Activismo gordo

Buenas.

Hace unos días fue el Día de la Tradición. Esta tiene un componente sacro: en lo tradicional hay algo, terrible y hermoso, que es más grande que lo humano.

La costumbre, en cambio, es mundana. A veces es un mero invento, un rito falso que no responde a otra cosa que al lucro o el interés sostenidos en el mediano plazo. Pero otras veces la costumbre es una tradición degenerada. Puede haber sido sagrada en algún momento. Pero su sentido se perdió: solo quedan gestos vacíos, fieras venganzas del tiempo.

En esa categoría entra cierta política mañera que el peronismo supo expresar, y que en Uganda tomó su forma ideal en Villa Gobernador Gálvez durante los 90. 

Su vida entera fue un canto de cisne al caudillismo, cuyo eco resuena todavía con toda la fascinación que guardan las ruinas. Hablamos de Pedro Jorge El Gordo González.

Su biografía estuvo signada por el peronismo. Nació en 1946. Dejó el poder en 2015. Y murió en 2017. 

Se crío en Sargento Cabral, un pueblito del departamento Constitución. De chico soñó con ser astro del fútbol. Cerca de su casa vivía un tractorero, que los fines de semana enganchaba un carro a su Pampa, llenaba el tanque de kerosén, y se llevaba a la pibada a probarse en Central o Ñuls. Con este último club fichó el Gordo. Llegó a jugar en la Reserva.

Pero la Providencia le tenía guardado otros caminos.

Dejó el fútbol, se casó y ya establecido en Villa Gobernador Gálvez, se puso a trabajar de viajante de marcas de gaseosas. En paralelo, comenzó a militar en el justicialismo, siguiendo la estrella de Enrique Gomara, presidente de la cooperativa eléctrica de la ciudad.

Lo de González era proselitismo puro. No le interesaba mucho hacer carrera. Era inteligente: se daba cuenta que su temperamento febril, su boca floja y su reputación de tipo duro no le iba a servir en un rubro donde generalmente triunfan las personalidades flemáticas, los que saben callar, los que pueden conservar la frialdad que se necesita para ejercer el poder.

Esa decisión de meterse en política pero hasta ahí cambió a finales de los 80. En la época de la hiper surgía un nuevo servicio que prometía mejores ganancias que la venta de 7up: la televisión por cable. El Gordo decidió cambiar de negocio. En Uganda, siempre más adelantada que el resto, ya pisaba fuerte una empresa llamada Galavisión. Con la picardía que lo caracterizaba, González bautizó a la suya Galvezvisión.

Sin embargo, la Municipalidad no le dio los permisos que necesitaba para tender la red de cable coaxil. Lejos de frustrarse, el Gordo tomó una decisión que cambiaría no sólo su vida, si no la de su familia y la de todo Vegegé.

En su primera elección el Gordo obtuvo el 18% de los votos. Como existía la ley de lemas, eso le alcanzó para ser intendente: su sublema fue el más votado del Partido Justicialista, que alcanzó el 63% de los sufragios.

Cuando tuvo que renovar, en 1995, el sublema de González sacó 64%. El peronismo en su conjunto, más del 80%. Fue una elección que quedó en los anales de la historia argentina: en la elección de concejales el oficialismo no sólo ganó las bancas que ponía en juego, si no la totalidad.

¿Qué pasó en el medio? Pasó el activismo gordo. Una combinación de obra pública y gestión social que dio vuelta como un guante a la ciudad más ugandesa del Gran Uganda.

Vegegé no tenía transporte público. El Gordo, junto con Reutemann y Cavallero, inauguró la primera línea de colectivos metropolitana de la región.

Cada vez que llovía el Saladillo se rebelaba, se salía del cauce y se llevaba puesto medio Gálvez. El Gordo fue el más activo impulsor de la canalización, que terminó con las inundaciones y valorizó las propiedades al sur y al norte del arroyo.

El Club Sportivo supo ser la gloria deportiva de Gálvez. Pero desmanejos lo habían puesto al borde del remate. El Gordo lo salvó, lo reformó y creó el Polideportivo Municipal, donde se entrenó la Bonita Bermúdez antes de ser campeona mundial de boxeo.

Donde había un basural se creó un Parque Industrial que hoy no tiene parcelas libres. Se le agregó una segunda mano a la ruta 21. Grandes terrenos inundables fueron rodeados de terraplenes y se creó la reserva natural Parque Regional Sur. Se pavimentaron calles, se hicieron cloacas, se le dio títulos de propiedad a las familias que vivían en tomas.

La lista es inmensa y no alcanzan estas líneas para hacer su apología. Pero la mayor inversión pública, la más valiosa, no en cuestión de guita, si no en términos humanos, fue la estatización de la calesita de la Plaza de la Madre. Que el Gordo anunció durante un acto con el presidente Carlos Menem:

—Cuando era chico llegaba un parque al pueblo y los humildes dábamos una vuelta en la calesita, y los que podían daban muchas. Hace unos días iba camino a la Municipalidad y veo en la calesita de enfrente que dos estaban dando vuelta y diez estaban colgados del tejido. Entonces ¿qué hice? Fui, cacé un par de cheques y compré el carrousel. Gratis para los chicos de Villa Gobernador Gálvez y de todo el sur. De esta forma, presidente, con cosas chiquitas, se hacen las grandes cosas.

Hay otro aspecto de González que es, junto con las gruesas parrafadas de denuncias -ninguna probada- con las que sus detractores intentaron injuriarlo, por lo que más se lo recuerda.

Me refiero a su fino uso de la retórica plebeya argentina. Ese arte oratorio que mezcla compadreadas con juegos de palabras, y que llegó a su cúspide en los 90, de la mano de geniales declaradores como el propio Menem, Maradona y Charly García.

En una entrevista, un novel periodista llamado Luis Novaresio, con quien llegaría a tener buen trato, lo increpa al Gordo:

—Se dice que usted es un mafioso.

González paladea, se muerde los labios, parece dudar y finalmente, con cara de cansancio, le retruca:

—Se dice cada cosa… ¿Sabe también lo que se dice Novaresio? Que usted es puto.

En otro momento, se lo identificó como dueño de una mansión en Estados Unidos.

—Miami Beach no es del estilo del Gordo González- fue su defensa.

En un cruce lo chicaneó al concejal ugandés Miguel Zamarini:

-¿Ustedes quieren ser una ciudad turística? Está perfecto, es cosa suya. Mandenmé a Gálvez las fábricas y los negros que quieren laburar, que yo los voy a saber valorar.

Cuando se le preguntaba cómo había logrado gobernar la tercera ciudad de la provincia, y una de las más desiguales del país, respondía:

-Cuando estaba con las gaseosas, la que más vendía era Cola marca “12”. Si le pude encajar eso a los almaceneros, puedo hacer lo que quiera.

En su vejez, acaso con menos paciencia que antes, llegó a decir sobre la inseguridad:

—¿Cuantos serán los choros? Diez, quince. Hay que hacerlos mierda. A los que son chicos hay que darles con la cultura, y a los otros hay que darles con los palos. Y se terminó la joda.

Todas las mañanas se formaba una cola de gente en la puerta de la casa del Gordo González. Eran vecinos que venían a plantearles sus problemas. Un desocupado, una vecina con la vereda rota, un caso de abuso. Lo que fuera. El Gordo los escuchaba y trataba de dar con las soluciones.

Su hogar funcionaba como una especie de Muni paralela, abierta las 24 horas. Algunos incluso tocaban timbre sólo porque se estaban meando y necesitaban pasar al baño.

Ana María, una de sus hijas, me dijo hace poco:

—La figura de mi papá como político era muy particular porque era de puertas abiertas. No había diferencia entre lo público y lo privado. Tuvimos que aprender. No fue fácil pero entendíamos que era una elección suya y lo hacía feliz. Y eso a nosotros nos hacía felices. Igual le decíamos: “Cerrá un poco la intimidad”, y él no lo hacía.

Una vez una señora se le acercó pidiéndole ayuda. Figuremos. Sos intendente de una ciudad complicada y estás yendo a tu oficina. La mujer te frena. Te cuenta: el hijo tuvo un accidente con la moto y está en terapia con pronóstico reservado. ¿Qué hacés?

Seguramente te considerás buena persona y te duele el dolor ajeno. La escucharías llorar, intentarías consolarla. Incluso meterías tu mano en el bolsillo y le darías unos pesos. Pero en algún momento le tendrías que decir bueno, ahora tengo que ir a trabajar, te disculparías y seguirías tu ruta.

El Gordo González hizo todo aquello, menos esto último. Se fue con la señora al hospital, y se quedó todo el día -y la noche- rezando a su lado, hasta que el chico pasó a sala común.

¿Por qué lo hizo? ¿Por humanismo? Puede ser. Pero también porque entendía que eso era la política. No sólo la gestión, que es importante, ni el armado, que también lo es, ni los sostenes económicos que se necesitan para mantener la independencia de criterio, ni la creatividad para posicionarse como figura en la opinión pública. Si no, y sobre todo, eso: el concepto que Eva Perón llamó justicia, para distinguirlo de la filantropía.

Dijimos que el Gordo perteneció a una tradición política que hoy se perdió. Y de la que sólo queda la cáscara. Sobrevive, apenas como costumbre, en las gordas que conducen los comedores populares, en los punteros que todavía caminan los barrios de Uganda y el país. Pero es inimaginable, incluso para estos mismos actores, que un caudillo ejerza ya el poder. De ahí la nula representatividad que tiene en las listas oficiales a uno y otro lado de la Grieta.

Y esto es porque el caudillismo, como categoría política, hoy es considerado sólo en su faz demagógica. Se lo tolera, pero no se lo respeta. Y se lo denigra porque se lo cree mediada por el interés. Se le asigna un nombre comercial: clientelismo. Como si entre pueblo y líder hubiera una relación meramente transaccional: te doy lo que pagaste. Se le borran así sus otras características.

El mito de origen que mezcla azar con destino. Un interés personal que termina desdibujándose en la lucha colectiva. La eficacia, casi impecable, en sus actos. Las infamias de las que se lo acusa, injustamente a veces, otras con merecimiento. La cualidad hipnótica de su oratoria. La forma de conducción directa, sin intermediaciones y a tiempo completo. Todo esto ya no importa. Ya pasó a ser folklore, no es más cultura.

—Como si a Carrie la hubiesen pasado por la ducha escribió hace poco Mariano Canal.

La política hoy está en manos de los profesionales, en el mejor de los casos, y de una nueva clase de aventureros, en otros. Los primeros suelen ser previsibles como lo es todo lo científico, y aburridos hasta la náusea, incluso cuando tienen razón. Los segundos son peligrosos porque traen consigo toda la fuerza de la parodia.

El Gordo, en el ocaso de su vida, fue como esas figuras del tango o del western que ven cómo el progreso se lleva puesto toda la emoción de una época vital:

Mi mente y voluntad me instan a continuar en la tarea de hacer grande esta ciudad, pero el presente y sus dificultades me tironean caprichosamente y no me dejan estar, escribió al renunciar a su banca de concejal, poco antes de su muerte.

Nos vemos la próxima. Buena semana. 

El peronismo gringo

Hola, ¿cómo estás?

La última vez que nos encontramos hablamos del triángulo amoroso entre el peronismo, el campo y la industria.

Hoy vamos a continuar con uno de los frutos de ese amor: el cooperativismo. Y de un fenómeno derivado que no encuentra lugar en la imaginería de la ciudad: la clase media rural.

Un país que inventó Perón

La relación del peronismo y el país agrario está dada por un elemento central: la clase media. Las transformaciones en el régimen de tenencia y explotación de la tierra constituyeron el núcleo central en la conformación de este actor clave en la vida económica nacional. 

A principios del siglo XX el chacarero protestaba por las exacciones que imponían los propietarios. Con una oferta dispersa y una demanda concentrada, los productores llevaban las de perder. Esta estructura comercial los volvía deudores crónicos, con un patrimonio frágil y un giro de actividades que lo dejaba fuera del circuito financiero.

De esa necesidad nació un derecho: productores de distintas zonas alquilaron galpones para acopio, recibieron los granos, estibaron bolsas de semillas, proveyeron insumos. Y eligieron sus autoridades en asamblea, redactaron estatutos y delegaron la gestión en profesionales contratados. Desde el corazón del campo santafesino nació el país de las cooperativas agrarias.

El Grito de Alcorta en 1912 fue el punto más significativo de ese proceso, con reclamos ligados a los cánones, los plazos y las condiciones. Desde Uganda se coordinaban las acciones políticas. En sus calles asesinaron a Francisco Netri, el abogado del Grito. Y tuvo sede la institución que agruparía a ese conjunto de productores que pronto pasarían a ser propietarios: la Federación Agraria Argentina.

En 1948, la ley de arrendamientos fijó el plazo contractual en un mínimo de 8 años. El gobierno peronista dispuso de créditos a través del banco Nación y estableció la obligatoriedad de indemnizar a los colonos por las mejoras realizadas, lo que alentó la venta de las tierras a los ocupantes.

En 1952 se prorrogaron los contratos que vencían y se reforzaron los estímulos a la transferencia de lotes. Se transformaron el régimen de tenencia y las modalidades de producción. Y se formó una clase propia de la pampa húmeda. El peronismo cambió la sociología rural con una reforma agraria por vía pacífica y contractual.

Así como la industrialización alteró la fisonomía urbana, la colonización de las hectáreas fiscales cambió por completo la realidad del interior productivo. Surgieron nuevas modalidades operativas y mercantiles entre los pequeños y medianos productores que pasaron a concebirse como empresarios del campo.

Un capitalismo nacional

La tecnología, el capital, la sofisticación del recurso humano y las mejores máquinas e insumos, disminuyeron el peso relativo del factor tierra en la producción. La eliminación de los restos feudales permitió la expansión del capitalismo por el campo argentino.  

A la par, los cambios en el sistema mercantil irradiaron nuevas estructuras asociativas. El surgimiento masivo de cooperativas se sostuvo en las innovaciones comerciales que la propia dinámica de expansión productiva imponía.

Antes, el chacarero debía vender en las inmediaciones del predio. En los Almacenes de Ramos Generales conseguía las semillas, los insumos y los productos de consumo cotidiano. También obtenía créditos para financiarse. Al ser un circuito cerrado, la libreta del productor siempre reflejaba deudas.

Había pocas opciones para hacer valer el producido, y el volumen dejaba un margen de negociación menor frente al acopiador que centralizaba las compras de la región. La debilidad del productor crecía cuanto más se endeudaba con el único comprador de su cosecha.   

El circuito comercial de granos era un embudo: el Almacén de Ramos Generales administraba los vínculos comerciales y financieros con la ciudad, el puerto o el molino. Y la sumatoria de pequeños lotes le daba un volumen considerable. El último eslabón se concentraba en un puñado de firmas exportadoras.

Si bien existían desde principios de siglo, fue a partir de 1940 que la organización cooperativa se vio impulsada. A partir de 1943 el capital integrado de las cooperativas agrarias aumentó 4000 por ciento en 15 años. El volumen de producción se sextuplicó entre 1943 y 1956.

Para 1953 la producción de granos se había recuperado y comenzaban a introducirse masivamente los cambios tecnológicos. La proliferación y crecimiento de las entidades intermedias tuvo un auge notable entre 1945 y 1955.

El doble cultivo trigo-soja permitió una mayor rotación y conservación de los suelos. El productor se hizo más celoso de su patrimonio y más abierto a la adopción de tecnologías de mejoramiento. Lejos del credo vertido en las universidades de la Ciudad, la cultura de la innovación tiene en el Campo a su vanguardia. 

Ese capitalismo de siembra directa, avances genéticos, aplicaciones complejas y maquinaria de punta, logró acortar los tiempos. Se ganó en eficiencia desde una capa intermedia de pequeños y medianos empresarios con arraigo regional, alto nivel de inversión todos los años y elevados riesgos asumidos.

Pero también hizo emerger a otro actor, el sujeto sintético del agroperonismo: el contratista rural. Una combinación de trabajador, emprendedor y capitalista. El eslabón hallado de la plataforma de servicios que integra al agro en el centro de la vida económica de los pueblos y ciudades de la zona.

Bicho raro

En esta tierra de campos fértiles, silos y plantas procesadoras, surgió una especie política única: el peronismo gringo. Y si tuvo una esfera del dragón, esa fue la soja. 

En la región pampeana se produce el 85 por ciento de la oleaginosa. Y alrededor de las cooperativas gira la economía de la región sojera. Los recursos tienen su raíz material, pero sus derivadas simbólicas: esa influencia se expresa además en la actividad social y cultural.

La presencia de las cooperativas transformó el funcionamiento del mercado agropecuario, y el mercado agropecuario transformó al peronismo provincial. Otro origen, otro lenguaje, otras tareas, otro público.

Ese animal difícil dentro de la fauna peronista que habita la zona núcleo sojera tiene una identidad, costumbres y un ciclo político diferente al de los otros peronismos realmente existentes: vive en el corazón productivo de la Nación, la base del poder de provincias. El otro yo del peronismo conurbano: uno la hace, el otro la usa.

Sin embargo, ese peronismo de la Región Centro no puede cobrar vuelo nacional. En el caso santafesino parece siempre a contrapié. Cuando en la Nación ganó el alfonsinismo, en Santa Fe ganó el peronismo de la UOM. Y cuando el peronismo nacional actuó de progresista, la provincia se vistió de socialista.

Pero en el medio hubo algo. Casi dos décadas donde el peronismo santafesino supo conjugar su versión de modernización gringa con las necesarias dosis de urbanidad. En 1991, con el gobierno provincial hundido en denuncias y renuncias, el menemismo encontró su candidato. Por primera vez el peronismo santafesino se alineó con el destino nacional.

La dupla Reutemann-Obeid funcionó mejor que cualquier delantera. Sostenidos en la ley de Lemas, el peronismo noventista hizo alquimia de fama por popularidad, aprovechó el auge de las nuevas tecnologías y el incremento de la productividad, y sustentó un artefacto de poder que alcanzó el máximo de representación con el mínimo de palabras.

Hasta que desde Buenos Aires se destrozó el juguete. Y el peronismo santafesino se quebró moralmente: desistió de la ley de Lemas, y perdió. El conflicto por la Resolución 125 en 2008 fue el tiro de gracia al proyecto de poder de ese peronismo gringo con modales parcos y fascinación productivista.

Entre 2008 y 2015 el peronismo santafesino adoptó una actitud de derrota, y deambuló entre odios mutuos dispensados entre auténticos y enmascarados

Condenado por su espíritu cosmopolita, nunca supo cómo aprovechar internamente el potencial creador de producto bruto de sus plantas de importación, la soja y el trigo. Sin asumir su origen histórico y su base social, quedó opacado por el éxito del otro peronismo gringo, el del modelo Córdoba, mediterráneo y autoconsciente, nutrido por los cultivos americanos del maíz y el maní. 

De algún modo, todo el conflicto del kirchnerismo con el campo puede leerse como el reclamo identitario de un sector que exigía ser visto como se autopercibía: los verdaderos autores del modelo de crecimiento con inclusión

Pero eso es tema de otra entrega. Nos vemos la próxima.

Pueblo, capital y realidad

Si estás leyendo esto, seguramente hayas escuchado aquello de que Uganda es la capital del peronismo. Sin embargo, es probable que nunca hayas vivido un gobierno peronista en la ciudad. 

Peronistas hay de todas formas y colores. Y en Uganda tenemos varias especies combinadas: de familia, de clase, de adopción, de sentimiento, de ideas, de moda. 

Desde hace más de 45 años, la repetición del mantra intenta conjurar la permanencia de la derrota. El peronismo ugandés no le encuentra el agujero al mate del poder.

Obviando cuadros formaste giles

El Movimiento más Grande de Occidente a veces parece haber aceptado todas las leyendas negras pergeñadas por sus enemigos. Encarnado como una filosofía de vida simple y práctica se transformó en una ideología. De la transmisión familiar y la persuasión de lealtades compartidas, se convirtió en un ícono. De fenómeno de masas pasó a ser un frente electoral. La opción del comunitarismo occidental, corporativista y altermundista, devino en un estatismo llano que se presta a la mejor oferta global.

Con el combo vino la idea de un movimiento que puede darse sin capas intermedias. O que incluso funciona mejor sin ese eslabón que Ernesto Palacio llamó la clase B de la política: las dirigencias que conforman la mesa ampliada del poder. 

No por gastada es menos cierta la sentencia: la Historia ocurre primero como tragedia y después como comedia. En los tempranos 70, la Teoría del Cerco limó el Pacto Social que Perón desplegó como paraguas protector frente al Plan Cóndor. En la última década, la Teoría de la Militancia puso al antagonismo como principio. El movimiento que agregó e integró, adoptó una mecánica expulsiva. Desde adentro, se arrasó con la posibilidad de formar un cuadro estable de cuadros en los lugares de decisión comunitaria.

Esos polvos son estos lodos. Los funcionarios que no funcionan existen porque hay dirigentes que no dirigen gente. Y no existe desarrollo político sin que se desarrolle una Élite. Sin que lo mejor de lo mayor sea polea entre lo que pasa abajo y lo que se resuelve arriba. Es una mera cuestión de supervivencia. 

A esta altura ya lo entendimos: todo lo que no es una Élite es una Casta. Al no circular el poder al interior del movimiento, las múltiples y fragmentarias burocracias se llenan de chupamedias, arribistas e infiltrados. O peor: se recurre a una solución por fórmula hereditaria. Y vemos escenas fellinescas, como la de hace unas semanas en Diputados: Cecilia Moreau, hija de, reta a Máximo Kirchner, hijo de, por interrumpir a Natalia De la Sota, otra hija de. 

Cualquier Élite, aunque válida de origen, renueva sus credenciales cada cierto tiempo: confirma el proyecto histórico que encarna. Es falsa la contradicción: para ser se necesita tener. No hay éxito sin triunfo. Y si en los genes del peronismo está la imposibilidad de ser vanguardia, también está la imposibilidad de ser lírico: el peronismo es irremisiblemente bilardista.

Cuando comprobamos que esa renovación no existe o se da a dedo, entendemos por qué el concepto de Casta cala tan hondo en el lenguaje político argentino. Y por qué se identifica casi exclusivamente al peronismo con esa idea. La contra siempre fue oligárquica. El peronismo supo ser la aristocracia popular en el sentido etimológico: el gobierno de los mejores de los nuestros. Hoy, ¿qué es?

¿Qué hace un peronista? 

La pregunta es algo más que una chicana de liberales. El peronismo, como un hinchismo de la política, se afirmó en su persistir a pesar de las derrotas. Se reivindica en todo aquello que la contra dice que es. Y funciona como garante del poder cuando el poder les falla a los otros. Todo adobado con una retórica laborista del siglo pasado.

Aún en los estamentos donde la cosa más o menos anda, el palo sigue enjabonado: ahí no falla el oficial si no su tropa. Porque están peleando al frente de una batalla que no les interesa si no de costado. Y no es que llevan guardado el bastón de mariscal en la mochila: lo pelan todo el tiempo. “Hay más caciques que indios”, como nos dice un dirigente del PJ ugandés. Pero también es cierto que el peronismo hace rato decidió no conducir más a la Argentina.

El peronista se dedica, sea del sector que sea, a enojarse con la sociedad por no ser lo que quiere que sea. Y el primer paso, es devorarse a los de adentro. Las internas dejaron de ser una bolsa de gatos reproduciéndose, para ser una lucha cruel y mucha por la bequita, la libertad, la duración, o las ganas de ver su cara en un afiche.    

Mientras la sociedad pide por favor que venga algún criollo a mandar, la escena del Renunciamiento se pasa en un loop. Abandonado en la nacional, en Uganda el peronismo se volvió un cazador de causas que lo referencien como lo otro. Gana en los barrios que gana siempre, pierde donde es obvio que va a perder. Y no puede acceder ni a la clase con devoción universitaria ni a los miles de clasecitas medias con sentido local.

El peronismo ugandés se hizo telepático: prefirió odiar lo que en Uganda casi no existía. La diáspora se extendió por todo arco político. Hay método, concepción y peronistas en Juntos por el Cambio. Y si hay un fenómeno no-peronista en Uganda, es el Frente Progresista. Por eso la tentación del peronismo ugandés por hacerse progre lo transformó en especialista en crear oposiciones dignas. 

Si hablamos de peronismo, tenemos que mencionar al trabajo. Esa fruta que hoy parece crecer sólo en las copas de los árboles mejores, a donde llegan sólo algunos, y donde tantos otros tuvieron que inventarse una escalera, o plantar el árbol y esperar a que crezca, sobrevivir a fuerza de esperanza y estampitas de San Cayetano.

Se les intenta poner nombre, porque si algo nos enseñaron estos años es que, lo que no se nombra, no existe. Y muchos de los que le pusieron nombre a esos trabajos, no se sienten dueños de un empleo. Siguen refiriéndose a lo que hacen de sol a sol como a una mera changa. Y otra vez, si al nombrar se le baja el precio, el trabajo termina por valer mucho menos. Una vez identificados estos nuevos trabajadores, ¿qué se hizo? El peronismo adoptó el vicio de sobreetiquetar todo para un fin que nadie sabe. Nombró, por lo tanto existen. ¿Y ahora?

Tan pop que olvidó lo popular

En algún momento de la historia, la militancia se entendió sinónimo de juventud. Sobre el final del primer capítulo de Las fuerzas morales de José Ingenieros, se lee: “Los jóvenes que no saben mirar hacia el Porvenir y trabajar para él, son miserables lacayos del Pasado y viven asfixiándose entre sus escombros”. 

Un viejo dirigente nos recuerda que a finales de los setenta no terminaba de entender a esos pibes que hablaban del peronismo por lo que habían escuchado en sus hogares gorilas. Hoy al peronismo también lo asumen y lo explican quienes lo descartaron hace 15 años.

En la última década, el kirchnerismo pop recuperó las viejas disputas entre ramas del movimiento. Pero entre restricciones e inseguridad, los votos sub30 tocaron un techo y solidificaron. Los leales lo siguen siendo, pero su atractivo de Porvenir ya no existe. Las agendas se hacen endogámicas, de grupo generacional o condición geográfica.

En 2019, una parte de esa juventud que ingresó a la política por la puerta del kirchnerismo kirchnerizado post 2011, sintió el subidón del triunfo. Tres años después, con una pandemia en el medio, esos jóvenes se volcaron al mundo del trabajo precario y abandonaron la militancia orgánica. 

A fines del 2021, pudimos ver desde adentro al público que Javier Milei reunió en el Parque España. Y no evitamos la sorpresa ante una mística expresada en consignas sobre las tasas de interés, el tipo de cambio, los impuestos o la inflación, lanzadas entre bombos y bengalas. 

Después del intento de asesinato contra Cristina, la socióloga Melina Vázquez le respondió a Mariana Moyano algo de lo que tienen los jóvenes en la cabeza. Es probable que no pensara concretamente en los jóvenes ugandeses que estuvieron aquella tarde. Pero también pensaba en ellos. A fin de cuentas, Uganda no es tan distinto a su país.   

A la juventud, el liberalismo le habla de economía, y la socialdemocracia le quiere enseñar a vivir. Al margen de las batallas culturales, el peronismo estaciona en la banquina. A diferencia de los jóvenes radicales después de Gualeguaychú en 2015, a la juventud peronista la crisis le cae de arriba con olor a fracaso. 

Una Élite para el Gran Pueblo Argentino

En la crisis, un fantasma afiebra la imaginación del peronismo nacional: que los cordones del Conurbano se trostkicen. Cuestión de efectos ópticos: ¿crece la izquierda o se achica el peronismo? Si nos limitamos a los que no se fueron, entre el afán del Tercer Movimiento Histórico y la manta corta del sueño progresista, hoy al Frente de Todos le estalló la polémica en busca de la Interpretación Principal.

¿Y qué fue de él? Una filosofía de vida cristiana y humanista, con carácter hispánico y formas organizativas tomadas de estrategas y líderes nacionales de la Europa latina. Que asimiló a yrigoyenistas y laboristas, conservadores y desarrollistas, combativos y retardatarios, marxistas nacionales y nacionalistas católicos, intelectuales críticos y sindicatos concertacionistas. 

Como doctrina de retaguardias populares, la acción histórica lo llevó inevitablemente a las vanguardias autodestructivas. Del pensamiento militar pasó a las nuevas sociologías. Y tras la derrota de 1983, se compró las teorías de los otros por temor a perderlo todo.

En su origen, albergó a saavedristas y morenistas bajo el principio ordenador del líder. Cuando el líder murió, vino el caos. La secuencia volvió a repetirse con otros dos liderazgos peronistas: Menem y Kirchner. Ahora, sin líder del conjunto, hace falta una Élite Nacional. 

A nivel federal, donde era ganador, hace un tiempo trae las de perder. Y la derrota lo intranquiliza. Ahora, cualquiera puede criticarlo por lo que quieren ver en él. Se pobló de visitantes esporádicos, reinterpretes y librepensadores. Y cada uno tiene su peronómetro. Eso viene de lejos en Uganda, donde juega de perdedor.

El problema fue que ese peronismo modelizado, en la Ciudad Progresista, no tenía lugar. Se volvió un tenedor libre donde cada cual pudo servirse la porción que prefería. La dirigencia le creyó más a los papers que a la gente. Dijo mucho más de lo que escuchó y quiso que el pueblo se pareciera a su idea. Y al perder la noción del espacio, el peronismo ugandés se consumió en el tiempo.   

El problema no solo es la falta de conducción, es que las diferencias refieren a qué rumbo tomar. En el Movimiento la sensación es de parálisis. ¿Será momento de dar una mirada hacia dentro y desensillar hasta que aclare, alojarse en el margen de acción, o esperar a que nazca un nuevo Néstor Kirchner?

La seguimos la semana que viene. Gracias por estar ahí. 

Campo, Industria y Perón

“Quien gasta más de lo que gana es un insensato; el que gasta lo que gana, olvida su futuro; y el que produce y gana más de lo que consume es un prudente que asegura su porvenir”.

Juan Perón

Hola, ¿cómo estás?

La última vez que nos encontramos, hablamos del amor caótico entre el peronismo y la soja. Y recordamos cuando el ministro de Agricultura de 1973 envió a los Estados Unidos un Hércules de la Fuerza Aérea en busca de variedades del cultivo para aprovechar una oportunidad histórica. Fue el comienzo de la Argentina sojera que se volvería una postal.

Ahora te propongo ir más atrás.

Remontémonos a 1943, la revolución de los coroneles. En ese país de manufacturas incipientes, una de las primeras decisiones del nuevo gobierno fue disponer la continuidad de los arrendamientos y frenar los desalojos de colonos. Fue un primer gesto hacia el campo, completado en 1948, con una nueva prórroga. Sesenta años después, otro gobierno peronista tendría un primer gesto parecido salvando a los productores del remate. Pero eso lo veremos en la próxima.

Ahora estamos en los primeros meses de gobierno nacionalista. Durante esos años, la política de colonización forjó una nueva clase al interior del interior agropecuario. En la estructura de grandes terratenientes se abría una hendija por donde los colonos se arrimaron al título de propiedad con la fuerza del trabajo. Fue el puntapié de una burguesía rural con fuerte arraigo y dinamismo en las provincias del centro productivo. La consigna era “no habrá un solo argentino que no tenga derecho a ser propietario de su propia tierra”.

Con esa decisión aparecieron las empresas familiares que compusieron el entramado agroindustrial en los años siguientes. Y con cuyos herederos, más de sesenta años después, ese otro peronismo, se pelearía a muerte.

En el primer gobierno de Perón, el vínculo político con el campo no era del todo armonioso. En 1944, la secretaría de Trabajo y Previsión promovió el estatuto del peón rural y afirmó que el problema argentino estaba en la tierra. Los sectores tradicionales ligados a la ganadería y agrupados en torno a la Sociedad Rural porteña nunca se lo perdonarían. Mi abuelo era parte de una familia de croatas que mandaron a trabajar al campo y lo resumía en una simple imagen: entendió de qué se trataba el peronismo cuando tuvo su libreta de enrolamiento en la mano y, en la fila del voto, esperó delante del patrón. 

Años después, puso con sus hermanos un taller metalmecánico. Reparaban maquinaria agrícola y el objetivo era integrar la producción a lo largo de toda la cadena: desde la materia prima hasta el valor agregado en origen y las ramas fierreras del agro. La industria del interior era agroindustrial. El origen perdido del peronismo reconoce una línea intermedia en el antagonismo entre chimeneas urbanas y sembradíos para la exportación y el enriquecimiento de una élite. 

En el peronismo de los cuarenta la continuación programática se expresó como una lucha abierta contra la oligarquía. Que no estaba en los campos, sino en la ciudad invadida por los cabecitas en octubre de 1945. En las estancias, vivían los peones y mayordomos. En las colonias, el pequeño empresariado en formación. Los dueños viajaban cada tanto a ver cómo andaban las cosas. Perón lo decía así: “La injusticia de que 35 personas deban ir descalzas, sin techo y sin pan, para que un lechuguino venga a lucir la galerita y el bastón por calle Florida”.

Esa distribución geográfica de los actores será crucial en la historia posterior.

Con esa decisión aparecieron las empresas familiares que compusieron el entramado agroindustrial en los años siguientes. Y con cuyos herederos, más de sesenta años después, ese otro peronismo, se pelearía a muerte.

En el primer gobierno de Perón, el vínculo político con el campo no era del todo armonioso. En 1944, la secretaría de Trabajo y Previsión promovió el estatuto del peón rural y afirmó que el problema argentino estaba en la tierra. Los sectores tradicionales ligados a la ganadería y agrupados en torno a la Sociedad Rural porteña nunca se lo perdonarían. Mi abuelo era parte de una familia de croatas que mandaron a trabajar al campo y lo resumía en una simple imagen: entendió de qué se trataba el peronismo cuando tuvo su libreta de enrolamiento en la mano y, en la fila del voto, esperó delante del patrón. 

Años después, puso con sus hermanos un taller metalmecánico. Reparaban maquinaria agrícola y el objetivo era integrar la producción a lo largo de toda la cadena: desde la materia prima hasta el valor agregado en origen y las ramas fierreras del agro. La industria del interior era agroindustrial. El origen perdido del peronismo reconoce una línea intermedia en el antagonismo entre chimeneas urbanas y sembradíos para la exportación y el enriquecimiento de una élite. 

En el peronismo de los cuarenta la continuación programática se expresó como una lucha abierta contra la oligarquía. Que no estaba en los campos, sino en la ciudad invadida por los cabecitas en octubre de 1945. En las estancias, vivían los peones y mayordomos. En las colonias, el pequeño empresariado en formación. Los dueños viajaban cada tanto a ver cómo andaban las cosas. Perón lo decía así: “La injusticia de que 35 personas deban ir descalzas, sin techo y sin pan, para que un lechuguino venga a lucir la galerita y el bastón por calle Florida”.

Esa distribución geográfica de los actores será crucial en la historia posterior.

Las líneas de la intelligentzia llegan hasta hoy. Y hasta penetraron al peronismo. De la estructura productiva desequilibrada aún se sigue hablando, aunque sean otros el país, el mundo, el campo y la industria. Y el peronismo perdió su voz económica. Se relata a sí mismo con textos escritos por sus impugnadores. Pero, otra vez: no nos adelantemos. Ese es un fenómeno que ya tendremos ocasión de tratar. 

Volvamos a la constante: las tensiones políticas llevan al repliegue de los actores privados, y las consecuencias se manifiestan en las cuentas nacionales. El proceso de industrialización condujo a una encerrona: el área sembrada y el volumen de cosecha se vinieron abajo. Cayeron las ventas, cayeron los ingresos, se paró el crecimiento. El mundo salía de la II Guerra Mundial y la Argentina era víctima del Plan Marshall. 

Las decisiones de inversión son sensibles a los estímulos del entorno y los incentivos gestionados por las políticas públicas. Y en el campo gravitan dos factores fundamentales: los precios y los derechos de propiedad. En esos años, el país dejó de ser uno de los principales exportadores de granos y pasó a tener dificultades para su abastecimiento interno.  

En la campaña 1951-1952, la sequía provocó la peor cosecha del siglo. El trigo no alcanzó para abastecer el consumo interno y en las mesas apareció el pan negro, elaborado con una mezcla de centeno y mijo. El gobierno tuvo que recurrir a las empresas privadas para hacer trueque con maíz. Por primera vez en el siglo, Argentina importó trigo.

La escasez de alimentos encendió las alarmas del modelo. El gobierno tuvo que traer papas de Holanda, Dinamarca e Italia. El golpe se sintió en el corazón del orgullo peronista. Para comentar el escenario, Perón explicó que el país vivió durante esos años el “más aplastante déficit de la producción agropecuaria de que se tenga conocimiento en la historia económica argentina”. 

Al desplomarse el único sector con capacidad exportadora, el gobierno debió recalcular toda la organización económica. Cambiaron los funcionarios, cambiaron las políticas, cambiaron los conceptos. Y por eso: cambió el orden funcional de los sectores. Frente al agotamiento del ciclo inicial, Perón reinterpretó el contexto: hizo peronismo.

El latifundio es una gran industria

La década del 50 se recibió con crisis y un cambio del programa económico. La sequía, la reversión de los precios internacionales y la falta de ahorro e inversión, hicieron caer el PBI, los salarios recibieron el cimbronazo, se disparó la inflación y emergieron los déficits fiscal y externo. Los tiempos mundiales eran otros. El campo argentino debía ser otro.

Cuando los ciclos económicos subrayaron el valor de la austeridad y el ahorro, el peronismo y el campo se reencontraron. La reconciliación cultural de una pasión revivida por las crisis. Ante la nueva realidad, el gobierno convoca al Congreso de la Productividad y el Empleo que delinea los objetivos del segundo Plan Quinquenal. Perón lo sintetizó así: “la productividad es la estrella polar que debe guiarnos en todas las concepciones económicas”.

La concepción del campo se adaptó a esas otras circunstancias. “Si hay un sector nacional que necesita seguridad y tranquilidad para producir, es precisamente el campo”, lanzó Perón. Y aludió a la distinción entre latifundio geográfico y latifundio social que había establecido el economista Alejandro Bunge.

El plan de estabilización de 1952 planteó una política macroeconómica que actualizaba ganancias por costos y salarios por productividad. Se contrajo el gasto público y la política monetaria se hizo más restrictiva. El crédito se dirigió a la producción y se subió la tasa de interés para estimular el ahorro. Se restringieron importaciones y se habilitaron exenciones impositivas para exportaciones. En un semestre, la economía volvió a crecer, la inflación descendió y los salarios se recuperaron.

El escenario global acentuó la importancia de las exportaciones agrarias. Y el rol de la Argentina demandaba una revisión de las alianzas internas y externas. Todo modelo de desarrollo necesita su fuente de impulso, y Perón comprendió que la Argentina Grande no podía prescindir de sus fuerzas elementales. 

Dicho textual: “El latifundio no se califica por el número de hectáreas o la extensión de tierra que se hace producir. Se define por la cantidad de hectáreas, aunque sean pocas, que son improductivas. Si se hacen producir a veinte o cincuenta mil hectáreas y se le saca a la tierra una gran riqueza, ¿cómo la vamos a dividir? Sería lo mismo que tomar una gran industria de acá y dividirla en cien pequeños talleres”.

El debate de cuatro décadas entre la Argentina agroexportadora o la reforma agraria para cumplir la meta de industrialización, quedaba sepultado con dos frases. En mayo de 1953, en la inauguración de las sesiones parlamentarias, Perón clausuró la posibilidad de una reforma agraria clásica. El 11 de junio de ese mismo año admitió la legitimidad de la empresa privada y puso el incremento productivo en el centro. 

Una paliza con las dos manos

Con la hipótesis de una inminente III Guerra Mundial, fortalecer los resortes productivos era el criterio que se imponía para un mundo hambriento. El capitalismo argentino, en un escenario de crisis, necesitaba de motores poderosos y constantes. El conductor del peronismo entendió que, en este lugar del mundo, no hay campo sin industria. Pero tampoco hay industria sin campo. 

Las críticas que aludían a una defección llegaron desde la izquierda y la fracción intransigente de la Unión Cívica Radical, que posteriormente se hizo desarrollista. Los estudios agrarios se centraron en la propiedad monopolista, los comportamientos de la oligarquía, y reclamaron expropiaciones para terminar con el problema del latifundio en la zona del cereal. 

Desde las universidades se atacó el nuevo enfoque de gobierno. Los libros fueron escritos por los detractores que golpeaban al peronismo con una mano y al campo con la otra. La prédica antiperonista y anticampo se hizo una, y enarboló sus teoremas industrialistas para avivar las voluntades golpistas. 

Dicho textual: “El latifundio no se califica por el número de hectáreas o la extensión de tierra que se hace producir. Se define por la cantidad de hectáreas, aunque sean pocas, que son improductivas. Si se hacen producir a veinte o cincuenta mil hectáreas y se le saca a la tierra una gran riqueza, ¿cómo la vamos a dividir? Sería lo mismo que tomar una gran industria de acá y dividirla en cien pequeños talleres”.

El debate de cuatro décadas entre la Argentina agroexportadora o la reforma agraria para cumplir la meta de industrialización, quedaba sepultado con dos frases. En mayo de 1953, en la inauguración de las sesiones parlamentarias, Perón clausuró la posibilidad de una reforma agraria clásica. El 11 de junio de ese mismo año admitió la legitimidad de la empresa privada y puso el incremento productivo en el centro. 

Una paliza con las dos manos

Con la hipótesis de una inminente III Guerra Mundial, fortalecer los resortes productivos era el criterio que se imponía para un mundo hambriento. El capitalismo argentino, en un escenario de crisis, necesitaba de motores poderosos y constantes. El conductor del peronismo entendió que, en este lugar del mundo, no hay campo sin industria. Pero tampoco hay industria sin campo. 

Las críticas que aludían a una defección llegaron desde la izquierda y la fracción intransigente de la Unión Cívica Radical, que posteriormente se hizo desarrollista. Los estudios agrarios se centraron en la propiedad monopolista, los comportamientos de la oligarquía, y reclamaron expropiaciones para terminar con el problema del latifundio en la zona del cereal. 

Desde las universidades se atacó el nuevo enfoque de gobierno. Los libros fueron escritos por los detractores que golpeaban al peronismo con una mano y al campo con la otra. La prédica antiperonista y anticampo se hizo una, y enarboló sus teoremas industrialistas para avivar las voluntades golpistas. 

Proteína nacional

«Los pueblos que enajenan su tradición, y por manía imitativa, violencia impositiva, imperdonable negligencia o apatía, toleran que se les arrebate el alma, pierden, junto con su fisonomía espiritual, su consistencia moral y, finalmente, su independencia ideológica, económica y política».

Papa Francisco

A principios de la década del setenta, la Argentina llegaba al límite de la industrialización por sustitución de importaciones. Aún se discute si el modelo se agotó o lo agotaron de prepo. Pero aquella sociedad de pleno empleo y movilidad social ascendente vio de frente los primeros signos del desfallecimiento. 

Por entonces, la agricultura se había mecanizado y empezaban a aparecer los híbridos de laboratorio en la genética vegetal. Todavía tenía sentido hablar de la estructura productiva desequilibrada y el antagonismo entre industria o campo, vida urbana o rural, agroexportación o mercado interno.

La agonía de la dictadura de Lanusse se expresaba en el rejuvenecimiento de la política que ensanchó al peronismo por el lado de sus juventudes. La vuelta de Perón continuó la Hora del Pueblo y el intento de un modelo de desarrollo sobre la base del Pacto Social. Pero estaba en medio de un mar de contradicciones. Eso duró poco, y mayormente es triste y conocido.

Lo que acá nos interesa es otra parte de esa historia.

En 1973, ante el derrumbe de las anchovetas peruanas, la principal fuente de harina para los alimentos balanceados a nivel mundial, la harina de soja emergió como un sustituto directo.

El secretario de Agricultura del gobierno peronista, Horacio Giberti, y el subsecretario, Armando Palau, recibieron a Ramón Agrasar. En 1956 este ingeniero había fundado la empresa Agrosoja en Coronel Bogado. Hasta entonces la soja era una curiosidad botánica que solo se había utilizado como hortaliza en Misiones y Santa Fe durante los años 30.

A fines de los cincuenta, la región había abandonado el lino por motivos sanitarios, el girasol por las hormigas y el sorgo porque limitaba al maíz. Como Agrasar había estudiado en Texas y Harvard, envió unas 30 bolsas para campos experimentales de Pueblo Navarro. Para 1960, en la fábrica de Vasalli, en Firmat, modificaron la cosechadora Pluma para adaptarla a la soja. Y cuando los productores debieron cobrar los granos entregados, Agrosoja no pagó. La empresa quebró y se llevó puesta la confianza en el cultivo. Ese delito original marcaría el futuro de las percepciones políticas sobre el cultivo.    

En los primeros años setenta, en el país reverdecía la democracia, pero la crisis global resaltaba los límites del modelo industrial e imponía el rediseño de su patrón de crecimiento. Había que adoptar una visión estratégica y ofrecer al mundo una harina sustituta y una vía de agregado de valor a la producción primaria. Giberti y Palau tomaron una decisión: un avión Hércules de la Fuerza Aérea despegó hacia los Estados Unidos y trajo 80 toneladas de variedades precoces. 

Las semillas se multiplicaron y se distribuyeron para su uso en la siguiente campaña. De 79.800 hectáreas sembradas se llegó a 1.200.000 en 1975, y en los primeros 10 años se superaron los 2 millones de hectáreas. El rendimiento fue de menos de una tonelada por hectárea en 1960 a más de dos en 1980. La soja nacía en la Argentina como cultivo industrial y con una fuerza de desarrollo inédita.

Hasta 1995, la soja ocupó 6 millones de hectáreas y alcanzó los 12 millones de toneladas. Entre 1995 y 2008, la producción de granos, con la soja como puntal, se duplicó: de 50 millones a 100 millones de toneladas. Ese es otro momento bisagra en la historia de amor entre el peronismo y la soja. Pero conviene no adelantarse. 

Cuando el Hércules trajo las semillas, faltaba poco para el inicio de la campaña de 1973. Para introducir el cultivo, el INTA creó el Programa Nacional de Soja y produjo una película en 16mm. Se organizó una red de ensayos de evaluación de variedades y Agricultores Federados Argentinos imprimió en Casilda un folleto con información destinado a los chacareros. El objetivo era incentivar la soja de segunda sembrada sobre trigo y promover el uso de rastrojo para la alimentación animal. 

Al tener otros requerimientos tecnológicos y abrir la posibilidad de dos cosechas anuales, la soja acarreó beneficios en el manejo de la producción, duplicó la superficie y elevó significativamente los ingresos.

En la pampa húmeda, la industrialización se dio con talleres de maquinarias agrícolas y la aparición de fábricas, laboratorios, comercios y asesores técnicos. Al aumentar la necesidad de potencia, la mecanización se intensificó para lograr sembradoras y cosechadoras con capacidades múltiples, lo cual demandó una mayor preparación técnica, conocimientos y tareas de seguimiento para el uso de las maquinarias y la gestión de malezas y enfermedades.

El crecimiento productivo se fundamentó en la investigación científica e innovación tecnológica y dio arraigo al complejo aceitero en la región. Se instalaron molinos y plantas de acopio, se complejizó la logística comercial y el transporte, se hicieron obras de infraestructura estratégica y se abrieron terminales sobre el Paraná, proliferaron los servicios portuarios, la asistencia técnica y las capacitaciones, y se incorporó al sistema productivo una camada de ingenieros agrónomos formados al calor de las actualizaciones.

Entre 1958 y 1972 se habían desarrollado las técnicas de cultivo que dispararon ese primer boom sojero y peronista. Lo que hizo Giberti fue un mínimo gesto que definirá para siempre la conflictiva relación entre peronismo y soja: interpretó su época. Pero las historias de amor entran en senderos oscuros y peligrosos. Y acá la miramos desde Uganda. Donde la dependencia mutua rápidamente se volvió desencuentro. 

Lo que vino después siguió el curso de las alteraciones históricas. Es que por debajo de la cultura está siempre el suelo. El apoyo espiritual que es algo más que lo que se toca, se ara, se absorbe, se pesa. Es el arraigo, toda la universalidad posible. La dictadura instaló un momento de suspenso, donde la vigilia del peronismo cobró sentido de supervivencia. La “revancha oligárquica” pronto se convirtió en fracaso. La valorización financiera depredó hasta las cosechas. 

La derrota peronista de 1983 parecía inaugurar otro ciclo político. Pero la suba de tasas norteamericanas y la crisis de deuda fueron letales para los commodities. Y la agonía alfonsinista le abrió un hueco de vitalidad al peronismo. Aunque la Renovación no se preguntaba por la soja, sería el inició de una nueva etapa de esa pasión inconsumible. Esperaban años de reconciliación y euforia.     

Y si lo que dice Astrada en Metafísica de la pampa es cierto y en Uganda un silencio vacío ronda nuestro saber, la prueba está en el desconocimiento alegre del suelo en el que estamos. La soja que nos rodea es uno de los signos rúnicosen la “infinitud monocorde de la extensión”

Al ver a la Argentina por dentro, a veces no podemos detectarnos nosotros mismos ¿Cuál es la disposición anímica que se le impone al peronismo santafesino? “El vago contorno pampeano es el contorno mismo de nuestra intimidad”, podría decir cualquiera de sus dirigentes. Esa es la historia que buscamos. 

La idea es no hacerla tan larga. El tiempo prevalece al espacio. Y ya tendrá lugar el presente. Lo bueno es que, pese a todo, algunos amantes nunca extinguen su pasión. Eso quiere decir que tenemos más historia por contar.

Nos leemos la próxima.