Buenas.
Hace unos días fue el Día de la Tradición. Esta tiene un componente sacro: en lo tradicional hay algo, terrible y hermoso, que es más grande que lo humano.
La costumbre, en cambio, es mundana. A veces es un mero invento, un rito falso que no responde a otra cosa que al lucro o el interés sostenidos en el mediano plazo. Pero otras veces la costumbre es una tradición degenerada. Puede haber sido sagrada en algún momento. Pero su sentido se perdió: solo quedan gestos vacíos, fieras venganzas del tiempo.
En esa categoría entra cierta política mañera que el peronismo supo expresar, y que en Uganda tomó su forma ideal en Villa Gobernador Gálvez durante los 90.
Su vida entera fue un canto de cisne al caudillismo, cuyo eco resuena todavía con toda la fascinación que guardan las ruinas. Hablamos de Pedro Jorge El Gordo González.

Su biografía estuvo signada por el peronismo. Nació en 1946. Dejó el poder en 2015. Y murió en 2017.
Se crío en Sargento Cabral, un pueblito del departamento Constitución. De chico soñó con ser astro del fútbol. Cerca de su casa vivía un tractorero, que los fines de semana enganchaba un carro a su Pampa, llenaba el tanque de kerosén, y se llevaba a la pibada a probarse en Central o Ñuls. Con este último club fichó el Gordo. Llegó a jugar en la Reserva.
Pero la Providencia le tenía guardado otros caminos.
Dejó el fútbol, se casó y ya establecido en Villa Gobernador Gálvez, se puso a trabajar de viajante de marcas de gaseosas. En paralelo, comenzó a militar en el justicialismo, siguiendo la estrella de Enrique Gomara, presidente de la cooperativa eléctrica de la ciudad.
Lo de González era proselitismo puro. No le interesaba mucho hacer carrera. Era inteligente: se daba cuenta que su temperamento febril, su boca floja y su reputación de tipo duro no le iba a servir en un rubro donde generalmente triunfan las personalidades flemáticas, los que saben callar, los que pueden conservar la frialdad que se necesita para ejercer el poder.
Esa decisión de meterse en política pero hasta ahí cambió a finales de los 80. En la época de la hiper surgía un nuevo servicio que prometía mejores ganancias que la venta de 7up: la televisión por cable. El Gordo decidió cambiar de negocio. En Uganda, siempre más adelantada que el resto, ya pisaba fuerte una empresa llamada Galavisión. Con la picardía que lo caracterizaba, González bautizó a la suya Galvezvisión.
Sin embargo, la Municipalidad no le dio los permisos que necesitaba para tender la red de cable coaxil. Lejos de frustrarse, el Gordo tomó una decisión que cambiaría no sólo su vida, si no la de su familia y la de todo Vegegé.

En su primera elección el Gordo obtuvo el 18% de los votos. Como existía la ley de lemas, eso le alcanzó para ser intendente: su sublema fue el más votado del Partido Justicialista, que alcanzó el 63% de los sufragios.
Cuando tuvo que renovar, en 1995, el sublema de González sacó 64%. El peronismo en su conjunto, más del 80%. Fue una elección que quedó en los anales de la historia argentina: en la elección de concejales el oficialismo no sólo ganó las bancas que ponía en juego, si no la totalidad.
¿Qué pasó en el medio? Pasó el activismo gordo. Una combinación de obra pública y gestión social que dio vuelta como un guante a la ciudad más ugandesa del Gran Uganda.
Vegegé no tenía transporte público. El Gordo, junto con Reutemann y Cavallero, inauguró la primera línea de colectivos metropolitana de la región.
Cada vez que llovía el Saladillo se rebelaba, se salía del cauce y se llevaba puesto medio Gálvez. El Gordo fue el más activo impulsor de la canalización, que terminó con las inundaciones y valorizó las propiedades al sur y al norte del arroyo.
El Club Sportivo supo ser la gloria deportiva de Gálvez. Pero desmanejos lo habían puesto al borde del remate. El Gordo lo salvó, lo reformó y creó el Polideportivo Municipal, donde se entrenó la Bonita Bermúdez antes de ser campeona mundial de boxeo.
Donde había un basural se creó un Parque Industrial que hoy no tiene parcelas libres. Se le agregó una segunda mano a la ruta 21. Grandes terrenos inundables fueron rodeados de terraplenes y se creó la reserva natural Parque Regional Sur. Se pavimentaron calles, se hicieron cloacas, se le dio títulos de propiedad a las familias que vivían en tomas.
La lista es inmensa y no alcanzan estas líneas para hacer su apología. Pero la mayor inversión pública, la más valiosa, no en cuestión de guita, si no en términos humanos, fue la estatización de la calesita de la Plaza de la Madre. Que el Gordo anunció durante un acto con el presidente Carlos Menem:
—Cuando era chico llegaba un parque al pueblo y los humildes dábamos una vuelta en la calesita, y los que podían daban muchas. Hace unos días iba camino a la Municipalidad y veo en la calesita de enfrente que dos estaban dando vuelta y diez estaban colgados del tejido. Entonces ¿qué hice? Fui, cacé un par de cheques y compré el carrousel. Gratis para los chicos de Villa Gobernador Gálvez y de todo el sur. De esta forma, presidente, con cosas chiquitas, se hacen las grandes cosas.
Hay otro aspecto de González que es, junto con las gruesas parrafadas de denuncias -ninguna probada- con las que sus detractores intentaron injuriarlo, por lo que más se lo recuerda.
Me refiero a su fino uso de la retórica plebeya argentina. Ese arte oratorio que mezcla compadreadas con juegos de palabras, y que llegó a su cúspide en los 90, de la mano de geniales declaradores como el propio Menem, Maradona y Charly García.
En una entrevista, un novel periodista llamado Luis Novaresio, con quien llegaría a tener buen trato, lo increpa al Gordo:
—Se dice que usted es un mafioso.
González paladea, se muerde los labios, parece dudar y finalmente, con cara de cansancio, le retruca:
—Se dice cada cosa… ¿Sabe también lo que se dice Novaresio? Que usted es puto.
En otro momento, se lo identificó como dueño de una mansión en Estados Unidos.
—Miami Beach no es del estilo del Gordo González- fue su defensa.
En un cruce lo chicaneó al concejal ugandés Miguel Zamarini:
-¿Ustedes quieren ser una ciudad turística? Está perfecto, es cosa suya. Mandenmé a Gálvez las fábricas y los negros que quieren laburar, que yo los voy a saber valorar.
Cuando se le preguntaba cómo había logrado gobernar la tercera ciudad de la provincia, y una de las más desiguales del país, respondía:
-Cuando estaba con las gaseosas, la que más vendía era Cola marca “12”. Si le pude encajar eso a los almaceneros, puedo hacer lo que quiera.
En su vejez, acaso con menos paciencia que antes, llegó a decir sobre la inseguridad:

Todas las mañanas se formaba una cola de gente en la puerta de la casa del Gordo González. Eran vecinos que venían a plantearles sus problemas. Un desocupado, una vecina con la vereda rota, un caso de abuso. Lo que fuera. El Gordo los escuchaba y trataba de dar con las soluciones.
Su hogar funcionaba como una especie de Muni paralela, abierta las 24 horas. Algunos incluso tocaban timbre sólo porque se estaban meando y necesitaban pasar al baño.
Ana María, una de sus hijas, me dijo hace poco:
—La figura de mi papá como político era muy particular porque era de puertas abiertas. No había diferencia entre lo público y lo privado. Tuvimos que aprender. No fue fácil pero entendíamos que era una elección suya y lo hacía feliz. Y eso a nosotros nos hacía felices. Igual le decíamos: “Cerrá un poco la intimidad”, y él no lo hacía.
Una vez una señora se le acercó pidiéndole ayuda. Figuremos. Sos intendente de una ciudad complicada y estás yendo a tu oficina. La mujer te frena. Te cuenta: el hijo tuvo un accidente con la moto y está en terapia con pronóstico reservado. ¿Qué hacés?
Seguramente te considerás buena persona y te duele el dolor ajeno. La escucharías llorar, intentarías consolarla. Incluso meterías tu mano en el bolsillo y le darías unos pesos. Pero en algún momento le tendrías que decir bueno, ahora tengo que ir a trabajar, te disculparías y seguirías tu ruta.
El Gordo González hizo todo aquello, menos esto último. Se fue con la señora al hospital, y se quedó todo el día -y la noche- rezando a su lado, hasta que el chico pasó a sala común.
¿Por qué lo hizo? ¿Por humanismo? Puede ser. Pero también porque entendía que eso era la política. No sólo la gestión, que es importante, ni el armado, que también lo es, ni los sostenes económicos que se necesitan para mantener la independencia de criterio, ni la creatividad para posicionarse como figura en la opinión pública. Si no, y sobre todo, eso: el concepto que Eva Perón llamó justicia, para distinguirlo de la filantropía.

Dijimos que el Gordo perteneció a una tradición política que hoy se perdió. Y de la que sólo queda la cáscara. Sobrevive, apenas como costumbre, en las gordas que conducen los comedores populares, en los punteros que todavía caminan los barrios de Uganda y el país. Pero es inimaginable, incluso para estos mismos actores, que un caudillo ejerza ya el poder. De ahí la nula representatividad que tiene en las listas oficiales a uno y otro lado de la Grieta.
Y esto es porque el caudillismo, como categoría política, hoy es considerado sólo en su faz demagógica. Se lo tolera, pero no se lo respeta. Y se lo denigra porque se lo cree mediada por el interés. Se le asigna un nombre comercial: clientelismo. Como si entre pueblo y líder hubiera una relación meramente transaccional: te doy lo que pagaste. Se le borran así sus otras características.
El mito de origen que mezcla azar con destino. Un interés personal que termina desdibujándose en la lucha colectiva. La eficacia, casi impecable, en sus actos. Las infamias de las que se lo acusa, injustamente a veces, otras con merecimiento. La cualidad hipnótica de su oratoria. La forma de conducción directa, sin intermediaciones y a tiempo completo. Todo esto ya no importa. Ya pasó a ser folklore, no es más cultura.
—Como si a Carrie la hubiesen pasado por la ducha— escribió hace poco Mariano Canal.
La política hoy está en manos de los profesionales, en el mejor de los casos, y de una nueva clase de aventureros, en otros. Los primeros suelen ser previsibles como lo es todo lo científico, y aburridos hasta la náusea, incluso cuando tienen razón. Los segundos son peligrosos porque traen consigo toda la fuerza de la parodia.
El Gordo, en el ocaso de su vida, fue como esas figuras del tango o del western que ven cómo el progreso se lleva puesto toda la emoción de una época vital:
Mi mente y voluntad me instan a continuar en la tarea de hacer grande esta ciudad, pero el presente y sus dificultades me tironean caprichosamente y no me dejan estar, escribió al renunciar a su banca de concejal, poco antes de su muerte.
Nos vemos la próxima. Buena semana.
