo. 

De los que fracasan, porque pifian el objetivo o porque los descubren, sobran los ejemplos. Entonces nacen investigaciones que, antes que tramas complejas, dejan al descubierto un nivel de precariedad acorde al contexto en el que se maquinan y se desenvuelven broncas barriales. 

Sobre este aspecto opina otro uniformado pero de saco y corbata, de los que investigan y condicionan el destino de quienes caen. “Es muy muy precario el sicariato acá. En su mayoría son ‘loquitos’ con un vehículo y una pistola, que muchas veces ni son de ellos y se las hacen llegar para cometer el hecho”, dice y propone: “El término que más los define es ‘tiratiros’ y no sicarios”. 

Este conocedor también advierte la existencia de sicarios distinguidos. “Son más profesionales, si se puede decir así. Tienen inteligencia previa y una ejecución certera. Hay hechos puntuales que parecen bien ejecutados, pero son los menos de ese estilo”, explica y vuelve sobre los tiratiros: “Los otros son más burdos. Si hay inteligencia no es del ejecutor sino del que da la orden, y suele haber errores por parte del ejecutor”. 

Pero, al final, vuelve sobre un punto en común: “Son igual de peligrosos. Los tiratiros porque pueden matar o herir a cualquiera, y los sicarios reales porque pueden cometer hechos de muy difícil esclarecimiento”. 

El análisis puede pecar de obvio, pero entre tantas obviedades los ugandeses asesinados en lo que va de 2023 ya se cuentan por centena. Algunos a manos de profesionales de la muerte, tantos otros por obra de changarines de las balas. Tal vez todos bajo las reglas del patrón del mal, sin mayúsculas.

Buen día del laburante, hasta la próxima. 

María Magdalena en El Rosedal

Hola, buen día, es mi primer lunes en Uganda. 

Disney profesa “el lugar donde los sueños se hacen realidad”. Pero no hace falta sacarse una visa para llegar al castillo encantado. La María Magdalena de la sexualidad virtual visitó Sodoma, hizo del Rosedal su Disney World, sorteó una tanga y se llevó a tres fans al departamento que alquiló. 

¿Quién es esa chica? ¿No tiene miedo? ¿No es demasiado bizarro para ser verdad? Ella es la flamante Jesy Fux: dueña de su propio negocio. Dolariza su cuerpo y tiene un ejército que la idolatra. El Santo Sudario son sus sábanas. Se hizo Santa cuando traspasó la pantalla y les dijo a sus fans: vengan, pueden tocarme, apoyarme, soy de verdad. 

Jesy es una morocha argentina, su flequillo cortado al ras de las cejas le da un acento barrial, su cuerpo es voluptuoso, energético. ¿Cómo llegó a ser quién es? Podría decirse que el bruxismo fue el atajo hacia el yoga, el yoga la puerta hacia el tantra, y el tantra a un despertar sexual y espiritual.

¿Y del otro lado de la pantalla quiénes están? ¿Quiénes son sus seguidores? Maxi es uno de ellos. La conoció unos meses antes de la pandemia y comenzó a comprar su contenido en OnlyFans. Se conocieron la segunda vez que visitó la ciudad. En el invierno del 2022. 

Ella había convocado a 30 seguidores y seguidoras por Telegram para encontrarse en un espacio privado. No podía ir cualquiera, tenían que escribirle para pedirle un lugar y hacerle una breve descripción de por qué pensaban que tenían que estar ahí. Maxi usó las palabras correctas y fue uno de los elegidos. 

Él desde los 15 años va a clubes de streptease y le perdió el miedo a estar con la mujer de sus sueños. En esos clubes es muy común que después del show puedas acceder a tener algún tipo de encuentro gratuito con una performer. Su escuela fue la pornografía y alguna que otra vez pagó para estar con una trabajadora sexual. Tuvo novias, claro. Pero el sexo con una novia es distinto, reflexiona Maxi: “con una novia no voy a tener el mismo encuentro que con una mujer que se dedica a eso, no puedo exigirle a una novia que se mueva, intuya o se desinhiba como una persona que sí”.

Esa noche de julio, entre las treinta personas que estaban ahí, nadie pudo. Excepto Maxi. Fue el único que aceptó la demanda de Jesy. Porque en la relación de poder entre los dioses y los mortales hay una demanda, la diosa le exige al mortal que no tiemble, que no tenga miedo. Y Maxi lleva años de experiencia en eso. 

Las noches siendo un adolescente en los clubes le dieron las herramientas para distinguirse del resto, para poder. Recuerda esa noche como una de las más intensas e importantes de toda su vida. “Yo pensaba muchas cosas, no voy a rendir, no voy a durar… nada de eso pasó, fue todo orgánico, más orgánico y natural de lo que uno puede imaginar”.

Respecto a esto, Jesy no hace distinciones. Se entrega y le da el mismo cariño a un seguidor que a una persona que está conociendo afectivamente. ¿Es siempre así? No. De brechas y reglas está hecha la vida. Muchas trabajadoras sexuales no besan a sus clientes, no acarician, no hacen el amor. Ella no distingue, “no me sale ser de otra manera”, dice. 

Y ahí la sorpresa: tuvo encuentros alucinantes con personas con las cuales nunca se hubiera imaginado que podía estar. Pienso en Sodoma y en los pecados, pienso en que quizás Dios es el pecador y quienes se entregan son los verdaderos santos. 

Ella dice que tanto el sexo como el espíritu son energías afines, que no están separadas la una de la otra. Y que antes de esta nueva concepción era la típica “se la chupo, me la chupa, cojemos. En tantra no todo el sexo esta genitalizado, descubrir el placer en los pies, las caricias, en la respiración, en estar en el cuerpo y no en la mente, en no romantizar las fantasías.

La nota que comenzó con un video que se viralizó no fue únicamente la de un show erótico en un espacio público sino también la de la verdad escondida detrás del suceso: Jesy quebró la fantasía de la súper estrella porno. ¿Estar con sus seguidores es una manera de pecar o una manera de hacer verídico el milagro? 

Jesy traspasó la pantalla, eso es una verdad. ¿Pero qué pasa en el mientras tanto de la pantalla? ¿Puede haber incomodidad en una videollamada con un cliente? Que el trabajo sea virtual, ¿lo hace más seguro? ¿Por qué se cree que es más liviano hacer un video personalizado que tener un encuentro carnal? 

Le pregunté a Jesy si alguna vez se había sentido incómoda. Y sí:  “una vez en una videollamada un chabón me pidió que bardee a la esposa, que le diga que ella no tiene tetas y yo sí… Fue horrible, no la conozco pero… qué feo que le caliente eso. El mundo de los fetiches es un mundo aparte, pero yo no me sentí cómoda”. 

La virtualidad genera lejanía, enaltece u oculta. Según el plano que se use lo que es grande puede verse gigante y, mediante la pose, se puede llegar a alcanzar ese ideal de belleza que se tanto se consume. 

Las redes sociales son una vidriera. Instagram se encarga de eliminar todo contenido explícito, pero las fotos con estilo boudoir son cada vez más. Sacarse fotos en ropa interior invita, sugiere, insinúa. No hace falta ser trabajadora sexual para subir las mismas fotos con las cuales se publicitan las trabajadoras sexuales. ¿Aumenta la autoestima sacarse una foto que se parezca a la que se sacan las actrices de la industria porno? 

La tecnología y el avance de las redes hicieron posible lo que antes era un privilegio de pocos. No es necesario que te contrate PlayBoy para jugar a ser una conejita. ¿Esa estética es un sinónimo de empoderamiento femenino? 

Son cada vez más las mujeres y disidencias que dejan sus trabajos formales para vender contenido, pero, ¿es para cualquiera? Muchas chicas dan cursos para incursionar en este negocio que se suele asociar a una vida de lujos, dólares, hoteles cinco estrellas y viajes en avión. ¿Disney World? ¿O será una trampa para pagarlo, mirar ese mundo y transformarse en estatua de sal? 

Los cursos parecieran estafas piramidales en las cuales solo se necesita un buen celular, lencería y saber lo mínimo de inglés. Conversé con varias mujeres frustradas por no poder hacerlo ya que el nivel de exposición es alto y la cantidad de tiempo que se requiere es mucho. Si bien es dinero rápido, no es dinero sencillo. La plata fácil no existe. A Jesy le llevó un trabajo espiritual llegar a donde está. 

¿Es necesario tener un cuerpo hegemónico para triunfar en la venta de contenido? De gustos, morbos y fetiches se hicieron estas plataformas. Los compradores de contenido no buscan la belleza que las redes sociales incentivan. Quizás, lo que buscan, es la interacción con un otro que acalle la soledad. 

Ejercer el trabajo sexual es una forma de ejercer un trabajo social, de suplir la desidia y la agonía que representa para muchas personas vincularse sexualmente. Jesy juega a mezclar mundos: arma su harén con fotos y videos, después da la ubicación y el horario para que puedan verla. Rompe con la pantalla. Rompe con los otros mundos. 

A Maxi le genera curiosidad pensar en el momento cuando lo inalcanzable se vuelve alcanzable y lo divino, humano. “Te enaltece, te eleva la confianza, yo me sentí muy bien cuando estuve con ella, me sentí muy bien cuando ella me dio a entender que estaba todo bien”

¿Y cuál es la fantasía de Jesy? ¿Cuál es el fetiche de la super estrella? Le excita pensarse con una pareja estable teniendo una relación sana. A la soledad infinita la seduce lo prohibido. Uganda incita a pecar, a conocer la verdadera historia de Maria Magdalena. 

Nos vemos la próxima. 

¿Cuándo llego?

¿Cómo estás vos, amiga lejana, amigo desconocido?

El lunes pone otra vez sus pies en la ciudad y nos obliga a la rutina. Ir de un lado a otro para ganarnos el mango. Encerrarnos durante largas horas para hacer lo mismo.

Tengo que escribir una nota sobre Uganda. Y si soy sincero, te confieso que nada puedo decirte que vos no sepas. Es más, todo lo que dije en mis escritos se lo escuché a otros. ¿Eso es ser periodista? Creo que sí.

Ahora que acabo de bajarme del 103 Rojo y camino por el viejo puente que atraviesa el boulevard Rondeau uniendo la Plaza Alberdi de lado a lado, al fin me saco de encima la carga de las obligaciones. Al menos por un rato.

Escribir sobre los colectivos. Escribir sobre el transporte público. Contar la vida de todos los días de la mayoría de los ugandeses. ¿Vos estás arriba de un colectivo? ¿Nos cruzaremos y reconoceremos alguna vez?

El kiosco-bar de la Plaza Alberdi es un sucucho de cemento, con paredes vidriadas desde el metro y medio hasta el techo. Tiene una barra con un par de banquetas hacia el lado de la plaza, y algunas mesas desplegables. En una de ellas dos tipos grandes toman café y en otra una señora repasa los números de la quiniela.

En los ochenta, me contaron, el lugar se llenaba de madrugada. Los vecinos que laburaban en el Cordón Industrial desayunaban, todavía a oscuras, y luego cruzaban a esperar el colectivo que los llevaba a destino. Con el menemismo esa vida se terminó y hoy la postal es igual a la que se ve, en esas horas, en todas las paradas: esquinas vacías.

¿Cómo será este lugar en un futuro? ¿Qué hábitos y personajes tendrán los paisajes que nos esperan en pocos-bastantes-muchos años después? ¿Seguiremos dedicándole nuestro tiempo al celular? ¿Seguiremos moviéndonos por la ciudad?

***

—Flaco, te tenés que bajar… —me despertó el chofer y se bajó a mear en un árbol que había a metros de donde estacionó. La imagen del interior del colectivo me golpeó: tan oscuro, tan vacío…

—Me quedé dormido, déjame volver que voy acá nomás, unas cuadras pasando Circunvalación —dije tras bajar a la calle y mear también en ese arbolito que, al parecer, era el baño que los choferes adoptaron en esa punta de línea.

—Dale, tranquilo —aceptó y encendió un pucho.

Supuse que estaba en Granadero Baigorria porque el frente del bondi decía 143 Negro — sabía que esa línea llegaba hasta ahí—. Nos encontrábamos en un descampado y el cielo enorme y negro caía sobre mis ojos y se resbala sobre el paisaje que me rodeaba.

A los cinco minutos partimos. Dos o tres cuadras después, en la hilera de asientos del fondo, encendí un cigarrillo que fumé maravillado. Era un borracho pelotudo de diecisiete años. Y hacía ese tipo de idioteces que me hacían sentir bien. La madrugada, del otro lado del vidrio, era casi mía, si solo sacaba la mano para tocarla…

***

La parada de la Plaza Alberdi está pegada al kiosco-bar. Una misma estructura de cemento contiene una y otra cosa. Ya no le quedan vidrios, solo se ve un esqueleto de hierro algo oxidado. Hay afiches de paseadores de perros y de cuidadores de ancianos. El cartel eléctrico que avisa frecuencias y llegadas no funciona. Lástima que me tengo que ir. Entregué los borradores corregidos de una novela (un trabajo que me encargaron) y ahora tengo que volver al centro. A seguir. Como todos. Seguir, seguir, seguir. Y sí, es lunes. Debería parecerme normal, pero me cuesta la vida adulta. Es lunes. Hay que seguir.

***

Temprano, dormido, flotando en la sombra del día que está comenzando, espero todas las mañanas el 122 en San Nicolás y Pellegrini. Viene uno atrás de otro y, salvo excepciones, llega lleno o rebalsado. Los años del secundario —2003-2008— y los años de trabajo de oficina —2012-2014— tomé colectivos a las 7 AM. Siempre tuve la misma impresión: subir al coche y sentirme observado por los pasajeros, cuyas miradas, desfiguradas por el sueño y el aturdimiento, parecían de todos modos clavarse con agudeza en el mundo que los rodeaba.

Hoy mi horario es el mismo, pero lo que veo es otra cosa: desidia y paciencia. No sé si soy yo o es lo que logra el amontonamiento. ¿Cómo saber?

Desde el suroeste profundo, el 122 busca a las barriadas y las acerca a los distintos puntos de la ciudad. Lleva al que vive en un hogar cristiano y carga con los canastos de galletitas que sale a vender, en la calle y en los mismos colectivos. Y lleva a la secretaria rubia que se maquilla en el asiento que consigue o de pie, todavía dormida. Lleva al que vende escobas y palanganas, trapos y baldes. Y lleva a la vieja que sube a los gritos en Córdoba y Ovidio Lagos, retando a los pasajeros que se amuchan adelante y no ocupan los lugares de atrás. Aunque grita demasiado, la pobre vieja tiene razón.

***

Quizás los viste, son dos. Una canta y toca el rayador. El otro le da al acordeón. Suelo cruzarlos en el 122, en las primeras horas de la tarde, cuando salgo de trabajar. Tocan temas de cumbia romántica que le cantan al amor perdido. Temas tristes que te golpean de alegría.

La primera vez que escuché Dame una oportunidad de Freddy y Los Solares, fue por ellos. El dúo se subió a la altura de Santa Fe y Oroño y se bajó en la terminal. Durante meses puse esa canción en el celular. Todavía hacía efecto la inyección de vitalidad que me brindaron aquel mediodía: “En un barco de papel/Se me fue la ilusión”, escuchaba y me conmovía.

Otra vez tocaron A decirme qué de Los Lirios. Arrancaron en la Facultad de Medicina y terminaron en Caferatta y Pellegrini, donde bajé yo. A uno de ellos les pedí el número de teléfono para entrevistarlos, pero lo anoté mal y no los volví a ver (si los conocés, por favor, pasame el contacto).

Sus interpretaciones me despegaron siempre de mi aburrimiento. Me hicieron sobrevolar mis rutinas como si al fin, por un instante, pudiera quebrar el hartazgo de los momentos muertos del día, que son tantos.

***

Estoy volviendo al centro en un 107. Viajar sentado me tranquiliza: ¡qué choto estoy! Pelotudeo con el celular y apunto estas líneas, que al rato me veré en el apuro de aumentar-corregir-borrar. Llego a la terminal. La punta de la torre del edificio es una suerte de jeringa, una aguja que une el cielo con el cemento de la ciudad.

Me toca combinar líneas y espero el siguiente coche. Dos jóvenes predicadoras se acercan a la mujer que está a mi lado, una señora de ojos tristes, de unos cuarenta años, con olor a colonia y un vestido verde, floreado y curtido.

—Conocí La Palabra en el Suipacha, estuve internada por drogas —dice la señora, algo agitada—. Nadie me salvó, ni los médicos ni los asistentes, solo Él. Ahora tengo muchos problemas y me volví a acercar…

—¿A qué templo va?

—A ninguno—contesta y se pone a llorar—. Yo me pregunto: ¿por qué nos acordamos de Dios solo en los malos momentos?

Por metido, por escuchar lo que los otros hablan, mi colectivo se va.

***

Santa Fe y San Martín. Las baldosas de las veredas y el pavimento de las calles devolvían el calor que los rayos del sol le inyectaban a la ciudad. Era de esos días previos a navidad en que el centro es un quilombo y el tránsito estaba quieto, detenido como el reloj del banco abandonado que está en el sector noroeste de aquella cruz de asfalto. ¿Qué había en la otra cuadra: un embotellamiento, un piquete, un incendio, un atentado nuclear?

Aplastados pero de pie, amuchados en la poca sombra del techito de la parada o directamente al sol, esperábamos.

Minutos después —cinco, diez, cuarenta, ciento catorce—, al fin se abrió la canilla para que los autos-taxis-colectivos vuelvan a correr. Y ahí dobló, desde Maipú, nuestro ansiado 110. Venía a los apurones, tratando de recuperar los minutos perdidos. Y ahí vemos a un viejito flaco de huesos y flaco de carne, apenas una percha de sí mismo, que llega hacia la puerta de adelante dispuesto a bajarse, justo cuando el chofer apretaba el freno. ¿Cómo se puso en pie? No sé. ¿Cómo pudo avanzar si el colectivo se detenía bruscamente, empujando con su fuerza en sentido contrario a sus frágiles pasos? Es un misterio. Lo cierto es que llegó. Y que todas esas mujeres jóvenes, de los suburbios, con sus criaturas a cuestas o en cochecitos, lo salvaron. Rodeándolo con sus brazos y atajándolo. Porque el viejito había sido derrotado y se iba de geta al piso.

¿Dónde sucedió todo esto, en una película de neorrealismo italiano o en mi imaginación?

***

—Chicas, se nota que son cristianas ustedes. Esas caritas tan tranquilas… ojalá yo hubiera sido así de jovencita, así como son ustedes —se emociona la señora del vestido floreado.

Antes, las chicas le ofrecieron un abrazo. Ella lo aceptó y también las abrazó. Y les contó sus problemas económicos, su lucha para que el hijo consiga trabajo y la necesidad de vender unas máquinas que cortan tela para poder hacerse de unos pesos y lograr mudarse.

—Tengo un mes, me vence el contrato…

Mi colectivo, que también es el que toma la señora, esta vez no se me va a escapar.

—Que tenga un buen día, señora, y que Dios la bendiga —se despiden las chicas.

—Ya lo tuve —dice la señora llena de alegría—. Con esta charla ya empezó mi buen día.

***

El peor viaje de mi vida lo hice en un 122 el invierno pasado. Tres coches me dejaron pagando, y al cuarto, que tampoco me quiso parar, entré con lo justo por atrás. Bajaba una chica y me mandé de un salto, antes de que la puerta termine de cerrarse.

—No te das cuenta que estoy lleno, si aceleraba te mato —los gritos del chofer sobrevolaron las cabezas de los pasajeros, ya molesto por el apretujamiento.

—Viejo, hace media hora que me dejan de garpe, pierdo el trabajo —chillé tratando de poner a la gente a mi favor. La mitad estaba con él y la mitad conmigo.

A las dos cuadras, en un semáforo, una chica irrumpió por la escalera delantera tras el descenso de un pasajero. Antes que el chofer logre frenarla estalló en un llanto:

—¡Tres coches pasaron, tres! —dijo y siguió llorando. Llevaba ropa formal. Parecía empleada de alguna oficina o comercio de cierto nivel.

—No es mi culpa, yo te llevo, pero ¿no ves que no entra más nadie? —respondió el chofer, quebrado, ahora sí, por la situación.

Hoy, el viaje inicial del lunes estuvo un poco mejor: fui parado pero no apretado.

***

Voy en un 141 y dejó atrás los papeles de mi memoria a los que recurrí para armar lo que estás leyendo. En Instagram, antes de bajarme, encuentro un meme que habla por mí: “El ser humano nace bueno, es el transporte público quien lo corrompe”.

Nos vemos la próxima. En un colectivo, sobre la barranca del río, en tu barrio o donde lo quiera nuestra maldita ciudad.

Dibu Martínez hace terapia

Muy buen lunes. Nos remontamos a un par de semanas atrás. 

Termina el segundo partido de la selección argentina en Qatar. Acabamos de ganarle a México. Un dos a cero que fue como una cantimplora de agua helada en el desierto.

El verbo escrito en plural me hace pensar en algo: ¿Somos plural en la victoria y en la derrota? En el entretiempo dejamos las uñas en paz un rato. Nos aferramos como sea a ese momento en el que aún todo podía suceder. Lo malo y lo bueno. Como estar al borde del abismo. Una amiga, víctima del estrés habitual en todo estudiante en estos tiempos de finales, me dice: “Si yo estoy sufriendo así por tener que presentarme a una mesa de examen no quiero pensar en ellos que tienen a millones en todo el mundo esperando que los hagan felices”

Casi sin querer nuestro arquero, el que junto con otros nos sostuvo en ese abismo, comentó a un movilero que había tenido que hablar mucho con su psicólogo porque después de los dos goles de Arabia Saudita había quedado mal.

Rápidamente las redes sociales replicaron la frase del Dibu. De repente, una de las personas mas importantes del país en este momento y encima hombre, había dicho que iba a terapia. Y así, miles de personas se sintieron avaladas en su demanda, multiplicando los “viste que tenés que hacer terapia”.

Pero, ¿todos pueden? 

En una reunión con promotoras de género comentan que en los centros de salud barriales es imposible conseguir un turno para un psicólogo. Que te dan solo uno por mes y que se trata de sesiones de media hora. Es decir, quienes no pueden pagar la terapia, difícilmente pueden acceder a ella.

Argentina es el país que un estudio realizado en 2018 lo posicionó en lo más alto del ranking de personas psicoanalizadas. También tiene la mayor cantidad de psicólogos per cápita. La palabra “ansiedad” lidera en buscadores de la post pandemia. Así y todo, una sesión de terapia oscila entre los 2000 y los 2500 pesos. ¿Quiénes son los que acceden? Ahora que la salud mental está en agenda porque La Scaloneta la hace entrar al campo de juego, quizás sea hora de hacer entrar a otros jugadores: a les militantes de la salud mental popular de Casa Pueblo.

Maira me responde con respuestas elaboradas y extensas. No nos vimos, hablamos por WhatsApp. Veo como se prende la pantalla del celular con cada mensaje.

Es sábado a las nueve de la noche. Yo estoy esperando que toque La Renga. Ella, en la previa del Festival de Casa Pueblo que el día posterior deslumbrará en el parque Alem. ¿De la salud mental de los militantes quién habla?, pienso. No paran de trabajar nunca. Le pregunto sobre Casa Pueblo, los espacios de atención y acompañamiento comunitario que fueron abriéndose en los últimos años bajo la órbita del Movimiento Evita. Por ahora cuentan con 73 casas en todo el país. 

Hablo con Maira Cisterna, la Directora de Casa Pueblo en Rosario y con la psicóloga Sofía Chapot y el equipo de Casa Pueblo de San Lorenzo. Me intriga cómo empezar a desandar la denominación de popular que incluyen a la hora de hablar de salud mental

“El acceso a la salud y a las terapias se ve coartado en los barrios populares, hay un modelo de salud hegemónica que no tiene en cuenta las distintas problemáticas que atraviesan los territorios. El Estado pone pocos profesionales y con cantidad de horas insuficientes para la población. Pagar para una terapia psicológica es algo que está pensado para la clase media”, es una de las primeras cosas que me dice Maira. 

Argumentan además que: “Hablamos de salud mental popular porque entendemos que nuestros dispositivos no pueden ignorar las distintas problemáticas que atraviesan les pibes en el territorio. Nos paramos en un paradigma que tiene que ver con tareas de cuidado y reducción de daños. Articulamos para construir comunidad”.

Les consulto qué es de lo que más se habla, qué es lo que ven en los abordajes que hacen en éstos dos territorios distintos pero que al mismo tiempo comparten algo. Porque si bien en los índices de búsqueda, al argentino promedio le preocupa la ansiedad, quizás en los sectores populares las dolencias son afectadas por otros aspectos.

Desde Rosario, Maira me dice: “La violencia en los sectores populares está a la orden del día, son distintas las vivencias en un barrio de la periferia que en el centro de la ciudad. En el abordaje de los consumos problemáticos, tenemos en cuenta sujeto, contexto y sustancia y es a partir de ahí que se construye el acompañamiento. Cada casa cuenta con un equipo interdisciplinario.

Por su parte, Chapot aporta: “En esta configuración actual de diversos malestares y de profundas desigualdades psicosociales, creemos que es fundamental reflexionar sobre una salud mental que suponga resistencia y lucha, que devenga comunitaria y popular; con plena participación de los usuarios/as, quienes tienen que incluirse necesariamente en las acciones y decisiones que los afecten directamente”.

«Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados», dijo el Papa Francisco en medio de la pandemia. “Al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente».

En Pichincha, en una de sus calles más transitadas, hay una pintada que dice: Terapia junto a un corazón. En los barrios populares, no se grafitea esa palabra. Pero en algunos, se traduce en “potrero”, “amigos”, “familia”, “comunidad”. Y también ahora “Casa Pueblo”.

Reflexiono sobre esto. En las mesas que he compartido este año con amistades y colegas, la palabra terapia sobrevoló más de lo habitual. Y también registro que se ha comenzado a hablar en otros espacios, convirtiéndose en una demanda cada vez mayor. Para bregar por un derecho, primero hay que reconocer la necesidad. ¿En todos lados se reconoce a la terapia como algo necesario para salir? Quizás hay que aprovechar el momento en el que el arquero de la selección argentina la reconoce como necesaria para no caer en la trampa de la derrota.

Volviendo a Francisco. El “Nadie se salva solo” con la pandemia se convirtió, además, en un motivo de comunión y una motivación para seguir construyendo desde lo colectivo.

“Lo comunitario es fundamental para que una persona pueda desarrollarse plenamente, ya que sin la construcción de lazos vinculares no se puede concebir prácticamente nada”, expresa el equipo de Casa Pueblo de San Lorenzo. «Nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes, corrientemente olvidadas, que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show, pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia», decía el Papa al final de ese discurso.

Eso intenté hacer en Uganda. Contar las historias de aquellas personas que tejen y sostienen. Que preparan la cancha, para que cuando sea el momento, podamos transformarlo todo, o al menos algo. Así como el Dibu se apoya en su psicólogo, así como el equipo se apoya en Messi, así como todos nos apoyamos en esa ilusión. Todos necesitamos a alguien a quien llamar para contarle nuestras suerte o nuestra desgracia. En la victoria y en la derrota.

Nos vemos la próxima, cuidense.

Del mundo mundial

Buen lunes. Espero que estés teniendo un buen lunes. Entre el fin de semana largo, la lluvia y el arranque del Mundial.

Durante el del 2006 pegábamos faso en la zona de Grandoli y Gutiérrez, a la vuelta del famoso tanque que corona la postal de la zona y que aloja, a sus pies, un destacamento policial.

Nos atendía un petiso grandote apodado el Gordo, de ojos criollos y achinados. El tatuaje de una telaraña se expandía en su torso —por lo general desnudo— y le quitaba protagonismo al resto de sus tintas. Todavía no había bunkers. Trabajaba en lo que parecía haber sido un almacén, una suerte de habitación vacía con un mostrador desnudo y, en el vidrio de la ventana enrejada, un desteñido cartel de chicle Cowboy.

La puerta sí estaba fortificada con varios candados, pero se cerraba desde adentro. Íbamos al mediodía o a la tarde. Esa mañana, soleada para la ocasión, el kiosco del puntero era una fiesta. Desde la habitación de atrás, donde te cortaba los bochas de 5, 10 o 25 y de la que solo se escuchaban los ruidos de las cintas empaquetando los pedidos, esta vez llegaban las voces del jolgorio. ¿La caravana venía de anoche? ¿O recién se iniciaba?

El tono ronco y chispeante de la charla parecía subir al techo, bajar y alimentarse a sí mismo con el correr de los segundos. No era un día más. En unas horas jugaba Argentina y el kiosco del Gordo era una fiesta.

¿Contra quién jugábamos? No me acuerdo. Lo que sí conservo con claridad es la imagen del patrullero pasando por delante nuestro, mientras el Gordo nos despedía. Los canas saludaban de reojo al puntero y nosotros aguantábamos una espantosa paranoia que, una vez concluido el asunto, se trasformó en éxtasis.

Teníamos fasos y la tarde libre, jugaba nuestra querida selección y la ciudad había decidido olvidarse por un rato de sus problemas, de sus rencores y sus quilombos.  

Por calle Urquiza, desde San Martín hasta Mitre, nos arrastramos despacio con el partido ya empezado. Íbamos por el medio de la calle, vacía de autos, vacía de motos y vacía de bicicletas, dueña de un silencio que la volvía un lugar de ensueños. Las ventanas de los departamentos estaban abiertas —quizás no, pero es lo que recuerdo— y desde abajo veíamos a sus habitantes frente al televisor, conectados, en comunión, esperando el gol.

“Uuuuuuuuhhhhhh…”, se escuchó de golpe, y nos estremecimos de ansiedad. ¿Cómo mierda se nos había hecho tarde? ¿Y si en vez de ir de Adrián nos metíamos en el primer bar que se nos cruzaba?

“Uuuuuuuuhhhhhh…”, volvió a sentirse, y Francisco disparó:

—Chicos, es cinematográfico esto. ¿Se dan cuenta? Tenemos que conseguir una cámara para el partido que viene…

—¿Qué decís, mogólico? —le contestó Iván, enojado con el grupo por el retraso. Era el más cinéfilo de todos, pero también el más futbolero, y pensar en ese momento en Roman Polansky o Martín Scorsesce, nuestros ídolos, le parecía una pelotudez.

¿Aquella caminata fue la continuación de la visita al gordo? Se me mezclan las tardes, las anécdotas y los delirios adolescentes que nos atrapaban. Sé que antes de llegar a nuestro destino Argentina ya iba ganando y eso calmó las ansiedades y los ánimos.

—¿Qué te pasa, qué hacés? —le preguntó Adrián a Francisco, al verlo asomado por el balcón de un primer piso que daba a Mitre. 

—Estoy observando, boludo. Observando. Acaba de pasar un colectivo vacío, y el chofer iba despacito, con la radio pegada a la oreja, levantaba la cabeza hacia los costados como buscando un televisor… 

Ahora no fumo ni en pedo, le doy dos pitadas a un faso y durante horas lo único que hago es escaparme de las ideas desgraciadas que me persiguen desde que el humo intercepta los cables de mi pensamiento. Pero en esos años disfrutaba de la marihuana. Me volvía un ser contemplativo.

La Buena Medida todavía no había sido remodelada y sus mesas eran uno de los tantos lugares a los que íbamos a leer y a espiar la vida adulta de la ciudad —una vida que era ya desplazada por nuevas costumbres—.

Jugábamos un partido de la primera ronda y el bar había cambiado su disposición. Básicamente: las mesas se amontonaron contra una punta y las sillas en un círculo que rodeaba al televisor, a fin de optimizar la visión. Habría 40 personas en ronda, agrupadas en unos pocos metros, y el resto del bar se veía vacío de muebles y de gente.

Yo llegué sobre la hora, fumadísimo. Serían las diez de la mañana. Mis amigos estaban ubicados privilegiadamente en las sillas y decidí acodarme en la barra, flotando en ese estado casi alucinógeno al que muy rara vez —pero con la fuerza de una trompada— te lleva la marihuana.

Veía los movimientos de los espectadores en cámara lenta o, mejor dicho, llegaban a mí gritos, movimientos de brazos, el ruido de una silla que chirriaba contra el piso, y entre los estímulos visuales y auditivos y las palabras que debían nombrarlos y darle forma, había uno o dos segundos de distancia.

Hicimos un gol y el estruendo de los festejos, que tiro varia sillas para tras, producto de los saltos y los brincos, hizo que me largue a llorar. No fue miedo ni emoción, más bien una extraña avalancha de percepciones apenas sostenidas en la idea de que la selección la había embocado.

Unos minutos después terminé la Pepsi que había pedido, y el azúcar y todas las otras cosas que le ponen a las gaseosas y que ni idea que son, me normalizaron. Ese día ganamos y fuimos a mirar el río, tras encarar por Rioja al bajo,  y mientras encendíamos el tercer faso, hablábamos de lo gloriosa que es la Argentina.

¿Quién no recuerda dónde estaba y qué hacía mientras murió Maradona? Los hechos que conmuevan a las mayorías siempre te encuentran a vos por ahí, haciendo tu vida. Y un mundial nunca es un mundial más.

Podés haber visto cualquiera de los partidos importantes mientras comías un asado con tu familia o te ponías en pedo con tus amigos, hacías una pausa en el laburo o te ibas  a un bar y te hermanabas con el prójimo desconocido. Van a pasar cuarenta años y te vas a acordar dónde estabas y hasta lo que sentiste.

Todavía me interpela el silencio que nos envolvió a mi abuelo y a mí en la eliminación de Japón 2002 —la traición de algunos que todavía hoy dan vueltas por el fútbol, es algo que supe después—.

Aquella madrugada, que continuó con un rápido sueño y la ida al colegio, porque jugamos a mitad de la noche, fue de mucha tristeza. ¿Perder así? ¿Nosotros? Luego almorzamos juntos al mediodía y hablamos con mucha gravedad del tema. El con sus setenta años y yo con mis doce.

El Loco Mastrocola, un amigo más grande, siempre me cuenta la misma historia: la del día que Argentina, con el gol de Cani tras la gambeta de Diego, le convirtió a Brasil en Italia, en 1990.

Mastrocola y sus amigos habían salido la noche anterior, temprano, para acostarse y poder dormir al menos algunas horas, pero siguieron de largo y terminaron en un bodegón que había bajado las persianas, ya que la familia que lo manejaba ocupó sus mesas y solo le dio lugar a los clientes más fieles.

Así que se pidieron unas cervezas y se quedaron tranquilos, papeados y borrachos, tratando de no llamar la atención… y con la percepción endemoniada por la cocaína, advirtieron, sin embargo, que la cosa se iba poniendo espesa: no eran los únicos que estaban de pala, y la bronca que había entre dos ramas de primos empezó a hacer notar cada vez más.

El bar era de esos bares de burros y billar; y las ventanas cerradas, los vasos que “por un error” caían al piso y se estrellaban, las puteadas al árbitro y las indirectas familiares condimentaban la escena.  

“Termina y arreglamos lo que me debés”, dice Mastrocola que dijo uno, y que el destinatario del mensaje respondió abriéndose la camisa, quedándose en cuero y frotándose las manos con fuerza.

“Mirá que no sale nadie, acá sea cómo sea la cosa se resuelve”, atinó a decir quien parecía el capo familiar; dado el grado de quilombo interno, ordenaba que la cosa, sino quedaba otra, se arreglara a los cuchillazos.

¿Cuchillazos? Hoy día parece algo entre inocente y prehistórico, una brutalidad que puede costar una vida porque que es eso, una brutalidad, pero que nada tiene que ver con la fría y fantasmal manera de matar y morir que se instaló en Uganda en los últimos diez años. 

“¡La concha de la lora, es Dios, es Dios, la puta madre! Viejita, es Dios…”,  irrumpió de golpe, y de forma polifónica, la larga mesa familiar, cuando en esa jugada inmortal el  Diego bailó a los brazucas.

“GOOOOOOOOOOOOOOOOLLLLLLLLLL, brasileros hijos de mil puta, GOOOOOOOOOOOOOOOOLLLLLLLLLL”, se escuchó al instante tras el tanto del Cani, y la tensión de los córneres y las llegadas al arco, las gambetas y los segundos largos que hacen a los partidos importantes, se transformaron en alegría y expectativa.

¿Existe ese bar hoy? No. Está cerrado y probablemente levanten en su lugar una torre de departamentos. Una vez fui, por el año 2014, y ya casi no tenía clientes.

Pero volvamos a nuestra historia: cuando el árbitro finalizó el partido y la celeste y blanca, otra vez, llenaba de alegría el castigado pecho de los argentinos, los primos se levantaron de un salto llenos de júbilo. Y en un abrazo prolongado, llorando, se dijeron lo mucho que se querían, y las persianas se alzaron y la luz de la tarde los envolvió a cada uno de ellos.

El bar se pagó una ronda de cerveza para  los presentes —incluidos Mastrocola y sus amigos—, y todos, todos, todos, lagrimearon como nenes por ese mágico gol que, supongo, en algún lugar del cosmos todavía sigue sucediendo en tiempo presente, haciéndonos sentir vivos… con todo en contra nuestro, vivos.

Progresismo putarraco

Buen feriado. 

Hoy vamos a hablar del progresismo, sobre cuya entronización y tiranía se conversa ávidamente en bares y redes sociales. 

No se trata de una autopsia: aunque agonizante, el progresismo no ha bajado aún a la tumba. Lo que realizaremos, en la siesta temprana de hoy, va a ser su biopsia. O, para referirlo en el intricado lenguaje de espejos que se ha inventado este monstruo, lo que haremos será su deconstrucción. 

Lo progre nace, como Minerva, de un estado de la mente. Que se encuentra en las 95 tesis de Lutero y en la conferencia de Bretton Woods. En julio de 1789 y en mayo de 1968. En Thoreau y Obama. En Rivadavia y Rodríguez Larretta.

Sólo en Occidente puede existir. Porque sólo acá existe la idea de un antes y un después. 

El progresismo, su nombre lo dice, reivindica que hoy estamos mejor que ayer pero peor que mañana. Es una concepción de mundo evolucionista, donde naturalmente triunfan los más aptos. Por eso no se interesa en discutir las estructuras hondantes de la realidad: las da por sentadas. Y sencillamente se dedica, como la TVA en la serie Loki, a vigilar que nada altere el normal flujo del tiempo.  

El catolicismo, el marxismo y nihilismo individualista también creen en la continuidad de la Historia. Pero su modelo se asemeja más a una espiral. Que se re-cicla, que tiene avances y retrocesos. Y que tendrá por fin un fin, dado por un hecho vertical, ahistórico: la Segunda Venida del Cristo, el triunfo del proletariado, la interrupción de la actividad cerebral. 

Para el progresista, en cambio, los hechos se dan en una línea que transcurre, horizontal e infinita, hacia adelante. Niega así el sentido trágico, agónico, de la realidad. Y como no puede esconder el sol con las manos, se tapa los ojos. 

Probá ahora, lector, cerrar los tuyos. Apretá tus párpados con la yema de los dedos. Vas a ver a figuras dibujándose en la negrura. Manchas informes escurriéndose. Algunas, incluso, de singular belleza. Pero inexistentes. 

Ahora abrí los ojos.

Unas semanas atrás se realizó la Feria del Libro en Uganda. Alfombras rojas recibieron visitantes de todas partes. Escritores, libreros, editoriales y ganapanes de la cultura pudieron mostrar lo suyo. Fue un lindo evento, que la ciudad, asediada por balas y humo, necesitaba. Pero hubo una ausencia. 

El Cazador del Libro es una librería local que funciona de nodo de pequeñas y medianas editoriales catalogadas ambiguamente de derecha. Su dueño, Carlos Bukovac, fue forjando en el último tiempo una sólida y creciente clientela entre distintos vectores ugandeses. Por eso decidió participar de la Feria.

Como no le terminaban de cerrar los números, se reunió con dirigentes del Partido Vida y Familia, que le propusieron organizar, dentro del marco de la Feria, la presentación de distintos libros. Entre ellos el de Javier Milei. Los eventos garantizarían el flujo de gente y ventas para cubrir los costos que representaba el stand. Carlos aceptó gustoso.

Pero le fue imposible inscribirse. Le dieron mil vueltas hasta que llegó el ”disculpe pero no hay más lugar”

Era, claro, una mentira. El día antes de la inauguración el director de la Biblioteca Argentina -y articulador del emprendimiento público privado que significó la Feria- se ufanó de haber vetado a El Cazador por ofrecer libros en contra del aborto: “hay cosas que atrasan”.

Bukovac no se quedó cruzado de brazos. Organizó una contra feria: la Primera Feria del Libro Católico de Rosario.Me invitó a presentar mi última novela y ahí estuve. Éramos unas quinientas personas. Poca cosa si comparamos con las cien mil que asistieron a la feria “oficial”. Pero nada desdeñable teniendo en cuenta que “la católica” duró un solo día, que la organización y difusión del evento fue artesanal, casi boca en boca, y que Milei, claramente, no asistió.

Hace menos de diez años, a estas actividades disidentes eran organizadas por otros sectores. Recordemos la valiosísima experiencia de la FLIA en nuestra ciudad. En 2013 la contracultura ugandesa se encarnaba en Ioshua Belmonte recitando sus poemas de amor. En 2022 lo hace en la hermana Marie de la Saggesse, que cuenta sobre la pasión de Juana de Arco.

¿Qué pasó en el medio? Cuando termina la charla de la monja, me tomo un café con Nicolás Mayoraz, presidente del bloque Vida y Familia de la Cámara de Diputados de Santa Fe, para tratar de dilucidarlo.

—El progresismo parece haber llegado a una fase histórica histérica. Donde todo lo que se corra mínimamente de su línea, representa una amenaza y hay que borrarla.

—Para el progresismo siempre valieron todas las ideas, menos las que plantean que existe una verdad. Es una dictadura del relativismo. Eso explica lo que se llama cultura de la cancelación.  

—No sería llamativo si no fuera porque la pluralidad es uno de los valores que se dice sostener. 

—Eso es lo perverso. Es peor que 1984 de Orwell: es un disparate. Imaginate sacar pecho por dejar afuera a alguien de una feria de libros. No se animan a prenderlos fuego y por eso los esconden. 

—Integran sólo lo que conviene.

—A lo que no les representa riesgo, porque es algo de dos o tres. Mirá si no nuestro caso. Las ideas que sostiene mi partido tuvieron una ventana que se abrió con el debate del aborto en 2018. El establishment lo daba como una posición marginal, y por eso nos legitimaron, nos dieron voz. Les salió mal, y cuando se dieron cuenta que éramos más de lo que creían, nos quisieron borrar del mapa. Pero no nos pueden callar y ahora no saben qué hacer con nosotros, dónde ponernos.

—¿Eso explicaría que, como se dice, la rebeldía haya pasado a ser un patrimonio de la derecha?

-Los sectores de izquierda no pueden resolver una contradicción fundamental. Aceptaron sumarse al progresismo resignando viejas banderas. Pero no se puede combatir al Capital posicionándose al lado de Soros, Gates y la ONU. Hay un cierto facilismo. Se culpa a la gente por pensar lo que piensa y no se profundiza en el análisis de la realidad. Perón decía que hay dos clases de personas. Eso antes la izquierda, o parte de ella, lo entendía. Hoy se perdió en los pasillos relativistas. Y pasó a ser un lazarillo del globalismo.

El fragor de los días me hace olvidar estas reflexiones.

Ahora es domingo y son las elecciones en Brasil. Riego el patio mientras sigo el minuto a minuto por el celular. Los resultados no son los que se pronosticaban. En las redes sociales se encienden las alarmas.Empiezan a llover mensajes de gente desconcertada, enojada o atemorizada. El pueblo votando a la derecha: el Horror.

Mientras mojo los malvones, le doy vueltas al asunto. Banco a Lula, claro. Me gusta la idea de que un sindicalista gobierne. Donde sea. Pero volviendo a ver Segundo Turno, la miniserie ugandesa sobre el balotaje de 2018, entiendo por qué lo de Bolsonaro está lejos de ser una aventura de fin de semana. Doy gracias a Dios por no ser brasilero. 

Trato de pensar en otra cosa. Googleo precios de cubiertas para el auto. De ahí me pongo a leer una nota sobre el conflicto de los trabajadores del neumático, que encabezó el troskismo, y terminó con un acuerdo favorable para todas las partes. Entonces me acuerdo de mi charla con Mayoraz.

Le escribo a Irene Gamboa, referente del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS), para hablar sobre el tema. No tiene tiempo de juntarse porque está dedicada a organizar colectivos para el Encuentro Plurinacional de Mujeres. Así que intercambiamos audios de wasap.

—Vos te definís de izquierda, pero militantes del PS, de Ciudad Futura e incluso algunos del peronismo y el PRO también se definen así. ¿Cuál es la diferencia entre el troskismo y el progresismo?

—El progresismo, en tanto discute si hay más o menos mujeres en las delegaciones del FMI, no se merece el mote de izquierda. Ser de izquierda está ligado a valores que tienen que ver con distintas expresiones de la lucha de clases, que es la lucha de los trabajadores, las mujeres, las disidencias, los pueblos originarios. Mucha de estas peleas las compartimos con un montón de compañeros y compañeras que justifican el sistema capitalista.

—¿Qué pensás entonces cuando se le llama zurdos a los socialdemócratas? ¿No sentís que te roban algo que es de ustedes? 

—La derecha sube al ring al progresismo como una operación para omitir que la izquierda crece. Se le llama socialismo a planteos que no tienen que ver con valores colectivos, que buscan salidas individualistas, para bajarnos el precio. Pero no pueden hacerlo: en las últimas elecciones fuimos tercera fuerza a nivel nacional y vamos a seguir sumando. La victoria de los compañeros de SUTNA es un ejemplo. Los laburantes se dan cuenta que luchar sirve, y que los que defendemos sus derechos sin claudicaciones ni poniendo peros somos nosotros.

—El modo de producción cambió en los últimos treinta años, y los sectores que podemos llamar nacionales y populares todavía no le encontramos el agujero al mate. En ese campo, aparecen otros sectores a conducir los procesos que antes encabezaba el peronismo, porque tienen una respuesta prefabricada a la realidad. Y en política el que tiene la iniciativa, por más floja que sea, siempre se impone— me dice Mariano Romero. 

Me lo cruzo en una reunión de laburo y lo hago demorarse un rato para charlar. Romero es abogado y dirigente del Movimiento Evita. Acaba de publicar un libro: Las Válvulas de Escape, en el que bucea procesos de organización popular en la Argentina del siglo 21. Hablamos sobre el capítulo en el que analiza las políticas del progresismo en los últimos veinte años.

—Gran parte de estas iniciativas fallan porque toman a los sectores populares como un objeto y no como sujetos. La agenda del progresismo no es sólo agenda de minorías, como se quejan por ahí. Incluso, creo que reivindicar esos derechos no es algo negativo. Al contrario. Lo más grave que tiene el progresismo es su agenda económica. No da protagonismo a los sectores que dice representar. Esa visión de tutelar o cuidar a los humildes es una tontería. O directamente una cosa de malaleche.

—Pero eso lo hace todo el espectro político. 

 —Sí. En el tema de la inseguridad, por ejemplo, de un lado y del otro ven la misma imagen. En vez de seres malvados que hay que asesinar, los delincuentes son víctimas que hay que entender. Nadie parece interesado en analizar cómo el crimen atraviesa toda la pirámide social, ni en preguntarse por qué algunos que están en las mismas condiciones socioeconómicas no delinquen. Porque en una villa el 99,9% es laburante. Pero está invisibilizado. Conservadores y progresistas parten de la misma visión, y es porque no están entroncados en una base social de los sectores populares. Son una vanguardia iluminada de sectores medios y altos. 

—¿Qué hay de cierta en la idea de que los pobres se hicieron de derecha?

—La que se derechizó es la clase media, y no los sectores populares. Si vamos a los números, en los barrios más humildes de la ciudad gana el peronismo. Incluso cuando en la global pierde por goleada, en la villa sigue ganando. Los que se inclinan a la reacción son los sectores medios. Pero, una vez más, la culpa es de los pobres. 

Rumeo esta última frase, que me recuerda a una viñeta de Hor Lang. Se ve a un tipo fumando su pipa mientras un té se enfría al costado. Sobre la mesa hay pilas de libros, de esos escritos para nada. El hombrecito progresista se frota las sienes, lamentándose: Por dios, estos negros votan como el culo. No saben nada del goce.

Tipeo este mail. Bajo las luces de nuestra mesa de operaciones, está recostada la bestia que estamos deconstruyendo. Su cuerpo es etéreo, sus fluidos gaseosos. En su afán relativista, el progresismo se devoró a sí mismo y se volvió algo insondable. Su plasticidad es la clave de su éxito. Y también lo que lo perderá.

Es un bicho parecido a los Aliens de Ridley Scott. Se infiltra en todas las demás ideologías, toma lo que necesita de ellas, las hace mutar, y luego intenta eliminarlas.

Para los conservadores, se trata de un veneno inoculado por la sinarquía. A la vez que piden por favor, como cualquier adlátere de Open Society, por el derecho a la libertad de expresión. 

Para los marxistas, es parte del neoliberalismo individualista. Y enseguida empuñan las banderas de nuevos derechos civiles para la penúltima minoría.

Y para los peronistas, el progresismo es un problema. Que, contrario a su costumbre, en vez de resolver termina explicando.

Trato de darle un cierre a la nota. Pienso en mis amigos más furiosamente antiprogres. Los que se indignan ante cada resolución oficial que recomienda hablar con e. Todos vienen de familias de profesionales, que iban a ver Les Luthiers al teatro. En cambio, los que se encogen de hombros y dicen, confiados, ya pasará, son los que se criaron a VHS de Midachi. Mientras los padres se quedaban en la mesa haciendo números.

Se sabe: progresistas podemos ser todos, sólo hace falta darse cuenta.

República de la Secta

«Las personas captadas por sectas caen porque están teniendo un problema. Y suelen caer a través de alguien a quien le cuentan ese asunto, y que en vez de recomendarle ver un psiquiatra o algún profesional, le dicen: te voy a llevar a un lugar donde yo voy».

Al entrar a la Bella Nápoli encuentro a Sandro Galasso atacando un plato de sorrentinos con salsa bolognesa. Me siento junto a él y pido un bife con ensalada. Levanto la botella de vino Colón, que deja un círculo violeta sobre el hule del mantel. Lleno mi vaso. Miro en la tele de tubos que cuelga sobre la puerta. Cristina Kirchner lee a cámara un diálogo entre dos empresarios corruptos. Escancio. Alrededor, la gente ha terminado su almuerzo y se estira debajo de las mesas. Uno pide un café con un gesto. Llega mi plato. Galasso no ha detenido en ningún momento el flujo de palabras que desató tras mi saludo.

«Se piensa que alguien que entra en una secta es alguien ignorante, con poca cultura. Pero no es así. Hace poco tuvimos un caso en Córdoba, en Río Cuarto. Matrimonio de origen aristocrático, conformado por un hombre grande, que era médico, y la mujer ama de casa. El hijo es ingeniero agropecuario y la hija arquitecta. Mucho campo. Mucha guita. 

Son llevados por un amigo de la familia a casa de un charlatán que decía ver vidas pasadas. El tipo era un polígamo: vivía con cuatro, cinco mujeres, en un lugar que decía que era un templo. La socia principal era una de sus esposas, una mina que se hacía llamar Timei. Hacían sesiones espiritistas, y en uno de esos encuentros terminan captando bien captada a la arquitecta, a la hija de esta familia. Le hicieron creer que en su vida anterior había matado a su hijo. Que para pagar ese delito, para cambiar el karma, y que esto y que lo otro, le tenía que ceder la mitad de los campos de la familia al maestro. 

Ahí entramos nosotros. El doctor Navarro, que es un abogado experto en el tema, y yo, que soy detective privado. Nos contrata el hermano, que en una de las sesiones ya se había dado cuenta que el vidente era un chanta. Pero termina de convencerse cuando en el campo aparece un auto con cuatro o cinco tipos, y le preguntan a los peones: “¿qué tal acá? ¿cómo está rindiendo? Somos empleados del nuevo dueño”. Los peones llaman al ingeniero y este nos llama.

Empecé el trabajo investigativo. Hago una retrospección, voy juntando información dispersa, y determino que el tipo, el líder, había dejado un tendal de estafas en distintos pueblos. La búsqueda me hace llegar a la puerta de un caserón en barrio Jardín, de Córdoba Capital. Una vecina me dice que se escuchaban sollozos de la planta alta, los gritos de una chica joven.

Al mismo tiempo el doctor Navarro tenía todo listo y estaba presentando la denuncia contra el chanta y su mujer, la tal Timei. Lo llamo a Navarro y le digo que agregue que podría haber una persona en cautiverio. La policía nos dio bolilla y al otro día allanan la vivienda. Encuentran en una pieza a una nena de unos dieciséis años atada con cadenas, como si fuera un animal. No, ni a un animal se lo ata así. Ella era la que gritaba. Era hija de Timei, y la tenían encerrada ahí hacía años, con un cuadro de esquizofrenia galopante. 

Logramos que vayan todos en cana, que la familia recupere el campo. También pudimos hacer que la chica cautiva vaya a un lugar donde la contengan. Y logramos que la arquitecta sea desprogramada, que fue lo más difícil».

***

«Se llama desprogramación al proceso por el cual una persona que fue captada por una secta, y tiene el cerebro lavado, puede recuperar su propia mente y se da cuenta que fue estafada.

Existen herramientas técnicas para llevar a cabo este proceso, que es largo. Apurarlo sería un error. Hay puertas que no pueden abrirse a las patadas. Darse cuenta no le gusta a nadie. Creo que era Melville, o no sé si fue Twain, el que dijo que es más fácil engañar a alguien que convencerlo de que fue engañado

Por eso, no es para hacerme el canchero, pero por eso, la policía no es idónea en estos casos, y las familias nos buscan a nosotros. En el Estado no hay nadie preparado para investigar y atacar sectas, mucho menos para desprogramar gente captada. El que diga que sí, miente. La policía y la justicia entran recién una vez que nosotros tenemos todo el trabajo hecho, para poder tomar las medidas necesarias. Si es que se toman. 

Una vez en Mar del Plata, vamos a rescatar a una chica a la que le hicieron creer que estaba poseída por el diablo. Le hicieron firmar un boleto de compra y venta por su casa, y a ella la tenían como esclava. Lo que se llama penalmente reducción a la servidumbre. La tenían viviendo en un baño de tres por dos, limpiando, cocinando. Nosotros pudimos sustraer a la chica, y ayudamos a la familia con la desprogramación. Pero no logramos que las pruebas que reunimos sean consideradas. 

En casos así, la sensación que nos queda es agridulce. Porque el trabajo para el cual nos contrataron fue cumplido. Lo que no pudimos fue desarmar la secta. Los estafadores siguieron operando». 

Esta es la primera vez que lo entrevisto formalmente, pero conozco a Sandro Galasso desde hace varios años. Una tarde estábamos con Leandro Di Paolo pensando en notas para la revista Apología y surgió la idea de contar la vida de un detective privado. El problema es que no conocíamos a ninguno. Hicimos entonces lo que haría cualquier persona que ignora algo: abrimos el diario, buscamos un anuncio y marcamos el teléfono indicado. Quedamos en vernos en el bar Blanco. No fui al encuentro. Lean sí. Y volvió fascinado. Pegaron tanta onda que volvieron a juntarse. Esa no me la perdí. Hablamos hasta que nos echaron del buffet del Social Lux. A partir de ahí con Sandro establecimos una amistad típicamente ugandesa, basada en conversaciones sobre nuestros respectivos oficios, borracheras, chistes verdes y una mutua y deliberada omisión de temas demasiado personales.

«El coeficiente intelectual de los líderes sectarios es muy bajo. Son tipos ignorantes, que no tienen nociones de lógica, que son incapaces de pensamiento abstracto. Pero son vivos. Tienen una personalidad trastornada del tipo histriónica. 

En mi experiencia, diría que la mayoría son simplemente charlatanes. No persiguen otra cosa que el lucro. No se la creen, en principio, pero tienen el problema que tiene cualquier mentiroso: en un momento se compran su propio cuento. Después hay otros, menos del veinte por ciento, que de verdad son místicos. Quieren ser líderes, disfrutan con oprimir a alguien, con pisarle la cabeza. Son los más peligrosos, y por suerte son minoría. 

¿Qué fachadas usan? Cualquiera les puede servir. Hay distintos tipos de verso. La imagen que uno tiene es que son todos adoradores del diablo. Que todas las sectas son satánicas. Pero no es así. Hay sectas umbanda, hay sectas evangelistas, espiritistas. Hasta de algo tan inocuo como el yoga, como en el caso que está resonando ahora. 

Todas funcionan igual: trabajan la culpa, te van haciendo entrar en un círculo vicioso, a través de falsas promesas. Hagamos la de Mariano Grondona para que se entienda bien. Religión viene de religare, que significa unir. Secta es de sectare, que es cortar, aislar. Y eso a vos te deja ver cómo funcionan las sectas. Separan a la gente de todo su entorno. Para poder aprovecharse».

***

«Los Niños de Dios operaban como secta evangélica en grandes urbes. Iban mutando de nombres y lugar pero actuaban siempre igual. Captaban chicos o chicas muy pobres, y los movían de ciudad. 

Investigando en Mendoza doy con un arrepentido, que había sido pastor en esta secta. Y logro que se ponga a trabajar con nosotros. Nos entrega material bibliográfico. Eran libros perversos, lo pienso y… Tenían fotos de todo tipo de degeneraciones. Había uno que se llamaba Libro de Davidito que… Un espanto. 

El curro económico de ellos era sacarle plata a las empresas. Caían con el verso de que eran una iglesia que ayudaba a los niños, y pedían donaciones. Y también había otra gente de negocios, que sustentaba con dinero a la organización, a cambio de poder tener sexo con los chicos captados. 

Acá en Rosario funcionaban en un chalet en Fisherton, que averiguando doy con que es propiedad de un famoso empresario, que tenía fama de pederasta. Hablé con distinta gente y me contaron que en grandes viajes de negocios, el tipo tenía desesperación por tener sexo con pibitos. Pibitos de hasta 14 años, más ya eran muy grandes para él.»

Mientras Sandro sigue hablando, yo me abstraigo. Pienso en cómo voy a darle forma a esta nota. Es algo que discutimos desde el día cero en nuestro newsletter. La forma en que abordamos un tema es, para quienes hacemos Uganda, tan importante como el tema en sí. Se trata de dar con un estilo pero también de crear un dispositivo periodístico distinto al usual. Porque son tiempos difíciles para el rubro. La inmediatez, la sobreinformación, la posibilidad que tiene cualquier hijo de vecino de hablar sobre cualquier cosa, hacen que nuestra tarea se desdibuje. Se entiende así que los colegas se refugien en el divismo. O se vuelquen a dar primicias de un minuto a minuto que no le importa a nadie. Encerrados en nichos hiper específicos para audiencias que cada vez son más parecidas a las sectas que combate Galasso, Mientras, afuera, la vida sigue transcurriendo. Y en vez de contarla, la recortamos.

«A mí me han amenazado. Legalmente, con intimaciones por acoso. Y también de muerte. Pero nunca me pudieron torcer el brazo.

Una vez en Chacabuco, mientras investigaba una secta que funcionaba dentro del Opus Dei, tuve llamados telefónicos turbios. Pero gracias a Dios no prosperaron. Olvidate. No me iban a correr. Y ellos sabían que no convenía complicarse más… 

En esta materia tenés que mantener la sangre fría, porque la otra opción es matarlos a todos y no podés hacer eso. El sentimiento de impotencia que sentís mientras vas investigando y te tenés que contener, se combate con pensar en la satisfacción que va a ser verlos presos. 

A veces puede parecer que uno tiene demasiado aplomo, y puede ser, pero no hay que olvidarse de que esto es un trabajo para mí. Un trabajo duro, pero eso es lo que más me gusta de ser un detective.

Imaginate que lo que generalmente se me encarga son cosas rutinarias. Me contrata una empresa porque un empleado la quiere cagar con la ART, o un marido porque la mujer se culea al vecino. Cuando viene alguien a pedirme que rescate a la hermana que está en una secta, para mí es como agua en el desierto.

Porque además de la adrenalina, además de sentirme un justiciero, me puedo ir tres semanas a otra ciudad, con todos los gastos pagos. Duermo en hoteles, salgo a comer afuera. Me siento un campeón. Y así disfruto más mi trabajo, y como lo disfruto lo hago mejor. 

En diez minutos me cambio de ropa, me pongo una prótesis en la cara, un aro falso, me cuelgo una bolsa de limones en la espalda y ya no soy Sandro Galasso. Soy otro. Lo principal para conseguir información es tu bajo perfil. Este no es un oficio para jetones». 

Canción del ocaso

«Había cosas maravillosas en el mundo, cosas maravillosas que no duraban, y eso las volvía más maravillosas.» – Canción del ocaso – Lewis Grassic Gibbon

Hola. Hay cosas difíciles de arreglar y arreglarlas siempre cuesta muy caro. Hoy no es que venga a contabilizar los platos rotos, la idea es juntar los pedacitos del piso. 

Es miércoles. Voy a ver Babasónicos con un amigo. El Metropolitano es tristísimo. Un galpón sin ornamentos. La banda es la mejor de todos los tiempos. En el recital, viajo. Cuando salimos, no hay taxis. Caminamos mucho hasta un bar. La moza nos dice que le queda una pizza y que en media hora cierran. Aceptamos. Comemos rápido, tomamos media pinta y una jarra de agua. Nos vamos.

Al otro día una amiga me pregunta: ¿Qué tal estuvo el recital? Respondo: Dárgelos es el único artista vivo en este país y Rosario está casi muerta, eso ya es mucho.

Es miércoles de nuevo. Después de presentar su libro en Casa Brava, Natalí Incaminato, en una ronda de puchos en la vereda, nos pregunta por la noche rosarina. Ella tiene un imaginario entusiasta de algo que no es. Algunos hacen una mueca, otras desvían la mirada, yo le respondo: si queda algo, es muy pocoEs la fragmentación, me responde. Antes era distinto, le digo. Alguien retruca: antes no existíamos. Le asiento. Apagamos los cigarrillos y volvemos a entrar al bar un rato más.

En medio de todo esto, se anuncia el cierre del bar Berlín. A los pocos días, un partido político, una organización social y el dueño del local,  deciden convertirlo en un museo del Che Guevara.  La idea me resuena: la relación entre museo y mausoleo está a la vista y es imposible hacer caso omiso. Hay algo de esas calles en desnivel que ya no es, ni será. El pacto con esta propuesta es sellar un recuerdo.

Cuando no sé cómo seguir abro WhatsApp. No es un eufemismo, ni un lema, ni una frase ontológica. Abrir una conversación siempre te lleva a otro lugar. En este mundo de puro convencimiento propio, abrir el diálogo parece la única salida para derribar certezas.

Primero mando un mensaje a un grupo de amigos generacionalmente diverso: ¿Qué piensan de la noche rosarina? ¿Cómo era antes? ¿Cómo está ahora? Pienso que nadie va a responder y al rato veo que tengo más de cincuenta mensajes, entre ellos algunos audios que exceden los cinco minutos. La amistad es sorpresiva. Recupero un testimonio:

“A la noche la han matado con el tiempo. Era por zona. La Chamuyera, La isla, Costumbres Argentinas, El Bar Olimpo, para los bohemios. En el centro también estaba Free Pass, Moore, Taura, hermosos boliches. Y estaba la zona de la Terminal donde estaba Década, Satchmo, Eme, una linda movida.  El consumo era de todo, mucha mariguana, rivotril y escabio berreta. Los lugares eran eso. Después todo se movió a Pichincha. Cerraron los cabarets, los centros culturales. Todo se hizo más caro y menos divertido. Yo voy a ponerle nombre. María Eugenia Schmuck fue una de las principales en matar la noche rosarina. Ahora lo único que te queda es tomarte una pinta e irte a un boliche carísimo, o te tomás un vermú y te vas a tu casa. Para salir, como base, con lo que me gusta a mí, necesitás seis lucas y para estar tranquilo. Y si querés una noche con biribiri y champán son diez. A la noche la mataron y la verdad que la extraño mucho”.

El audio lo manda un conocido que está más cerca de los treinta que los veinte. Un pibe que vivió el pico de su noche entre el 2005 y el 2015. La década gastada. Cada generación tiene su propio toldo, su circuito, sus anécdotas. Sus recuerdos que mienten un poco. El recorte para pensar esta nota es la noche rosarina post-democracia. Ochenta, noventa, dos mil y esas dos décadas voraces que le siguen.

La Rusa, una amiga que me hice hace poco tiempo, a la salida del trabajo me recomienda un libro en la parada de colectivo. Ciudades sin deseo, el capitalismo del yoLo compro y lo leo en un bar. Al rato, busco una entrevista donde Constanza Michelenson, la autora, relata: “Ciudades sin deseos es una frase que tomé del libro Eros de Anne Carson donde habla de la geometría del deseo. El deseo entendido como una distancia, una mediación. Una ciudad sin deseo es una ciudad sin distancias. Una ciudad donde no hay límites es una ciudad de autómatas”

La noche ugandesa se transformó es una noche sin zonas. Sin límites. Sin deseo. Fragmentada. Pienso en otro libro. Salón de billares, de Jorge Riestra. Una novela paranoica. Donde un grupo de tipos ven como su barcito de mala muerte es un peligro para el pudor de la época y poco rentable para el nivel y tipos de consumo que empiezan a establecerse como norma. Terminan perdiendo. Cada generación tiene su propio boliche cerrado. Su propia noche clausurada. No fue solo ayer, tampoco fue solo hoy, ni solo será mañana. En Rosario sucede algo estructural que en este momento, como todo, está acelerándose. Transcribo el mensaje de una periodista sub-50 que vivió El Bajo y la noche rosarina entre los 90’ y los 00’.

“La ciudad cambió al punto de convertirse en otra ciudad. Una completamente diferente. La sensación que tengo es que la ciudad de ahora, tapó a la otra. La borró, la desdibujó, se la comió por completo. Hace 25 años había peñas en el patio de Humanidades, un bar que se llamaba La puerta en Entre Ríos y San Lorenzo donde tocaban músicos casi todas las noches y donde escuché por primera vez a la primera banda local formada por mujeres: Las cambio de hábito. Había un programa de radio en la FM TL que se llamaba El Mañanero y casi todos los jueves hacía una fiesta donde se encontraban conductores y oyentes. Estaba el Berlín de la cortada y el sótano que se llamaba Zeppelin. Estaba Luna, y Tucumán abajo, llegando a Sargento Cabral, una esquina enorme que se llamaba El Barrilito. Había fiestas en pasillos antiguos donde uno o dos vecinos abrían las puertas de sus casas. Estaba el galpón okupa donde ahora está la Casa del Tango. La Biblioteca Anarquista, las distintas casas de Planeta XLa comedia de hacer arte en una planta alta de Tucumán y Entre Ríos.”

La noche es lo que se consume a través de ella. En el día uno ve mejor los límites, en la noche las cosas se tensan un poco más. Dice Dárgelos: la noche es un portal imaginario donde habitan los permisos que de día ni en pedo se dan. De los noventa para delante la cosa cambió mucho y rápido. Hay un reminder de okupas en cada ciudad cosmopolita. Toda city tiene su banda de reventados. Un amigo de un amigo me pasa el número de un pibe coetáneo, contrapuesto y complementario de esa noche bohemia. El hippismo y el yonkismo fueron la cara de una misma moneda que giró al rededor del país. Donde nada fue puro en sí. 

¿Qué fue la noche para vos?

La noche se va transformando. No hay un parámetro. La noche que vivió mi viejo, no es la misma que vivió mi hermano más grande o yo, o mi hermano más chico. Yo empecé a salir a mediados de los 90 con doce o trece años hasta el 2005 ponele, hasta que me junté. Yo no viví las piñas de los 80 ni tampoco las banditas de los 00, que fue otra cosa. Desde los 12 hasta un poquito más de los 20 años uno no tiene valor sobre la vida, le sobra vida y la malgasta. Esa fue mi noche”.

¿Qué pensás de las drogas en esa época?

“La noche se hizo para dormir. Por eso cuando uno no duerme necesita incentivos constantes. La noche y la droga van de la mano. O te tomas un whisky o te fumas el doble de cigarros que durante el día. Y si no vas a hacer nada de eso estás seguro que vas por una mina, o si sos una mina por un tipo, lo vas a seguir hasta desvelarte porque el estímulo en la noche siempre está. Hoy en día los pibes creen que están tomando cocaína y están tomando una metanfetamina mezclada con efedrina hecha en un laboratorio a la vuelta de la casa. Ya no se curte la cocaína que se curtía a pleno en los 90′. Menem hizo que la cocaína llegue a los barrios, antes los pibes se morían de HIV y gracias a Carlos entró por la nariz. Antes una bolsa salía 10 pesos, es decir 10 dólares. Vos ahora compras una a 500 pesos, que en cuestión de cambio son, no sé, me da miedo pensarlo. También hay algo con la cerveza. La lata es muy cómoda y hasta cool. Un día, hace poco, íbamos caminando para una radio y mi amigo me dice ¿vamos tomando un porroncito? y le respondo ¿Cómo vamos a ir caminando con un porrón re escrachados? Son las 12 del mediodía. A lo que me responde: ¿Qué tiene? ¡ Vamos con dos latas ! Y así fue,  salimos caminando y nadie nos miró. Antes 15 años atrás vos ibas en cana si ibas con una botella de porrón. Aunque el contenido es el mismo, a las 12 del mediodía un viernes en la peatonal tomando alcohol ibas en cana, ahora la gente ni te mira, ni se sorprende. Es el evolucionismo al nivel del primer mundo que son todos super alcohólicos. Ese fue Macri. Menem nos dio la merca, Macri la cerveza.”

En la nota hay un coro de voces. La primera una mezcla entre menemismo y kirchnerismo. La segunda un aire de primavera alfonsinista se mezcla con un menemismo disfrazado de humanidades. La tercera, es decir, la última es Menem en su estado mayor. Pero ninguna de todas esas es la mía. Si hoy en día tenés veinticinco años y empezaste a salir a los quince, (años más, años menos) agarraste más kirchnerismo que otra cosa. Y de yapa, te aventuraste en ese combo loco de macrismo más pandemia, dos tiempos que parecen no lograr desunirse. Esa sí es mi generación. Un conocido la bautizó: la generación del coma alcohólico con petaca de vodka Peters. Con ella me pregunto qué se hizo, qué se hace y qué se hará cuando sale la luna.

Es viernes y con unos amigos organizamos una comida. Hacemos unos ravioles al disco en la terraza y ponemos un tacho con brasas para pasar el frío, sentados en un sillón recuperado de la basura. En el pasar de la juntada hablamos mucho. Intento hacer el ejercicio de retener en mi memoria las conversaciones. Traigo el tema de la noche y dejo que los demás se explayen.

Hace unos días volví a ver Euphoria. Un poco soy esa generación que se ve ahí. Menos yanqui pero sí casi tan sensible. Una de las pibas dice antes de comer: somos el revival de los 90’ pero con menos entusiasmo y más tecnología. De la pandemia algunos salieron con 18 años de nuevo y otros parecen que ya tienen 40 años. La nocturnidad pasó de ser el anhelo mayor a ser real: la noche tiene partes muertas para algunos y llenas de vida para otros. Y entre medio, la pregunta por lo que fue es el escudo a la no respuesta por lo que será.

Mis amigas cuentan de sus noches entre éxtasis y música electrónica. Mis amigos hablan de la fiesta en la casa de tal hasta la madrugada y la cantidad de alcohol que entra en su cuerpo. La resaca al día siguiente deprime pero se pasa reviendo fotos y charlando sobre lo intensas que fueron las emociones en la vorágine. Entre medio: recitales, recitales y recitales. La sociedad entera sabe que estamos en crisis y por eso la maquinaria del espectáculo sigue y sigue imprimiendo tickets. A falta de oportunidades tenemos shows. Y de ahí, la repetición. Todos estamos tristes pero queremos que llegue el viernes.

Antes del encierro, si no compartías un cigarrillo o una jarra, eras mal visto. Remarca alguien. Estuvimos dos años haciendo la noche clandestina. Lo que pasó después: la clandestinidad se volvió un estado mental. La lógica está en sus detalles. Mi generación se la puso contra una noche sin épica y ahora está viendo cómo sobrevive y resignifica la prohibición, es decir, sus límites. La falta de dinero y el trauma del virus son nuestros enemigos principales. Somos de ese rango etario que se había acostumbrado a vivir con mucha plata y poca estructura. Hijos del final del kirchnerismo y el 2010. Una fantasía de conquista nocturna y oportunidades infinitas de consumo que se espantó cuando mataron a Gerardo “Pichón” Escobar y cerró La Tienda en el año 2015. Una felicidad hecha en vasos tubulares de plástico que se terminó de hundir cuando ahogaron en el Paraná a Carlos “Bocacha” Orellano y cerraron La Fluvial a comienzos del 2020. Lunes, otra vez en la ciudad, la policía y la inseguridad remataron la noche cuando esta ya estaba tirada en el piso. 

Y de ahí. La clausura sin fin. Los tarifazos, el aislamiento, el desfinanciamiento y la desaparición. De la precarización a la autogestión. La entrada a beneficio. El artista que presta su guitarra para que toque la otra banda porque le afanaron los instrumentos del baúl al representante. La DJ que lleva sus equipos para tocar y vuelve en taxi con un nudo en la garganta porque lo que le pagaron de suerte le alcanzó para tomarse algo en la barra y un poquito más. La noche es un remís trucho y cien personas bancando un recital con lo que queda entre alquiler y fin de mes. La cafetización de la existencia. En Uganda, y en gran parte del mundo, se pasó del Ya nadie va a escuchar tu remera al Vendé una remera para que te escuchen. Una época que nos pide ser ese producto o ese servicio que se consume con los ingresos golpeados y la necesidad de conectar.

Decir que vivimos en una ciudad es una contradicción. Desear una ciudad es el camino. Si la juventud no habla de este lío, ¿Quién lo hará?

Ya lo dijo Charly: será porque nos queremos sentir bien que ahora estamos bailando entre la gente.