Hace un par de días casi que nos matan a todos. Audios viralizados hablaron de un toque de queda narco, de merca robada, de balas para cualquiera que anduviera a la noche por algunos barrios. Algunas escuelas suspendieron clases por amenazas, amenazas que se replicaron: unas en serio, otras en broma. Todas para abonar a un pánico colectivo, pero limitado a lo virtual.
Para mí empezó el miércoles 10 de mayo por la mañana, cuando me subí al remis del laburo para ir del centro a la zona norte. El mapa calculaba unos 25 minutos, pero el viaje se estiró pausándose en hileras de tráfico. Roca, Avenida de la Costa, Carballo, Sabín, Pacheco, Zelaya, Baigorria, Medrano.
Al llegar a destino, en el cruce con Siripo, barrio La Cerámica, vi una casa con el frente pintado con una dedicatoria a alguien: Brandon, el mismo nombre que se repetía en el asfalto y en paredes de esa esquina.
Quería saber dónde estaba parado, entonces, antes de ocuparme de mis asuntos me acerqué a la casa a pecar de curioso. Desde la vereda una mujer sentada en su reposera me miraba con ojos de incertidumbre. La puerta estaba abierta, y de ella, cuando me acerqué y escucharon mi voz, se asomaron un adolescente y una chica un poco más grande.
Sentí que incomodaba. Pero generalmente lo vale. Hablamos: la señora me contó que en octubre pasado su nieto Brandon y un amigo murieron en un accidente.
Les pregunté si conocían a Jeremías, el pibito de 15 años que la madrugada anterior había sido asesinado a tiros a 50 metros de ahí, sobre Siripo al 1400. Me dijeron que sí y, como si la cosa necesitara más drama, me contaron que había vivido un tiempo con Brandon, cuando la madre de uno salía con el padre del otro. Que eran muy amigos y que la mayoría de pintadas que recuerdan a Brandon habían sido obra de Jeremías y otros pibes.
Les creí cuando me dijeron que Jeremías no estaba metido en problemas. Al menos uno tan groso que pudiera costarle los varios balazos que por mirar el celular no había podido advertir, a diferencia de quienes estaban con él y corrieron al ver a un tipo asomándose por la ventanilla de un auto con un arma en las manos. Qué problemas, pensé mientras volvía al centro, podía tener un pibito de 15 años. Pero estamos acá, en Uganda, donde desayunamos leyendo o escuchando cómo los límites de lo posible se arrinconan contra un abismo que, encima, nunca llega.
Dos días después volví a La Cerámica. Habían matado a un muchacho de 36 años igual que a Jeremías: lo balearon a la medianoche desde un auto, cuando tomaba una cerveza en la vereda con unos amigos. A los dos días, ahí nomás, de la misma manera mataron a Máximo, de 13 años, y a Maite, de 14.
Recordé el contacto que me había llevado en la primera visita, le escribí y me respondió la chica. Como la historia se empeñaba en ser bien jodida, me contó que Máximo era su sobrino y amigo de Jeremías y Brandon.
“Los narcos están cumpliendo y ahora dicen que nos van a quemar la casa”, tituló mi compañero Claudio en las notas sobre el doble crimen. Para entonces en La Cerámica se había instalado con fuerza implacable un rumor que hacía unos días daba vueltas: el robo a una casa como detonante del terror.
Con las horas llegaron los detalles y las versiones. No se habían robado una garrafa o un ventilador como dijeron en un principio: el botín era una carga de cocaína, algunos dijeron 10 y otros 20 kilos, manoteada de una casa en la que iba a instalarse una banda narco. Mientras no apareciera la merca, decía el rumor, cualquiera que anduviera por la noche en las calles del barrio iba a ser asesinado.
Todo esto fue entre el miércoles 10 y el lunes 15 de mayo. Para entonces habían empezado a correr unos mensajes de WhatsApp. “Les robaron droga a uno de los Cantero y están matando a cualquiera hasta que aparezcan los 3 que les robaron”. “Van a matar a cualquiera. De noche. Al que esté en la calle los matan. Y ya van matando a 4 chicos que no entienden que no es joda”.
Para el martes esos mensajes volvieron a aparecer, pero esta vez con la marca de reenviado muchas veces. “Yo no sé si es verdad o no”, “La misma policía lo está avisando”, “Toque de queda”, “Van a matar a todos”.
Ese día y el siguiente las escuelas de La Cerámica tuvieron un nivel de inasistencia inédita: el 90 por ciento de los alumnos se quedaron en sus casas. Solo fueron al mediodía, a la única que entrega comida, quienes no podían satisfacer esa necesidad de otra manera.
Por la noche del jueves me escribió la tía de Máximo: me mandó, además de los audios virales, una serie de fotos y videos. Un tipo muerto dentro de un auto, otros dos agonizando en el suelo y una captura de pantalla que repetía aquello del toque de queda. El mismo pack llegó de parte de colegas y de amigos de otra ciudad.
Periodistas porteños se tuitearon encima con deducciones hasta cómicas que después llevaron a la TV. El clima virtual se puso por demás de espeso. Pánico y locura, en pocas horas, de La Cerámica a zona norte.
Como si quien quisiera pudiera agarrar su celular y fabricar un clima de terror tan solo rejuntando una serie de posibles sucesos imaginarios en esos barrios en los que se situaba el supuesto toque de queda: 7 de Septiembre, Rucci, Zona Cero. Pero real en La Cerámica, donde tres adolescentes y un hombre habían sido acribillados sin ningún tipo de explicación y sin que nadie decretara nada.
Reconocí las imágenes sangrientas, eran de homicidios de otras ocasiones. También aparecieron los registros de un despliegue policial en la otra punta de Rosario, el sudoeste extremo, donde se había hecho una convocatoria por redes para arengar una pelea de pibas que fue dispersada con balazos de goma.
Era lógico, pensé, que se viralizara de esa manera, todo mezclado. Siempre impacta más la ficción, aunque esté compuesta por retazos de nuestra realidad tantas veces indigerible.
Los días siguientes escuelas del centro y otras de distintas zonas suspendieron las clases por amenazas de balaceras. La bronca de presos de alto perfil de la cárcel de Piñero con el Servicio Penitenciario -contexto de un ataque a tiros a una escuela de Empalme Graneros- se mezcló con la boludez de una alumna que pegó un cartel con lenguaje tumbero en su escuela de Las Flores, para después llorar en la comisaría cuando le admitió la broma a su mamá.
Para el ministro de Seguridad, al menos según le dijo a la prensa, se trató de una manera de “preocupar e intranquilizar a la población, seguramente con intencionalidad espuria”. Llevó los audios viralizados a la Justicia para que se trate de identificar al autor y ordenó que durante unos días la policía anduviera a toda hora por La Cerámica. En la Justicia se inició una investigación para tratar de llegar a alguna certeza.
Desde la Fiscalía, con la honestidad que permite el off, dicen que la puesta de recursos en este lío es tanta como el tiempo que se pierde cuando a fin de cuentas se sabe que todo fue humo. Pero que los recursos hay que ponerlos: nadie se anima a arriesgar a decir cuándo hay seriedad y cuándo no, por las dudas se mete todo en la misma bolsa.
Gente encerrada, escuelas vacías, videitos y audios terroríficos nos dieron esta guerra de los mundosversión Uganda. El sustismo, hermano menor del terrorismo como se dijo acá alguna vez, lo hizo de nuevo.