Microdosis de susto

Hace un par de días casi que nos matan a todos. Audios viralizados hablaron de un toque de queda narco, de merca robada, de balas para cualquiera que anduviera a la noche por algunos barrios. Algunas escuelas suspendieron clases por amenazas, amenazas que se replicaron: unas en serio, otras en broma. Todas para abonar a un pánico colectivo, pero limitado a lo virtual.  

Para mí empezó el miércoles 10 de mayo por la mañana, cuando me subí al remis del laburo para ir del centro a la zona norte. El mapa calculaba unos 25 minutos, pero el viaje se estiró pausándose en hileras de tráfico. Roca, Avenida de la Costa, Carballo, Sabín, Pacheco, Zelaya, Baigorria, Medrano. 

Al llegar a destino, en el cruce con Siripo, barrio La Cerámica, vi una casa con el frente pintado con una dedicatoria a alguien: Brandon, el mismo nombre que se repetía en el asfalto y en paredes de esa esquina.

Quería saber dónde estaba parado, entonces, antes de ocuparme de mis asuntos me acerqué a la casa a pecar de curioso. Desde la vereda una mujer sentada en su reposera me miraba con ojos de incertidumbre. La puerta estaba abierta, y de ella, cuando me acerqué y escucharon mi voz, se asomaron un adolescente y una chica un poco más grande.

Sentí que incomodaba. Pero generalmente lo vale. Hablamos: la señora me contó que en octubre pasado su nieto Brandon y un amigo murieron en un accidente.

Les pregunté si conocían a Jeremías, el pibito de 15 años que la madrugada anterior había sido asesinado a tiros a 50 metros de ahí, sobre Siripo al 1400. Me dijeron que sí y, como si la cosa necesitara más drama, me contaron que había vivido un tiempo con Brandon, cuando la madre de uno salía con el padre del otro. Que eran muy amigos y que la mayoría de pintadas que recuerdan a Brandon habían sido obra de Jeremías y otros pibes.  

Les creí cuando me dijeron que Jeremías no estaba metido en problemas. Al menos uno tan groso que pudiera costarle los varios balazos que por mirar el celular no había podido advertir, a diferencia de quienes estaban con él y corrieron al ver a un tipo asomándose por la ventanilla de un auto con un arma en las manos. Qué problemas, pensé mientras volvía al centro, podía tener un pibito de 15 años. Pero estamos acá, en Uganda, donde desayunamos leyendo o escuchando cómo los límites de lo posible se arrinconan contra un abismo que, encima, nunca llega.

Dos días después volví a La Cerámica. Habían matado a un muchacho de 36 años igual que a Jeremías: lo balearon a la medianoche desde un auto, cuando tomaba una cerveza en la vereda con unos amigos. A los dos días, ahí nomás, de la misma manera mataron a Máximo, de 13 años, y a Maite, de 14.

Recordé el contacto que me había llevado en la primera visita, le escribí y me respondió la chica. Como la historia se empeñaba en ser bien jodida, me contó que Máximo era su sobrino y amigo de Jeremías y Brandon.

“Los narcos están cumpliendo y ahora dicen que nos van a quemar la casa”, tituló mi compañero Claudio en las notas sobre el doble crimen. Para entonces en La Cerámica se había instalado con fuerza implacable un rumor que hacía unos días daba vueltas: el robo a una casa como detonante del terror. 

Con las horas llegaron los detalles y las versiones. No se habían robado una garrafa o un ventilador como dijeron en un principio: el botín era una carga de cocaína, algunos dijeron 10 y otros 20 kilos, manoteada de una casa en la que iba a instalarse una banda narco. Mientras no apareciera la merca, decía el rumor, cualquiera que anduviera por la noche en las calles del barrio iba a ser asesinado.

Todo esto fue entre el miércoles 10 y el lunes 15 de mayo. Para entonces habían empezado a correr unos mensajes de WhatsApp. “Les robaron droga a uno de los Cantero y están matando a cualquiera hasta que aparezcan los 3 que les robaron”. “Van a matar a cualquiera. De noche. Al que esté en la calle los matan. Y ya van matando a 4 chicos que no entienden que no es joda”.

Para el martes esos mensajes volvieron a aparecer, pero esta vez con la marca de reenviado muchas veces. “Yo no sé si es verdad o no”, “La misma policía lo está avisando”, “Toque de queda”, “Van a matar a todos”.

Ese día y el siguiente las escuelas de La Cerámica tuvieron un nivel de inasistencia inédita: el 90 por ciento de los alumnos se quedaron en sus casas. Solo fueron al mediodía, a la única que entrega comida, quienes no podían satisfacer esa necesidad de otra manera. 

Por la noche del jueves me escribió la tía de Máximo: me mandó, además de los audios virales, una serie de fotos y videos. Un tipo muerto dentro de un auto, otros dos agonizando en el suelo y una captura de pantalla que repetía aquello del toque de queda. El mismo pack llegó de parte de colegas y de amigos de otra ciudad. 

Periodistas porteños se tuitearon encima con deducciones hasta cómicas que después llevaron a la TV. El clima virtual se puso por demás de espeso. Pánico y locura, en pocas horas, de La Cerámica a zona norte. 

Como si quien quisiera pudiera agarrar su celular y fabricar un clima de terror tan solo rejuntando una serie de posibles sucesos imaginarios en esos barrios en los que se situaba el supuesto toque de queda: 7 de Septiembre, Rucci, Zona Cero. Pero real en La Cerámica, donde tres adolescentes y un hombre habían sido acribillados sin ningún tipo de explicación y sin que nadie decretara nada.

Reconocí las imágenes sangrientas, eran de homicidios de otras ocasiones. También aparecieron los registros de un despliegue policial en la otra punta de Rosario, el sudoeste extremo, donde se había hecho una convocatoria por redes para arengar una pelea de pibas que fue dispersada con balazos de goma.

Era lógico, pensé, que se viralizara de esa manera, todo mezclado. Siempre impacta más la ficción, aunque esté compuesta por retazos de nuestra realidad tantas veces indigerible.

Los días siguientes escuelas del centro y otras de distintas zonas suspendieron las clases por amenazas de balaceras. La bronca de presos de alto perfil de la cárcel de Piñero con el Servicio Penitenciario -contexto de un ataque a tiros a una escuela de Empalme Graneros- se mezcló con la boludez de una alumna que pegó un cartel con lenguaje tumbero en su escuela de Las Flores, para después llorar en la comisaría cuando le admitió la broma a su mamá.

Para el ministro de Seguridad, al menos según le dijo a la prensa, se trató de una manera de “preocupar e intranquilizar a la población, seguramente con intencionalidad espuria”. Llevó los audios viralizados a la Justicia para que se trate de identificar al autor y ordenó que durante unos días la policía anduviera a toda hora por La Cerámica. En la Justicia se inició una investigación para tratar de llegar a alguna certeza.

Desde la Fiscalía, con la honestidad que permite el off, dicen que la puesta de recursos en este lío es tanta como el tiempo que se pierde cuando a fin de cuentas se sabe que todo fue humo. Pero que los recursos hay que ponerlos: nadie se anima a arriesgar a decir cuándo hay seriedad y cuándo no, por las dudas se mete todo en la misma bolsa.

Gente encerrada, escuelas vacías, videitos y audios terroríficos nos dieron esta guerra de los mundosversión Uganda. El sustismo, hermano menor del terrorismo como se dijo acá alguna vez, lo hizo de nuevo. 

El mal trabajo

Hola, el feriado se presta para una de nonfiction que transcurre en Uganda. 

Abril de 2023. Un policía llega al bar de una estación de servicio, pide café, manotea una medialuna que lleva hasta la mesa y pone de mi lado. Antes de ir al grano hablamos de nuestras rutinas: del homicidio en Santa Lucía que vengo de cubrir y de sus pocas ganas de ir adonde un ex colega suyo que custodia una empresa mató a balazos a un ladrón. Después, sí, a lo que nos encuentra. 

Qué tan sicarios son los que aprietan el gatillo en Uganda, quiénes viven de eso y quiénes lo hacen porque no les queda otra, o casi gratis o tan solo por maldad. Existen los sicarios y los no tanto, existe el crimen organizado y el desorganizado. Existe la pesquisa efectiva y la que no puede avanzar porque todo se hizo tan prolijo. En esa diferencia radica una complejidad. 

Decirle sicario a cualquiera es subirlos en el ranking”, resume. Y desarrolla: “Están los que trabajan por la droga, les pagan con merca y trabajan puestos. Y están los más profesionales, que cobran a partir de seis cifras. Esos saben hacer el trabajo impecable”. 

Abundan los ejemplos. Miramos hacia atrás y aparecen las escenas siguientes.

Septiembre de 2021. El protagonista es un sobreviviente. Julián, tiene 23 años y se mueve en una silla de ruedas donada por una ONG desde hace cinco, cuando varios balazos no llegaron a matarlo, pero sí lo dejaron cuadripléjico. Vive con su pareja, el hijo chiquito de los dos y un hermano de ella en una casa de la zona norte que tiene sus paredes decoradas con cuadros de Pablo Escobar y Tony Montana. Por ahí anda también un pitbull adiestrado. 

Julián sabe que le juraron la muerte y que tiene pedido de captura por el homicidio en 2020 de una señora de 64 años. Tan lejos del oeste, donde habían empezado aquellos problemas, sigue con sus manejes y espera que nadie lo encuentre. La madrugada en cuestión lo desvela un golpe seco en la puerta y un par de gritos atolondrados: “Policía policía, todos al piso”. Son cuatro tipos que llevan chaleco antibalas de alguna fuerza de seguridad. Lo que sigue son al menos 69 balazos: 7 liquidan al perro, 15 hieren de gravedad al cuñado y 32 van para Julián, rematado con 7 tiros en la cabeza. Su pareja y el pequeño, ilesos.

Marzo de 2023. No hay protagonistas, solo gente que festeja un cumpleaños en una casa de un barrio habitado en su mayoría por la comunidad qom. Es cerca de la 1.30 de un domingo y en ese clima de fiesta un grupo de nenes sale a la vereda. Nada -ni qué decían, ni qué hacían- importa más que lo que sigue: aparece un auto, se asoman unos tipos calzados con ametralladoras y abren fuego. Alexis, de 13 años, herido en el pecho. Nahiara, de 2 años, en un brazo. Salomón, de 13 años, en la boca. Los tres sobreviven. A Máximo, de 11 años, un balazo le atraviesa el pecho y lo mata en cuestión de minutos.  

Al otro día la comunidad vela al nene en el club donde jugaba al fútbol. El cacique predica en la lengua originaria, los más cercanos rodean el féretro y el resto acompaña desde una distancia respetuosa. Una furia imparable, un par de minutos después, los abalanza contra un par de casas. Dicen que son búnkeres de los transeros que están detrás del desastre que le costó la vida a Máximo. Las tiran abajo y obligan a la policía a llevarse a los traficantes, que hasta dos días atrás habían sido nada más que vecinos.

Hay un sector de Uganda que si lo queremos ver lo vemos desangrándose y balbuceando los suspiros de una agonía que parece permanente. Y si tenemos que decir quién provoca esas heridas resumimos en una palabra: sicarios

¿Cuánto vale una vida?”, se pregunta el título del informe de un canal nacional que mira para acá cuando las papas se incineran. Una pregunta que ya hicieron otros colegas, en otros años, por otros canales. La respuesta es siempre la misma y la da alguien parecido: un autopercibido sicario que le da la espalda a la cámara, o tiene la cara blureada, la voz distorsionada y el discurso afilado. Mata por tanta guita y sin tanto escrúpulo.

Del primer caso no se sabe nada acerca de quién ordenó ni quién ejecutó. Hay una reserva absoluta de quienes investigan hace más de un año y medio sin llegar a evidencias sólidas para decir que avanzaron. El otro se resolvió en un mes, hay seis imputados y presos acusados de organizar y gatillar. Y una hipótesis sólida: el objetivo era una casa vinculada al narco, vecina de la que habían salido los nenes que ligaron los balazos de rebote. 

Decirle sicario a cualquiera es subirlos en el ranking”, razona entonces aquel policía, acostumbrado a callar más de lo que sabe. Si calla, asegura, es por seguridad. El mismo motivo por el que cuando sale a la calle mira para todos lados y por el cual preparó una ferretería en su casa por si alguien va a buscarlo. Antes de encontrarnos me preguntó dos cosas: si puede confiar en que se mantendrá su anonimato y si me molesta que aparezca uniformado. 

Los que cobran caro saben hacer el trabajo impecable. Los encargos nunca los hacen por teléfono, empiezan en un cara a cara con las visitas en las cárceles hasta que llegan a la calle”, cuenta. “Los otros son gatilleros, son los que salieron del búnker y salen a matar a alguien como pueden salir a tirar a un negocio. Son descartables, ni a ellos les importa ir presos”, insiste el anónimo. 

En esa diferencia se halla una de las claves: los homicidios sofisticados se pagan bien y suelen tramarse en las celdas de presos de alto perfil que la narrativa oficial ubica como líderes de las bandas criminales más conocidas. Desde ahí sale el ok para que, además de las seis cifras para el sicario, se ponga a correr el dinero necesario para pagar información, vistas gordas, fierros efectivos, un vehículo y todo lo necesario para que salga redondo. 

De los que fracasan, porque pifian el objetivo o porque los descubren, sobran los ejemplos. Entonces nacen investigaciones que, antes que tramas complejas, dejan al descubierto un nivel de precariedad acorde al contexto en el que se maquinan y se desenvuelven broncas barriales. 

Sobre este aspecto opina otro uniformado pero de saco y corbata, de los que investigan y condicionan el destino de quienes caen. “Es muy muy precario el sicariato acá. En su mayoría son ‘loquitos’ con un vehículo y una pistola, que muchas veces ni son de ellos y se las hacen llegar para cometer el hecho”, dice y propone: “El término que más los define es ‘tiratiros’ y no sicarios”. 

Este conocedor también advierte la existencia de sicarios distinguidos. “Son más profesionales, si se puede decir así. Tienen inteligencia previa y una ejecución certera. Hay hechos puntuales que parecen bien ejecutados, pero son los menos de ese estilo”, explica y vuelve sobre los tiratiros: “Los otros son más burdos. Si hay inteligencia no es del ejecutor sino del que da la orden, y suele haber errores por parte del ejecutor”. 

Pero, al final, vuelve sobre un punto en común: “Son igual de peligrosos. Los tiratiros porque pueden matar o herir a cualquiera, y los sicarios reales porque pueden cometer hechos de muy difícil esclarecimiento”. 

El análisis puede pecar de obvio, pero entre tantas obviedades los ugandeses asesinados en lo que va de 2023 ya se cuentan por centena. Algunos a manos de profesionales de la muerte, tantos otros por obra de changarines de las balas. Tal vez todos bajo las reglas del patrón del mal, sin mayúsculas.

Buen día del laburante, hasta la próxima. 

Segunda Ciudad

Rosario funciona en espejos. 

Siempre llevó las fracturas, que tiene dentro y busca afuera, como si fuera una novela de Soriano o un capítulo de los Benvenuto: primero se pelea a los gritos y después se brinda todos juntos. “¡Lo primero es la familia!”. Una grieta vivida con menos apocalipsis encima, mas incorporada en sangre, y que mantiene todavia cierto espíritu deportivo. Es una característica, la característica idiosincrática de Rosario. 

Para nosotros los porteños, la alteridad de Córdoba con Buenos Aires es conceptualmente real pero mucho menos vivida. Cuestiones de la Isla: Son tan otra cosa que quedan demasiado lejos para la comparación. Hablan en catalán. El pais AMBA se devora la Voz del Interior. La Plata por su lado llevantó ese estandarte un rato, o quiso hacerlo, pero el mismo proceso de conurbanización se lo llevó puesto. El mayor temor de La Plata es ahora ser Jose C. Paz. Rosario, en cambio, sigue funcionando como una segunda ciudad. Nuestros primos progres, con una patina uruguaya.  

En su relación con Buenos Aires, compite por ser el polo estructural y supraestructural de la Argentina. En sus idas y venidas con Córdoba, pelea para ver quién es el más grande del Interior. Incluso en su cara más vernácula, que para el resto del país está saldada pero que en la provincia se vive fuerte, esta forma existe: Rosario, capital provincial de facto, se espeja con Santa Fe, capital de iure.

Si uno tuviese que hacer una Ideología Rosarina, se encuentra con que, para nosotros los de afuera, su hombre común es Reynaldo Sietecase. Un progresismo provinciano: la remera de rock, el fútbol, la colita recogiendo los pelos largos, la inquebrantabilidad de un justo medio. Rosario es la definitiva Corea del Centro: ni de acá ni de allá.

Un extranjero, antes de salir de Retiro con rumbo a Rosario, piensa que está yendo a Tijuana. Pero todas las veces que fui, eso no lo vi. La inseguridad, al menos su sensación, se vive como todo lo rosarino: de forma desacoplada

Caminando por la Costanera, se puede llegar a pensar que el hecho de que la crisis en materia de seguridad no sea una causa nacional, más allá del centralismo político que sufre Argentina, se debe a que los propios rosarinos se niegan a pertenecer a una ciudad mártir. 

Hay un pudor generalizado sobre el tema. El rosarino, ante las preguntas del ocasional visitante, se encoge de hombros y continúa enumerando méritos y merecimientos del pago chico.

Esa especie de vergüenza que se esconde, se traduce en que nadie en la política sabe qué hacer con las balaceras y los muertos. ¿Lo expresamos como una causa nacional? ¿Es algo local? La idea de “si asumo como intendente no puedo hacer nada pero quiero ser intendente para hacer algo” traduce la idea de que existe un cepo cuya llave nadie tiene. 

Tal vez Medellín funcionaba así. Nos imaginamos que no, pero porque nuestra referencia es Netflix. Por ahí, pasaba lo mismo. Pero lo que es seguro es que Medellín no es Rosario, porque Rosario tiene un orgullo, que hace que no le dé el physique du role para ser la capital del narcotráfico. 

Como ciudad-puerto que es, Rosario tiene una historia y un presente oscuros, un mundillo de tugurios y muchachones violentos que Marco Mizzi pinta bien en sus escritos. Pero también tiene amplios sectores medios y obreros, tiene toda una impronta cultural, tiene una historia de progreso que siente que debe honrar. 

La diferencia entre la mafia del siglo XX y la actual es que, en el pasado, la delincuencia era una execrencia, una consecuencia no deseada, del crecimiento del país. Hoy, la radicalización de los hechos violentos se da en un contexto de crisis generalizada de la Argentina. Y por eso parece no tener solución.

La llegada de Marcelo Saín quiso dar la imagen de un Elliot Ness, alguien insertado desde afuera para arreglar un problema que los de adentro, insertados en esa dinámica, no podían o no querían accionar. 

Pero, al menos desde Buenos Aires, eso no se veía. Y menos se ve ahora. Me explico: si alguien te dice “hay un senador metido con el narcotráfico”, te imaginás una secuencia digna de la Rusia de Yeltsin, un gordo de traje prendiendo un habano con dólares. Y eso no se ve, o no llega. Existe un cono de sombras sobre todo el proceso.

Intentando echar luces, uno se pregunta qué es lo que pasa. Quién maneja la cosa. 

En la provincia de Buenos Aires es más sencillo, porque la Bonaerense es una especie de PRI del narcotráfico. En Rosario, a priori, uno puede ver tres patas: la Justicia, la cana y los narcos. Pero ¿quién es? ¿El gobernador? No. ¿Los senadores solamente? Parece que no. ¿El jefe de la policía? Pero si cambia a cada rato.

Si tuviéramos que hacer un mapa, un croquis de jerarquías, estaríamos en problemas. Da la sensación de que el poder delictivo es algo disperso. Como si estuviese en una negociación constante. Como si ya fuera en realidad un ecosistema. 

La atomización de las responsabilidades, la disolución de los centros, que se ve en Argentina en todos los grandes temas, incluso con la Banda de los Copitos, puede explicar un poco qué es lo que pasa. El narcotráfico es ya algo rizomático, dirían los posmodernismos. ¿Dónde está el corazón de la manzana podrida que contamina el cajón? ¿Qué quieren los que balean un comercio? ¿Plata, impunidad, caos? ¿Alguien lo sabe?

Esto pasa también a nivel político. El poder no está en ninguna parte. Pero sigue estando. Se constituye un rato y se vuelve a desmembrar. Si Pablo Javkin le dice a sus asesores: pásenme con el jefe de la Oposición, ¿qué número marcan?

Una duda que me asalta cada vez que veo una noticia sobre un hecho de inseguridad en Rosario, es por qué no hay un candidato punitivista que mida 30 puntos. 

Llamémoslo un Berni o una Pato Bullrich. O un Patti o un Bussi.

¿Por qué no existe un político que prometa mano dura que tenga proyecciones ciertas de acceder a lugares claves de poder en el Estado? 

Uno ve que hay algo que no cierra en la ecuación. Perotti tirando cocaína de una mesa no pudo ganar. Sí lo hizo cuando se suavizó y prometió paz y orden. 

O el ethos rosarino del que hablábamos al principio es tan fuerte que no hay nada que pueda penetrar sus lineamientos progresistas, o bien la capacidad de negación alcanza niveles impensados. Cualquiera de las dos hipótesis explicaría por qué se buscan referencias emparentadas al PSOE español antes que al uribismo colombiano. 

Incluso a nivel civil, no hay campañas públicas ni movilizaciones importantes para pedir que la cosa pare. En una realidad paralela, más conociendo a los referentes involucrados, uno imaginaría un gran recital de Fito Páez, Vilma Palma, Baglietto et al clamando por el cese de la violencia.

Pedir ayuda, gritar a los cuatro vientos que en Rosario hay un muerto diario, implicaría reconocer la gravedad de lo que pasa. Aunque sea testimonialmente. La ciudad aceptaría así su destino americano. Pero así perdería su estatus de segunda ciudad. El espejo le devolvería, por primera vez, su propia figura. 

La Visita es una nueva sección en nuestro newsletter. Cada quince días, alguien tocará la puerta y entrará al hogar. La consigna: tratar de entender qué carajo es Uganda.

¡Gracias por seguir leyéndonos!

La ley sin Ley

Buenas tardes, ¿qué hay cuando nadie mira?

Hagamos un ejercicio. Imaginate ser un policía de la provincia de Santa Fe, encontrarte en un procedimiento, interceptar un camión con cocaína, llamar a tu superior y que este te diga que hagas la vista gorda porque sino podés comerte un traslado a un pueblo inhóspito como castigo, ¿con quién te quejarías?, es más, ¿lo harías?

Esto pasa, pasó y pasará. La fuente existe pero pide cautela. 

Hay un proyecto de país post-dictadura. La verdadera derrota. Decir que la democracia alfonsinista le ganó a los militares es admitir este presente.

Como escribe Silvia Schwarzböck en su libro Los espantos: “del 84’ en adelante el discurso sobre los Derechos Humanos contra las Fuerzas Armadas ganó como ismo para perder como real. Así se puede abrir a toda la población el extenso manto de piedad que representa el buenismo. No hacer nada con los malos”.

Lo que queda es vox pópuli. Los verdes no, los blancos sí. La realidad por lo bajo: no habrá modificaciones profundas sobre la construcción de las FFAA. Será el juicio su castigo, ese Nunca Más y Nada Más. Lo mismo se dará también con otro de los poderes, el Judicial, que tampoco será modificado luego del logro de la conquista ejecutiva de la política.

A diferencia de Colombia y Brasil, en nuestro país, la policía es una fuerza de seguridad que no es parte de las fuerzas armadas. Esas son las delimitaciones entre el marco normativo que regulan la Ley de Defensa Nacional, de Seguridad Interior y de Inteligencia, que es un proceso de la democracia: 1988, 1991 y 2001, respectivamente. Recién reglamentadas por Néstor Kirchner. Es un punto importante para entender la relación democracia-policia-fuerzas armadas, o seguridad-defensa-inteligencia.

De esa manera, uno entiende que militares y policías no son lo mismo, pero el botón para el ismo se mezcla y se confunde. Desde el 88’ hacia delante, la única fuerza legítima que quedaba en ese momento cara a cara con la sociedad que se construía, era la policía, en sus distintas vertientes.

Hay una deuda pendiente de la democracia que es la relación con quienes custodian su orden, protegen a sus habitantes y mantienen la paz social.

Entre esas deudas aparecen las preguntas: ¿qué son los policías? ¿trabajadores? ¿funcionarios públicos? ¿cómo están formados? ¿con qué derechos cuentan?

El hilo del ovillo. La escena: el policía santafesino de la post-dictadura es un policía formado bajo una ley del año 1975, vive en condiciones laborales anteriores a los derechos del artículo 14 bis. La cana de hoy, está construida bajo las lógicas de la clandestinidad que quedaron del para-estatismo del golpe, es decir, sigue siendo oscura, oculta e irregular, lo dice esa ley forjada en los albores del golpe, y lo subraya su situación material de extrema precariedad. Una encuesta del año 2020, comenta que el 81% de los 4485 uniformados de la Unidad Regional II se consideran mal pagos y les gustaría agremiarse.

La propuesta del alfonsinismo social como pacto histórico puede existir a costa de un trueque: los Derechos Humanos ganarán como Palabra, serán la hegemonía del buen decir. Pero en su fondo, en la escritura, en el papel y la firma, transcurrirá un mundo donde el Ejército será un tabú y la Policía existirá bajo condiciones simalares a la esclavitud. Del orden injusto al desorden total. Foto en la Plaza y siga, siga. 

Surfeando la página web de APROPOL, uno de los “sindicatos” de la Policía santafesina, aparece la reminiscencia paranoica a la época del Proceso. En una nota del 12 de septiembre de este año se recuerda: hace 46 años Montoneros asesinó a nueve policías y dos ciudadanos. Dime qué recuerdas y te diré quién eres, cuéntame en qué momento histórico dialogas y te responderé qué tan alejado estás del presente. Retrátame como diferencias y te diré qué no distingues.

En el año 2020 hubo otro ejemplo claro. Las bases policiales se le plantaron al gobierno en plena pandemia, para Berni, en ese momento, Mariana Lorenz, retrata que los policías no eran ciudadanos, sino héroes para el ministro bonaerense. Y el Covid-19 el enemigo interno a combatir. Este relato y el recuerdo de los mártires de APROPOL suenan parecidos.

Las fuerzas como salvataje. Primero el país, después sus costos. El real mayor: los policías desde los 80, aunque no se los considere como tales, se perciben como trabajadores y funcionarios públicos. Así aparece el problema de la representación en tensión con la misión. Si el poder ejecutivo no logra fomentar una relación donde la Policía pueda ingresar dentro de los convenios de la Organización Internacional del Trabajo, no habrá forma de verlos como en este momento se perciben.

Repitamos el ejercicio. Imagínate ser un penitenciario. Tener un turno de 36 horas o más de jornada laboral por 96 horas de descanso. Y al mismo tiempo convivir con los cabecillas de las organizaciones narco criminales más grandes de la región, con condenas surrealistas de más de 150 años de cárcel. Y que vos sepas que si les conseguís un celular para sostener el negocio podés ganar en un día lo mismo que en un mes ¿qué harías?, ¿cómo construirías un “no” en ese entramado de connivencia y convivencia?

En la primera y última situación nombradas anteriormente, el policía no se encuadra dentro del mundo del trabajo al que responde. Este debate es donde distintas figuras discursivas y a su vez legales, se ponen en tensión. Se abre el gris: un silencio donde se encuentran en este momento las cosas. 

En esa indefinición, sobrevive el más fuerte: lo irregular establecido. El material se construye bajo la connivencia de un comisariato atomizado. No hay un jefe. Mano a mano y después vemos. Al no haber línea de mando definida, hay jerarquías disueltas. Por lo tanto, no hay un arreglo único que ordene, sino muchos arreglos desorganizados. 

A esto se le suma el presente de reconfiguración en materia de derechos laborales para toda la sociedad en su conjunto. El combo es singular y explosivo: a la Policía se le suma la clandestinidad como estado mental en una provincia donde la realidad delictiva no da para bollos.

El intendente Pablo Javkin sostuvo en distintas declaraciones públicas la necesidad de la construcción de penales de máxima seguridad para que sucesos como los nombrados anteriormente no acontezcan. Sin embargo, hay algo que sucede en la praxis política que se traduce como impotencia: sus soluciones estructurales van a contratiempo de lo realizable. No sólo de buenas intenciones se vive. 

Mejorar las condiciones de las cárceles, empezando por sus celadores, es decir, sus trabajadores, podría ser un gran paso antes de la construcción de un penal al estilo Guantánamo en una ciudad donde los cadetes de policía tuvieron que desalojar la escuela por contagios de sarna.

Durante el macrismo, el revival neoconservador del alfonsinismo, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en abril del 2017, falló en contra de la creación del sindicato policial Buenos Aires. ¿Por qué? Se cita: “si bien dichos tratados reconocen en principio ese derecho a las fuerzas policiales, también permiten que la legislación interna de cada país restrinja o incluso prohíba el ejercicio de derechos sindicales”

En este país parece que no hay forma de que la policía se sindicalice si el poder judicial no se actualiza. Aunque los de afuera digan que sí, los de adentro son de palo. 

Igualmente, hay otras formas, menos épicas, pero más honestas y realizables. La legisladora Matilde Bruera, con el apoyo de las diputadas Paola Bravo y Lucila De Ponti, propusieron un proyecto de ley que habilita la agremiación del personal policial y el Servicio Penitenciario Provincial (SPP), bajo el título “Estatuto Laboral para los Funcionarios Encargados de Hacer Cumplir la Ley”

Las bases del proyecto son interesantes, constan de cuarenta y seis artículos y un fundamento. Veinte páginas de Word. Media hora de lectura. En el mismo, se da como ejemplo la diferenciación con otras fuerzas a nivel nacional e interprovincial: “Buenos Aires, Mendoza, Córdoba y CABA cambiaron el diseño de la formación de la policía. En Santa Fe todavía se conserva la Ley Orgánica Policial del 1975, en los albores de la dictadura. Mantener el orden público ante las manifestaciones subversivas.

Cuando uno observa por televisión a la PFA, ve jóvenes de clase media baja, bien vestidos, uniformados, con chaleco, gorrita y handing. A veces con IPhone, buenos equipamientos, buen porte, comidos, corporalmente fornidos. De alguna manera, parecen Policías que dan ganas de que te resguarden. No es lo mismo ver a un pibe que hace guardias de 48 horas motorizados en Oroño cansado de vivir, jugando al Candy Crush, que a una persona con ganas de hacer lo que nadie tiene ganas de hacer: trabajar con un arma a cuestas.

Una policía democrática es una policía que se rige más allá del fantasma de la dictadura. El país, la provincia y la ciudad, no necesitan funcionarios que propongan cambiar la realidad de una vez y para siempre. Necesita gente que se haga cargo de lo que pasa mirando de frente al pasado. De arriba y para abajo: la Policía provincial necesita un orden, y no cualquier orden.

El sindicato en sí, es eso, ¿cómo se cuida un trabajador por su propia condición de trabajador? Es decir: ¿cómo le hace frente a su lugar en el mundo social? Hobbes lo dijo. Si el hombre es el lobo del hombre, la policía es el lobo de la policía. En fín, si aquello que no se legisla explícitamente para el débil, se legisla implícitamente para el fuerte, todo seguirá igual. Esperemos que algo cambie. 

Nos vemos el lunes que viene. Poesía siempre, policía sí, vigilantes jamás.

Requiem for Uganda

Escribir un newsletter se parece a hacer una carta. Pasolini entendía las cartas, y mayormente las de amor, como correspondencia, es decir: una demanda infinita. Correspóndeme, ámame, léeme. Palabras que no son sinónimos, pero entran en un mismo registro. Por eso, en esta nota, voy a cometer el pecado periodístico: introducir al yo.

Hace un mes que Pantalla Completa está al aire en Telefe. El programa del cual participé en su creación y producción. Nunca antes había trabajado en televisión. Un medio que consumía poco. Con el tiempo, me di cuenta del lugar que tiene. La tele es la gente. Y a la gente le pasan cosas.

Hay un ejemplo muy claro. El programa tiene un WhatsApp y, por día, alrededor de cincuenta personas, a veces más, nos escriben pidiéndonos ayuda. No cobré el censo, no tenemos agua, no tengo trabajo, no llego a fin de mes, no hay luz en el barrio y a la noche es peligroso, se están tirando tiros acá a dos cuadras, necesito que me corten un árbol que se está por caer frente a mi casa y así, ad infinitum.

El teléfono del programa pasó de ser una oferta de participación a un catalizador de demandas. Del mensajito buena onda al call center de la angustia y, entre medio, cuarenta minutos de aire. Pero esa es la realidad, la tele puede ver y hacer ver la realidad, su realidad. A su manera, en su negocio, la lee. 

Para el programa del lunes 8 de agosto nos propusimos contar una historia triste que nos pega a todos por igual. En Uganda van más de 250 asesinatos en lo que va del año. El 2 de agosto se batió otro récord: mataron a tres personas en dos horas. De ese número, más del 8 por ciento son menores de edad. Ya se superó la cantidad de menores asesinados del 2021. Y a eso se le suma que, de 19 casos, al menos 15 tienen algún tipo de vinculación con la narco-criminalidad. Así se lee en la nota “El niño que quería ser grande”, de Marité Colovini en la sección paga del Diario La Capital.

En el trajín de este texto, me contacté con Dante Clavijo, presidente del Club 7 de septiembre y cazatalentos de Lucas Vega, un niño de 13 años, asesinado en la puerta de su casa por balas que no eran para él. En la llamada, el tipo me pregunta en seco: “¿qué pasa?”. Lo único que se me venía a la cabeza era una contrapregunta: decime vos qué pasa.

Le ofrecí la nota y el tipo aceptó sin problemas. Antes de cortar, me respondió: “Macanudo che, pero Lucas fue uno solo, ya son cinco los pibes que me mataron desde que estoy en el club”. Cuando corto, lo primero que se me vino a la cabeza fue la naturalización de la muerte. Y el miedo mayor, la siguiente muerte, el próximo pibe arrebatado: ¿cómo se hace para seguir sosteniendo un espacio entre tanta injusticia?

Lacán en una clase magistral le dice a sus alumnos: la muerte entra dentro del dominio de la fe, hacen bien en creer que van a morir, por supuesto, eso les da fuerza, ¿si no lo creyeran así podrían soportar la vida que llevan? Si no estuvieran apoyados sólidamente en la certeza de que hay un fin, ¿acaso podrían soportar esta historia? Haciendo fuerza para unir psicoanálisis francés del siglo XX con la realidad del presidente de un club de la ciudad en el siglo XXI, pienso: ¿no será la misma muerte, la batalla final contra ella, la que empuja todos los días a este tipo a seguir abriendo las puertas del club?

El domingo anterior, prendí la computadora y, en un zapping por YouTube, vi la entrevista de Caja Negra al cantante Callejero Fino. Uno de los referentes de la Cumbia RKT. El género de L-Gante. Me llamó la atención el título: «No le tengo miedo a morirme, sino a que se olviden de mí». La frase hizo ruido en mi cabeza como pregunta: ¿Cómo puede ser que un pibe de 23 años esté pensando más en la trascendencia que en su vida misma?

Hacia el final, el entrevistador le pregunta al entrevistado por los sucesos en Uganda y la relación con las letras de sus canciones. Al terminar la entrevista busco las noticias. Una serie de crímenes y amenazas en julio del 2022, fueron sellados bajo los lemas: “que peleen sino que corran” y “a los giles rafagazos”, dos frases que pertenecen a la canción Pide Remix que tiene un videoclip con estética Mad Max. El ritmo frenético, la letra punzante, los cuatriciclos, las tomas de no más de cuatro segundos y la vorágine de los cambios de escena, dan a entender eso que en la novela Miles de ojos, el escritor boliviano Maximiliano Barrientos llamó adoradores de la velocidad en un mundo post-apocalíptico.

Cuando a Simón Natanael Alvarenga a.k.a Callejero Fino le preguntan por la relación del contenido de sus temas y la realidad de Uganda, el responde como lo hicieron desde el comienzo de la historia del gangsta rap o del real rap: yo no tengo nada que ver, yo solo hago canciones. El género hace un gesto propio de la época: borra la relación entre significado y significante. Entre Uganda y la ciudad que es, no hay mayor realidad que la realidad.

El lunes siguiente, ya con la nota con el cazatalentos pactada para el vivo, me piden que arme un tape para el arranque del programa. Nos pasan 18 fotos en formato .jpg de todos los menores de edad asesinados en lo que va del año. Tengo que escribir un texto para la conductora y en eso encuentro en Twitter un video que publica la Liga Rosarina de Fútbol donde veintidós pibes están en el centro de una cancha haciéndole honor a Lucas, su compañerito fallecido: ¿Lucas le habrá tenido más miedo a la muerte o a que se olviden de él?

Los días corren veloces y en esa misma semana volvieron a prender fuego frente al río. La agenda mediática ugandesa se parece a ese zócalo de Víctor Hugo: todos los días un drama. Casi todos se levantaron con los ojos irritados, el pecho tomado y la garganta con picor. ¿Qué es todo lo que aguanta un cuerpo? Lo que el cuerpo aguante. Después, las pintadas que desestabilizaron lo desestabilizado. Plomo y humo: el negocio de matar. El nervio óptico: los ojos ven películas y videoclips por todos lados. Ciudad Gótica existe porque no es real.

Al amor lento de las edificaciones públicas se lo está llevando puesto la velocidad de la indignación social. Alguien aprieta el pomo sobre la pared y renuncia un Ministro. Un grupo de personas se camufla entre los matorrales isleños y una ciudad entera no puede respirar por una semana. Un trapero con un celular se hace famoso desde la cárcel, sale, se va a su casa y con la tobillera puesta y una computadora se hace famoso, llena un Luna Park y escribe el ritmo de las muertes de los pibes de todos los barrios del país. Un Estado es y se hace, pero también se deshace. Y cada gobierno tiene la crisis que se merece. 

La crisis es una crisis de jerarquías. Y de límites. La política quiso demostrar que era la gente común y se olvidó que la gente común no gobierna. Quiere ser gobernada. Eso es lo que pide Uganda.

Martin Rodríguez en una nota para el DiarioAr del 12 de junio escribió sobre las cartas que hicieron al país. Argentina de puño y letra. En un párrafo, el periodista porteño, habla de un mecanismo que utilizó Duhalde cuando tuvo que gobernar el conurbano en aquel momento ingobernable. Miles y miles de cartas llegaban a sus despachos. 

Chiche, su mujer, fue la encargada de armar un equipo especializado para responder a esas demandas. Se leían, se marcaba el problema y se proponía una solución. El puerta a puerta de la crisis. Duhalde no era un vecino más. Era el vecino que necesitabas que te visite. El que tenía el poder. Y lo ponía a disposición, aunque muchas veces no alcanzara. Ese gobierno fue un gobierno de transición, de poner en orden las cosas. No fue un proyecto transformador, fue un gobierno útil, tan útil como fuera necesario. Un plan para hacer algo. Si no se puede proyectar, al menos arreglemos.

El WhatsApp del programa va a seguir estallando de mensajes. Un día se va a un barrio, otro día se va a otro, se escucha, se comenta, y no se vuelve por un tiempo. Si hay suerte, alguien ayuda. Pero hasta ahí. La televisión no es una ONG, es una industria.

Más allá de la pantalla chica, si no hay gobierno planificado, al menos podrían armar un call center. Ir a hablar con los vecinos. Escuchar lo que les pasa. Los políticos que se indignan por una pared pintada son los que se alejan cada vez más de sus gobernados. Gobierno y política parecen cosas diferentes. No se necesita un intendente que se haga vecino. No necesitamos estar más indignados. Se necesita un gobierno, alguien que administre este desorden. O al menos, un nuevo diagnóstico, un catalizador de átomos. No es ir y solucionar problemas, es escuchar e inventar una solución para destrabar el problema mayor.

Correspóndeme, ámame, léeme. En realidad, escribir una carta. Como dice Mariana Moyano en su último podcast: Estado, da la vuelta y hablame.

Una bandera blanca

Buena siesta. Esperamos que andes bien. 

Nosotros estamos de celebración: cumplimos 4 meses. En paralelo, la otra Uganda, la de carne y hormigón, festejó el viernes pasado su 170 aniversario como ciudad.

Hoy queremos remontar un río muy explorado. Al menos en su superficie, porque el barro que se asienta por debajo raras veces se remueve. Hablamos de la identidad ugandesa. Y de cómo esta deviene en una humotopía: la Ciudad Autónoma.

Empecemos.

Tengo une amigue en la Muni 

Nadie es más argentino que un porteño en el exilio. Nada es más cordobés que uno fuera de Córdoba. Pero cuando un ugandés se va, su identidad se borra. Copia la tonada, los modos, la ideología, de su nuevo lugar de residencia, y se diluye ahí. Uganda es Narnia: al salir del ropero se la olvida.

¿Cómo pasa esto? ¿No hay una forma de ser en Uganda? Después de todo, ahí están sus íconos e índices, que cualquier otro argentino reconoce: el carlito y la cocaína, el fervor futbolero y la impostación artística, la industria y el comercio, el progresismo y las mafias. Pero ninguno de estos íconos es de acá. Lo estrictamente ugandés es la combinación aleatoria de todos ellos a la vera del Paraná, y su posterior exageración. Y el único actor político con musculatura y vocación para ordenar ese revuelto es el Estado. 

Así como en la primera mitad del siglo XX el Estado nacional se puso a la cabeza de la industrialización, en las últimas décadas la Municipalidad se colocó como marca y motor de la identidad ugandesa. El fracaso de la Coparticipación Nacional es una regla donde el federalismo se interpreta según el lugar. Un país, veintitrés sistemas. Pero ninguno con margen propio.   

Para que un gobierno local se transforme en la Muni tiene que sacarse el lastre comunitario. De la aldea al gobierno local, y del gobierno local a la Muni es la malformación de la Ciudad Grande que no deja de ser un pueblo con gigantismo. Y ayuda mucho el separatismo globalista que se adueña de las almas del sector privado. 

Nuestra ciudad supo tener un saludable ecosistema de vecinales y clubes que convivían con el Estado municipal y diversificaban la forma de ser ugandés. Pero la volvían una identidad inasible, demasiado volátil. En su agonía, quedaron marcados los dedos municipales. 

Una vez constituida como única actriz civil en el tablero social, la Muni procedió a domesticar al resto. Compró, suprimió o pactó con quien fuera necesario. Como Tlön, la Municipalidad se volvió el mundo. Se entiende así que la Autonomía se exija como un derecho, aunque no exista en el campo de la necesidad.

Para seguir sosteniéndose, Uganda tiene que cortar las amarras que ponen en juego la identidad fabulada, y que la atan a otra más grande. La Ciudad Invivible no quiere ser más parte de una Provincia que fue Invencible, y que hoy es Invisible. 

Autonomía is the old new wave

Después de la Batalla de Pavón, Urquiza le encomienda a Ovidio Lagos inventar un lugar. En la trama, aparece la voz, el locutor del relato que nos hizo. La Capital, el diario más antiguo del Interior, y expresión decana de un deseo frustrado. Porque al proyecto de transformar a Uganda en el contrapeso de Buenos Aires, se lo comió La Nación, el nuevo narrador de la historia del país. 

Unos años después, ya parte de la Argentina integrada por Mitre y Roca, se hace la primera elección a intendentes de 1884. De los doce candidatos, sólo uno era de la ciudad. No era una cuestión de regulación, era una lucha por las oportunidades infinitas. Esa ambición, transformó al caballo en su corcel. Las anteojeras por la independencia hicieron estragos por la pertenencia. Esta piedra fundacional está en el pecho: Uganda tan sólo es un lugar. Sin Santa Fe, es un bloque de hielo.

A Uganda, el delirio de grandeza la llevó a ser lo que es. La provincia está dividida en dos circunscripciones, el Sur y el Norte. Y a Uganda le importa su salida al mar. Está incómoda en Santa Fe. En 1893, después de la segunda revolución radical, los ugandeses ocuparon la capital por unos días. Después de ahí, la puja de siempre: lo santafesino atrasa. Pero jamás, la pregunta fue inversa: ¿no será que las alas livianas del progreso ugandés generan ansiedad a una provincia con raíces hondas?

En el año 2004, una nota de Infobae salió al título: en un recorte poblacional de cuatrocientos casos, seis de cada diez ugandeses estaban de acuerdo con separarse de la capital. Lo llamativo, el 80 por ciento de los votos positivos eran de mujeres. Un clima de época. Mi cuerpo, mi jurisdicción. El derecho por la autonomía de los cuerpos se prolonga a los territorios. Y del territorio al poder. La búsqueda de la tierra propia. Todo lo que existe y es causa justa, en algún momento puede confundirse. No es lineal pero es historia.

En el mes de abril del año siguiente, en Coronda, el rito del ritual. La venganza se sirve fría pero se torna perversa. La herida que no cierra. En la Unidad 1, los comegatos fueron a la hoguera y, con el pacto de sangre, quedó una marca. El director del servicio penitenciario de ese momento lo dijo. Eran trece, los sacaron y masacraron por su condición. La solución, un muro. 

De un lado los unos, de un lado los otros: ¿pero de quién será la cárcel si todos estamos presos? Uganda de su nerviosismo, Santa Fe de su lentitud, el país de sí mismo.

La ciudad como un barrio

En la política ugandesa, todos los temas son el Tema. Usemos un caso práctico: la Agencia Antilavado que se discute en el Concejo Municipal nace con la pretensión de ser la cinta inaugural de la Autonomía. El principio de innovación jurídica que permitirá a Uganda ponerse al frente del proceso. Municipios del mundo, uníos.  

El lavado de activos como fenómeno que busca introducir al circuito legal dinero originado en actividades ilícitas es la piedra basal del paradigma autonomista. Una solución ugandesa a los problemas ugandeses. La invención de un organismo que sintetiza en los cuadrantes de Uganda los dos problemas de los que hablamos antes: la inseguridad y la vida económica.

Como promotores de la agencia especializada aparecen Ciudad Futura y Juntos por el Cambio. Dos caras nuevas, a pesar de que acarrean una década de actividad y un par de mandatos. El proyecto del oficialismo propone reformas sobre lo existente: agrega rubros y un sistema de alertas. Son los exponentes jóvenes los que crean algo nuevo, saltando los bordes jurídicos del Estado. Por eso fueron las buenas migas entre la presidenta del Concejo, María Eugenia Schmuck, y el bloque de Ciudad Futura las que destrabaron las discusiones.

La descentralización puede ser un criterio útil para mejorar capacidades de producción de información, planificación y control. Pero también da pie a ejercicios del poder donde cada uno juega para su puchero. Y después se sienta a una mesa a ofrecer lo que acumuló en la olla. 

El proyecto oficial no preveía la creación de un nuevo organismo. Solo una modificación de rubros y la inclusión de un sistema de alarmas. “Si los chicos se lo piden, sale”, dicen en los pasillos del Palacio Vasallo. Hay en esa definición bastante más que una chicana: hay una coordenada geográfica de la política ugandesa. Las cuerdas del pensamiento autonomista.

En esa línea, se posicionan dos partidos. Uno es Creo, del intendente Pablo Javkin. Un grupo de colaboradores que llegó al poder. Y ante el cual, el radicalismo UNR debió asumir que no soy yo, sos vos. A la espera de su turno. El otro partido es Ciudad Futura. Con trabajo de campo en la zona norte de la ciudad. Y el diseño de su pequeña urbe propia referenciado en un tambo, una quesería, un bachillerato y un polígono del Renabap.    

La iniciativa pactada fue anunciada antes a los medios que al cuerpo de concejales. La maniobra perfila un entendimiento que, para muchos, consolida una franja del espectro político que va de la Siberia a Nuevo Alberdi. La Nueva Normalidad de la política ugandesa.

Aguantemos, estamos pisando el mismo lugar

¿Y el mundo? ¿Qué queda del mundo? La carrera es lo que queda. El átomo, el alma, es el último resquicio donde la tecnocracia liberal quiere llegar. Está ahí, en el borde. Y Uganda, como siempre, no queda intacta con lo que pasa en el mundo: lo profundiza y lo vive intensamente.

Ahora nos situamos en la ciudad salteña de Cafayate, mientras el sol amenaza con despedirse definitivamente. Ugandeses viajeros en busca de una casa. Después de varios kilómetros por calles de tierras, golpean las manos al azar. Sale un hombre, con las manos llenas de arcilla, y una remera blanca desgastada que tiene al Canaya del negro Fontanarrosa.  El exiliado lo primero que hace es preguntar por la inseguridad de nuestro pago: cómo se vive donde te pueden matar en cualquier esquina.

Y de alguna forma se lo hace. Es el complemento de lo que hablábamos al principio. Si ser ugandés es azaroso, un botón de aleatorio en la playlist del destino, se entiende que quien quiera, efectivamente, ser, deberá antes que nada parecer. Se exageran así los aspectos cosméticos, sean auriazules o rojinegros. Fontanarrosa y los Monos: dos entes que de su exterioridad hacen una forma de interioridad. A falta de triunfos, se pondera lo que se tiene, aunque no sea nada gigante ni colosal. Llegar a cualquier lugar y ver que me vean: la identidad en función del otro.

Por eso el ugandés chicanea y quiere apropiarse de sus márgenes, pero sin unirse: desde la condescendencia capitalina con sus conurbanos. Pasa con Granadero Baigorria, por ejemplo, ciudad que considerada “un barrio más”. 

Hace algunos años la entonces intendenta, Mónica Fein, presentó el proyecto de refacción del Parque Cabecera Sur, a cargo del Ente de Coordinación Metropolitana (ECOM). Se presentó el proyecto y se hizo con una inversión millonaria. El espacio verde de “abajo del puente” se convirtió en un gran parque que busca borrar la frontera entre una localidad y otra. 

Esa línea fronteriza se extendió llevando también a Baigorria un ambicioso negocio inmobiliario que incluye la construcción del Sanatorio de la Mujer y una especie de shopping, como ya se hizo hacia otras fronteras. Ahora, se estira con la llegada del Puerto de la Música. El proyecto identitario más cajoneado de las últimas décadas, se muda al “barrio”. A la vez que invade sus contornos, Uganda se queda sin su símbolo. Ser afuera y no ser adentro, al mismo tiempo, esa es la cuestión.  

Nosotros tenemos que irnos. Uganda queda. Hasta la semana que viene.

Qué susto ver al suelo hundirse antes del salto

Hola. Otro lunes, pero este es especial. Se cumplen dos meses de nuestra primera siesta. Durante estas nueve notas, quisimos pausar la prisa de los lunes.

Hoy llevamos al paroxismo esa costumbre. Hoy queremos hablar del elefante en la habitación: la inseguridad. Que en Uganda es una crisis del susto.

Para escribir este texto le pedimos ayuda a nuestros amigos los libreros. Mezcla de jefe de cátedra y penúltimo almacenero, ellos toman como nadie la temperatura intelectual de la época. Por eso fuimos al Juguete Rabioso, Paradoxa, Oliva y El Trocadero. En cada lugar nos recomendaron uno de los libros que componen esta producción, permitiéndonos hacer sinapsis, linkear y cruzar data, y, en lo posible, construir pensamiento. Vamos.

Lo que puede un cuerpo

Hace rato que en Uganda la ficción no es competencia de la realidad. El asombro se va perdiendo en las profundidades del susto.

En El cuerpo del delito, Josefina Ludmer, historiza la literatura argentina a partir de cuentos que tengan como tema al delito. El crimen es para la autora instrumento de crítica literaria. Desde la violación en manada de El Matadero de Echeverría a la estafa que significa todo el proyecto creativo de César Aira. 

Ludmer dice, en el programa de su manual, que el cuerpo del delito no es un conjunto de autores y cuentos arremolinados como entidades autónomas, sino un corpus organizado en un gran espacio-tiempo, que termina por definir una cultura. Nos tomamos una licencia para reemplazar las palabras “cuento” y “manual” por las palabras “hecho” y “ciudad”, y decimos: lo que ordena el funcionamiento de Uganda es el crimen.

Fundada como posta de caminos, enseguida se transformó en el centro de contrabando que sigue siendo. El único cambio lo que vendieron: primero fueron bienes muebles, después vino la trata, y en el siglo veintiuno se agregaron los cereales y las drogas.

Pero hoy la cosa se desbocó. El orden está desordenado. Ningún sector del crimen o de quienes debieran combatirlo logra imponerse. No hay un programa que unifique el corpus de los hechos. En el medio quedamos los ciudadanos, lectores pasivos de un manual macabro. 

cs_uganda 

El monopolio de la violencia está en subasta y la puja la van ganando los pequeños inversores.

Estamos bajo el azote del sustismo. Es este un hermano menor del terrorismo. No hay estructuras complejas ni grandes capos transnacionales que amenazan la ciudad desde sus márgenes. Su forma organizativa rara vez excede el tercer grado de separación. Pero de igual forma las calles se vacían y todo el mundo anda procurando no recibir el número ganador en la lotería de la anomia«Esto no es vida” se dice en Uganda frente a cada muerte. Luego, la encogida de hombros: si el miedo paraliza, el susto obliga a seguir.

Hay un movimiento “Sé tu propio Jefe”, versión cabeza. Emprendedurismo criminal. La iniciativa privada del fondo de olla. Se entremezclan hijos de, nuevos ricos y gente anónima con ganas de ganar guita o prestigio, que aprovechan la oportunidad e inician su propia Pyme ilegal. Y lo que venden no es tanto droga, sino, y sobre todo, susto. De ahí obtienen su plusvalía.

Sayak Valencia, en Capitalismo Gore, se pregunta hasta qué punto el repudio al negocio de la violencia no ayuda a fortalecerla. Se sabe: no existe la mala publicidad. La condena que el Círculo Naranja sobreactúa, sin atacar las bases que permiten el florecimiento de estas empresas criminales, ayuda a apuntalarlas. Repudio y condolencias no se niegan a nadie.

Es una ficción ciudadana podrida desde los cimientos. Sin los flujos de dinero taca taca provenientes del crimen organizado, nuestro aparato económico se derrumbaría. Sin las oleadas de robos y asesinatos y su saldo convertible en influencia, el curro no vale la inversión. Sin el susto que la atraviesa no se comprende por qué Uganda está ahogada en un vaso de agua, tan turbia como el Paraná.  

Estado sin estaño

El primero de mayo se incendió la Secretaría de Desarrollo Humano de la Municipalidad de Rosario. La pericia encontró rastros de un líquido inflamable entre el mobiliario achicharrado. El día anterior, Martín Stoianovich había publicado una nota en la que contaba sobre el comedor comunitario que Ariel “El Viejo” Cantero apadrinaba en la Vía Honda, con asistencia del Estado Municipal.

Cualquiera pensaría que la ecuación es simple. Un 2+2. Ojalá. Lo que ocurrió fue, tememos, algo peor que un crimen. Fue un error.   

Parecería que nadie en el Municipio sabía que estaban brindándole ayuda a Cantero para darle de comer a una villa. Y que nadie, ni en el gobierno provincial ni en la Justicia, consideró pertinente advertir que uno de los sindicados narcos más peligrosos del país, recientemente detenido en un operativo espectacular, era además un referente barrial que administraba indirectamente recursos estatales.

Que el Viejo, más allá de sus delitos probados y por probar, esté en su derecho, como cualquier ciudadano, de realizar proselitismo, es otra discusión. Pero si los sustistas tienen de rehén a una ciudad entera es, sobre todo, por la falta de inteligencias.

Insistimos en el plural. Faltan o fallan aparatos estatales que recopilen información, la centralicen y la pongan a disposición de quien corresponda. Tampoco existe astucia para entender la realidad que se administra. Como Yerry Mina frente al Dibu Martínez, se exagera una situación manejable. Y a la hora de rendir todes se van diciendo yo no fui. Hay políticas de Estado, pero faltan políticas de estaño.

Es esa cualidaden apariencia intuitiva, que Jauretche denominó estaño, la principal carencia de quienes están a cargo de hacernos sentir seguros. Hay funcionarios que son bichos. Pero colapsados por lo urgente, reventados por la agenda de la política para políticos, se les calcifican sus capacidades. 

Con apenas un grabador y su olfato periodístico, Stoianovich, autor del libro de crónicas Quién cavó estas tumbas, describió una falla estructural del sistema político de Uganda.

En la selva se escuchan tiros

Teniendo esto en cuenta, se entiende el por qué de la inacción de los distintos gobiernos.

Desestimamos el mp3 de Señor Cobranza. El decir que todos coaccionan. La indignación frente a los que son socios en la joint venture de esta jungla. El sentido moral de ese tema, con sus absoluciones o condenas, es ajeno a estas líneas. 

Hablamos de aquellos que en verdad se preocupan, pero no se ocupan. Es que no podrían. El juego en el que estamos escapa a la lógica a la que está acostumbrada la política. Porque no hay campos definidos. Las víctimas del sistema, adoradas por el garantismo, en Uganda se vuelven victimarios. Los guardianes de la ley son sus principales transgresores. El lucro sustista es un gordito dueño de la pelota: rompe toda regla incluyendo las que impone.

Se vuelve necesario otro enfoque. Y conlleva algo que no abunda: tiempo.

Porque mientras tanto se radica un nuevo problema. La materia no tolera el vacío. En un cuerpo, si un órgano es incapaz de funcionar, otro intenta reemplazarlo. Casi siempre fallará, cierto. No importa. La especificidad no determina el ejercicio. 

En Linchamientos. La policía que llevamos dentro distintos autores tratan de abarcar los casos de eso que se llama justicia por mano propia, y lo que queda claro es que eso es una categoría válida. Se trata en última instancia de lo inefable: gente común transformándose en asesinos. 

Batman es efectivo como relato porque es uno solo. Porque es un millonario trastornado. Decenas de laburantes amasijando a un choro escapa a toda regla o marco de comprensión. Y la cosa ocurre también a la inversa: cuatro delincuentes matan a un policía en un control de rutina, y nadie sabe qué pasa a continuación.

Dijo el poeta: de los laberintos se sale por arriba. Qué susto ver al suelo hundirse antes del salto.


Títulos, autores y beneficios

Como parte de nuestra comunidad lectora, durante el mes de junio podés conseguir con descuento los libros que componen el estado del arte ugandés.

El cuerpo del delito, de Josefina Ludmer tiene 10% de descuento en El juguete rabioso.

Capitalismo Gore, de Sayak Valencia, tiene 10% de descuento en Paradoxa.

Quién cavó estas tumbas, de Martín Stoianovich, tiene 10% de descuento en Oliva.

Linchamientos. La policía que llevamos dentro, compilado por Ariel Pennisi y Adrián Cangi, tiene 10% de descuento en El Trocadero. 

En banda

Hola. Espero que ayer hayas disfrutado de nuestro día. Es bueno celebrar junto a los seres queridos las fechas que nos importan.

Y ya que hablamos de almanaques: se cumplió un mes de nuestro primer encuentro. Un mes, ¿podés creer? El tiempo es un flujo inestable. Algunas horas, algunos años, son más espesos que el resto. Tienen otra densidad. A veces el pasado sigue pasando después de haber pasado.

Eso nos lleva a la siesta de hoy. Que arranca en 2006.

Estamos en la plaza de la esquina de mi colegio. El Negro Salcedo, uno de 3er año, se la juró a unos rugbiers de 5to. Quedaron en encontrarse a la salida. Los rugbiers son cuatro, son más grandes y son rugbiers: en pocos minutos lo dejan en el suelo. Salcedo escupe y juramenta. A los dos días, un rumor corre en el recreo: El Negro conoce gente que conoce gente. Y mandó a llamar a unos de GSP. 

En la mente de cada alumno se cierran persianas imaginarias. Sin embargo a las 13.05 las escaleras de cemento de la plaza Florencio Sánchez están llenas. En el centro del foro, el Negro Salcedo, y a su lado, tres pibes de guardapolvo, pantalones anchos y visera. Son ellos, murmura alguien.

Los pibes de Gran Sensación Popular (GSP) eran los más célebres, pero no existían en soledad. Además de su banda, también estaban los de La Mafia Electrónica. Y los de La Fabela. Y la Banda del Cucha, Ciudad de Dios, El Mando, La Banda de Tablada, Los Ninios Populares… La lista es inagotable. Si tenés entre 25 y 35 años seguro te acordás de alguna otra. 

Eran grupitos de amigos y amigas que se embanderaban en chats y fotologs de Terra. Gedían en los pasillos de los shoppings. Robaban a los desprevenidos en los parques. Se amontonaban en las puertas de Sonic, Mediterráneo y Alto Pelado. Se cagaban a trompadas por broncas dudosas. Inspiraban admiración y repudio en partes iguales. Eran temibles. Eran inefables. Tenían un nombre además del propio. 

En la primera década del siglo, cientos de adolescentes se afiliaron a bandas así. Otros cientos no formaban parte pero decían que sí, porque pertenecer, incluso en apariencia, era una talismán y una llave para mandar.

Ese mediodía, por ejemplo, no pudimos saber si los que estaban con Salcedo eran o se hacían. 

Los rugbiers no aparecen. La multitud se disuelve. El recuerdo también.

Primero de Mayo y Alem. La Plaza de los Recuerdos.

Hasta que de golpe es abril de 2022. Fumo un cigarrillo en la puerta de mi trabajo. Estoy teniendo una buena mañana: los números de la nota de Sofía sobre Mundo Aparte andan muy bien. Por eso, cuando pasa Salcedo por la vereda, en vez de saludarlo con la cabeza y dejarlo ir, lo atajo. Le busco charla.

Sale a la conversación aquella pelea con los rugbiers. Pregunto por los de GSP. De dónde los había sacado, si sabe qué fue de la vida de esos pibes.

⸻Sí… No sé… De GSP nunca más curtí con ninguno. Al que seguí viendo de ahí es a J… que estaba en la banda X…⸻ responde, incómodo y se apura a agregar: ⸻Pero no va a querer hablar.

Hay un fusilado que vive. Una memoria que creía sepultada levanta sus orejas en la boca de mi estómago. Le pido el contacto. Al principio Salcedo se niega. Pero insisto tanto que cede. Me pasa un celular. Esa misma tarde llamo.

⸻¿Hola?

El Negro Salcedo me contó que J… tiene un negocio en Gálvez, frente a un frigorífico. Por eso apenas contesta miento. Digo que estoy haciendo una nota sobre el barrio. Quedamos en encontrarnos el sábado por la mañana.

Tengo dos días. 

Como un alzado que sale del boliche, empiezo a tirar mensajes para todos lados:

⸻¿Te acordás de esas bandas de pibes de mediados de los dos mil?… Che, vos que anduviste mucho en la calle siempre, ¿conocés alguno de la Mafia Electrónica?… ¿Sabés si los de La Fabela…?

El Elefante, a quien conozco de las tribunas de Argentino, dice no acordarse de nada pero sentencia:

⸻Según entiendo fueron las inferiores de la delincuencia de hoy.

Coincidiendo con él, Miguel Ángel, un ex integrante de La Hinchada Que Nunca Abandona, me cuenta que algunos pibitos de La Banda del Cucha terminaron en la barra de NOB. Después de la anarquía que significó la partida del Pimpi Camino, los pibes ascendieron. Y se constituyeron como la nueva dirigencia: si algo no tolera el poder es el vacío. Cuando le pregunto por algún contacto me dice:

­⸻En esa época que ellos eran giles, mandaba yo. Y cuando mataron al Pimpi y me corrí ya no me importaron. Por eso no me acuerdo de ninguno.

Carina, que desde chica anda por Zona Norte, me señala el carácter policlasista de las banditas. Contra el imaginario que quedó de aquella época, en los grupos convivían pibes de distintos sectores:

⸻ En 2008 anduve un tiempo con uno de La Mafia Electrónica. Vivía en una mansión de Alberdi, por calle José Hernández. Era medio piyi, ¿te acordás de los piyis? o sea era un banana bárbaro, pero de mucha mucha guita. Quiero decir que, al menos esos pibes, no eran todos negros cabezas. Había blancos cabezas también, je.

Consigo el número de Fernando, que militó en Ciudad De Dios. Me informa:

⸻Con tu mensaje me hiciste volver el tiempo atrás. Todo el asunto arrancó como en joda y después quedó. Y lo que era joda se volvió algo serio. Sinceramente no se me ocurre por dónde empezar. ⸻ y no me manda más nada.

La última que me responde es Juli, una docente. Me  manda un link de un blog que se armó durante un curso de informática: “Esta banda se dedica a ganar un respeto” dice la entrada firmada por un tal Sebastián, que se reconoce como GSP.

La lectura de aquel blog me inspira: si nadie más va a responder, googleo. Me paso horas en internet. Escarbo páginas a las que el algoritmo llega tarde o mal.

Leo notas policiales, como esta sin firma en La Capital, que asegura que “es complejo determinar cuáles son las diferencias que separan a estos grupos. La clave está dada en los sentidos implícitos y derivados del verbo mandar. Sólo basta decir: ‘LME manda’ para instalar las condiciones ideales para una pelea que puede ser verbal o ir más allá de las palabras”.. 

Me cruzo con canales de YouTube de los Ninios Populares. Ninio Juancito filma a sus amigos caminando por el parque. Ninia Maqi hace collages en Movie Maker con Brillante Sobre El Mic de fondo. Los veo joder. Ser pibes como cualquiera.

Llega el sábado. Estoy en Gálvez, frente al almacén de J… Inspiro, exhalo. Los pulmones se me llenan del aire pesado y rancio del frigorífico. Toco timbre. Alguien se asoma. 

El pibe debe tener mi edad pero parece más viejo. Tartamudea. Nunca me mira a los ojos.  Es, en una palabra, raro. Todos los que sobrevivieron a algo son así como es él: caminan arrastrando los pies. Aceptan todo lo que les pasa. Las costumbres, los saberes adquiridos, el instinto: nada parece funcionar en ellos. Sólo les queda la rutina. Gestos mecánicos. Como si su vida fuera la cáscara vacía de una vida anterior, más plena.

Me presento. Hablamos un poco del barrio. Enseguida desvío la conversación hacia el tema que me interesa. J… no se sorprende. Parece que nada podría hacerlo. Si un tiranosaurio pasara por la avenida no le causaría más sorpresa que mi pregunta:

⸻¿Cómo era estar en la banda de X….?

Apoya sus manos en el mostrador, estira los pulgares.

⸻Había pibes bu-bu-buenos pero ta-también había de los otros.

⸻¿Hablás con alguno?⸻ insisto.

⸻Muchos se resca-ca-cataron. Hay varios que están tra-trabajando de embarcados, porque es la única que-que encontra-traron. Irse y dejar todo⸻ sacude la palma sobre el hombro. ⸻En cambio, otros….

Dos tipos entran al almacén hablando a los gritos. J… se calla de repente. Vuelvo a la carga.

⸻¿Qué querés decir?

Niega con la cabeza. Y en voz baja me pide que me vaya. Sus ojos van de mi cara hacia los dos que esperan ser atendidos. Me persigo. Busco indicios de peligro. Pero es delirio de J… Los tipos sólo están ahí para comprar un poco de pan, tal vez una cerveza. No mucho más. Me encojo de hombros y me despido. Toda la charla me parece una pérdida de tiempo. 

Villa Gobernador Gálvez, aquella ciudad perdida entre galpones, baldíos y casas.

A la madrugada me llega un audio. Es J… Por el tono y el volumen de su voz, es obvio que está re puesto. Lo extraño es que, aunque arrastra las palabras, ya no tartamudea:

⸻ Nosotros fuimos unos capos porque tuvimos todo: fuimos los reyes de la ciudad, y después terminamos en la lona. Rosario hoy por hoy es un infierno y nosotros ayudamos a prenderlo. Y nos quemamos nosotros también, pero qué mierda me importa. Lo importante es que todo está prendido fuego…. A veces tengo miedo. Otras me da orgullo. Y otras me da miedo que me dé orgullo, no sé si me explico…

Que tengas un buen lunes. Nos vemos la semana que viene.

Ni un pez, ni un arlequín, ni un extranjero

Buen lunes. Espero que andés bien.

Estoy muy contento de que podamos encontrarnos de nuevo mediante esta maravilla que es la palabra escrita, prueba irrebatible de que la telepatía existe: escribo en mi casa, me leés donde fuera. Hoy mi mail, nota o cómo se le quiera llamar, va sobre un hallazgo. Un lugar que encontré carancheando en la ciudad.

Porque si, como decía el poeta, la vida de un hombre puede reducirse a un único momento, un precioso instante en el que intuye quién y para qué es, entonces todo el devenir de un territorio debería poder hallarse, concentrado, en un solo edificio. Un punto geográfico que condensa todos los espacios circundantes.

Ese lugar, esta sinécdoque existencial, es, en Uganda, la Comisaría 15. Llegué ahí por motivos penales que no vienen al caso. Y entre sus paredes descascaradas y carteles impresos en Arial 20 encontré una Rosario en miniatura.

En la puerta había dos indias, esperando algo. Una, la mayor, tejía. La más joven tenía la hechura del barro seco. Dentro de la taquería estaba un viejo, que me contó que había sido víctima de una estafa electrónica. Tras el mostrador me atendió un oficial de policía del montón: moreno, pelo cepillo, aires de importancia y sumamente amable con todos los que le hablaran con el tono indicado. Un tono que es parecido al que usan las prostitutas con sus clientes.

En las cuatro horas que estuve ahí vi desfilar a una mujer a la que le habían usurpado la casa, un psiquiatra de un manicomio de la zona que venía a avisar la fuga de un interno, una señora que acusaba a sus vecinos de maltrato animal, tres denuncias por robo, una por un choque entre una moto, un auto y un colectivo, dos personas que habían perdido los documentos y se enteraron que ese trámite ahora se hace en los distritos, y una pareja que se acusó mutuamente por maltratos y que terminaron demorados ¡en la misma celda!

Cada uno de los temas más dinámicos de la agenda de nuestra ciudad se ponían en funcionamiento en la sala de espera: la malaria económica, la antipolítica, la crisis habitacional, el caos de la movilidad, la violencia de género, el animalismo, la malaria emocional y, obviamente, la inseguridad.

Tomé un montón de notas durante todo ese tiempo. Y para no. Frente a mis ojos y oídos, y también narices, porque una comisaría, además de verse y oirse, huele, huele a humedad, a aceite de motor, a sudor, a tostadas, a perfume de mujer policía, se daba una especie de puesta de escena grotesca. Como si fuera una obra inédita de Armando Discépolo, cada secuencia seguía una lógica similar, donde la confusión hilarante daba paso a sentimientos más pesados. 

Algunas de esas anotaciones me parecen dignas . Por ejemplo:

No sé si es normal que la gente se largue a llorar sola y se siente en el piso sin saber qué hacer. No sé si es normal. Seguramente lo sea. Pero eso no lo hace menos duro de ver.

Otras son francamente malas, pero comparto una porque sé que la autohumillación está de moda:

Esa es una de las cosas que se hacen en una comisaría. Sentarse a no olvidar. Repasar lo que pasó hasta que ya pierde un poco el sentido. Y también la importancia.

Y también hay otras que son ambiguas, como este monólogo que improvisó el doctor sobre su paciente fugado mientras compartimos un cigarrillo, esperando al sumariante.

—Un día nacés y cuarenta años después te tirás de un tapial de cuatro metros de alto. Vas rengueando hasta la avenida. No conocés a nadie, nadie te conoce. Te acordás de un pariente lejano, de un amigo que no ves desde la secundaria. Te inventás un lugar al que ir. La clave es moverte. Vas, venís, pero siempre encontrás una excusa para no alejarte mucho. Y al final, pasan las horas. Te sentís cansado. Volvés. Porque estás atrapado, aunque saltés la pared más alta del mundo estás atrapado. Siempre volvés.

Medio lacónico ¿no? Capaz peca de forzado. Pero eso fue lo que me dijo el psiquiatra. Es una transcripción casi casi textual. 

Sobre el final de la tarde, cuando oscurecía, las indias de la puerta, que todo el rato habían permanecido aparte, empezaron a gritar. Se me erizaron los pelos de la nuca. Pensé en incendios, imaginé turbas iracundas. Pero era otra cosa: desde una puerta lateral salía un reo esposado.

El policía que lo acompañaba lo llevó hacia el centro de la sala. Las indias ahora lloraban. Cuando el pibe fue liberado de las garras de metal que le sujetaban las muñecas, se vio rodeado por el abrazo de las mujeres. En la confusión de cuerpos girando estrechados, alcancé a ver que el reo también lloraba. Estoicamente. Mientras las indias invocaban gracias mirando hacia el cielorraso, él apenas soltó algunas lágrimas, con la vista perdida en el suelo. 

Toda la secuencia tenía cierto aire de teatro. Los gestos, las palabras eran exageradas. Como pasa en la vida cuando los sentimientos son reales. Es que a veces la realidad es tan intensa que se vuelve irreal. Diganlé si no al cana presente en la escena, al que descubrí moqueando emocionado.

En la Comisaría 15, sita en el corazón de Zona Sur, encontré condensado todo lo que es Uganda. La inseguridad no ya como drama, si no como rutina. Las veredas anchas. Esa forma tan particular de contarle las costillas a todo y a todos, que se esconde en una mirada suspicaz o en un comentario colocado milimétricamente como si fuera al pasar. La mezcla improvisada. El tedio. El culoinquietismo. La falta de fe en las instituciones que supimos conseguir. La convicción de que podrían ser mejores. Los vecinalismos de distinta índole. El mirar paranoico por encima del hombro. La charla utilizada como pasatiempo. Los lugares comunes que son eso, lugares comunes, pero que se vuelven insólitos si uno quiere

Porque acá el sol golpea tan fuerte que todo busca sombra. Es una cualidad básica del paisaje: las cosas tienden a ocultarse para sobrevivir. Y se repliegan en dobleces. Habrá que desplegarlos. Como canta Barfeye en “Comisaría”en este manicomio a cielo abierto que es Rosario no te encuentro y no te dejo de buscar.

Con ese temazo termina la siesta de hoy.

Nos vemos el lunes que viene.