La vez pasada hablamos sobre el puerto y su influencia en el origen de Uganda. Hoy vamos a dar un paso más en la biografía lugareña para sumergirnos en los inicios de la industria y su aporte a la identidad local.
Situémonos en tiempo y espacio. Estamos en las primeras décadas del siglo XX, y una serie de acontecimientos mundiales comienzan a mover los cimientos de aquel país granero del mundo y de la ciudad-puerto.
La industria que supimos conseguir
Hasta el estallido de la primera guerra mundial, eran pocos los sectores propiamente fabriles que habían logrado desarrollarse en nuestro país. Las condiciones que ofrecían los suelos de la pampa hicieron que esta joven nación del sur haya mirado de reojo al desarrollo industrial, casi como un camino prescindible.
La fertilidad de la Región Centro era la clave de la riqueza y su producto permitía garantizar el acceso a bienes, básicos y lujosos, comprandolos al exterior. Telas, alimentos procesados y automóviles llegaban por mar desde el Viejo Continente, y en esos mismos barcos se cargaban los productos primarios: granos sin procesar, pasturas, harinas y carnes.
Como en todo, siempre están los primeros. En este caso, los primeros Capitanes de la Industria fueron familias inmigrantes que habían logrado capitalizarse al calor del comercio y decidieron volcarse a actividades fabriles para abastecer a un nuevo mundo de consumidores urbanos.
De todos ellos, los más famosos quizá sean los Bunge y los Born, fundadores de Molinos Río de la Plata. El grupo Bunge&Born creció exponencialmente con el comercio de granos -llegó a controlar más del 50 por ciento de este mercado a comienzos de siglo- y paulatinamente fue incursionando en actividades de agregado de valor vinculadas al agro. Sin embargo, fue recién después de 1914 que logró diversificarse hacia productos industriales, dando lugar al nacimiento de Alba pinturas, y peronismo mediante, de marcas conocidas como Vitina y Exquisita.
Los Demarchi, descendientes de la nobleza italiana, fueron otros precursores de la industria. Fundaron la Compañía Nacional de Fósforos, firma que tuvo el monopolio de ese producto. Incursionaron en el sector de droguerías. Luego se ampliaron hacia otros sectores como el textil, dando nacimiento a una de las primeras firmas locales, Hilanderías Argentinas de Algodón S. A. Entre sus negocios se encuentran las Galletitas Bagley, empresa que adquieren de Melville Bagley, quien curiosamente había sido un empleado de los Demarchi devenido en emprendedor.
De todas estas empresas, hay una que despierta una especial nostalgia. Hablo de SIAM, Sociedad Industrial Americana de Maquinarias, fundada por Torcuato Di Tella en Buenos Aires en 1911. Su primer producto fue una amasadora de pan.
¿Qué pasaba en Uganda? Decíamos que SIAM inició la tradición metalúrgica argentina que hizo pié en muchas ciudades del conurbano. Pero sobre todo recaló en una del interior, la nuestra: ciudad con una historia y un presente fierrero. En Uganda decenas de talleres metalúrgicos se fueron convirtiendo paulatinamente en fábricas. Una de ellas es Torresetti,fundada en 1904. Esta empresa, como muchas otras, empezó como un taller de reparaciones y siguió con maquinaria para el agro como equipos de riego y acoplados.
Entre las plantas fabriles locales está la primera refinería de azúcar. La empresa Refinería Argentina de Azúcar S.A., fundada por Ernesto Tornquist, llegó a emplear a 1.500 trabajadores y a crear un barrio obrero que hoy sigue llevando su nombre: Refinería. Por diferentes motivos, fundamentalmente ligados a la baja productividad, la refinería no llegó a gozar del viento industrial de mitad de siglo y a principios de los años 30 apagó sus chimeneas.
La industria frigorífica también forma parte de la historia local. Su primer exponente, Swift, reconfiguró la zona del Saladillo. Este barrio, históricamente cooptado por la élite local, cambió totalmente su fisonomía cuando la empresa estadounidense levantó su planta en el límite con Villa Gobernador Gálvez. Las mansiones se vieron rodeadas de casas de trabajadores. Las cascadas pasaron a ser el espacio de ocio de estos obreros, que llegaron a ser diez mil en sus mejores años.
Ya nunca me verás como me vieras
La idea de que Argentina tenía que encaminarse hacia un nuevo rumbo para evitar el estancamiento comenzó a tomar vigor. Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial esta idea se terminó de confirmar. Mercado interno y expansión industrial fueron las claves de la nueva etapa.
Las economías europeas orientaban sus esfuerzos a la guerra. En línea con ese objetivo, la producción de acero fue destinada a los proyectos armamentísticos y este insumo clave comenzó a escasear. En parte como respuesta al conflicto, en 1942 se fundó Acindar en los terrenos próximos al Ferrocarril Belgrano, en Uganda. La planta se fue ampliando y tuvo un impulso adicional con la llegada del peronismo a partir del Plan Siderúrgico Nacional. En 1949, en un terreno cedido por la Fundación Eva Perón, se crea el barrio Acindar. Se llegaron a inaugurar 259 casas para los obreros. Del trabajo a la casa y de la casa al trabajo, eran solo unas cuadras.
El gobierno de Perón produjo el movimiento social ascendente más grande de la historia argentina. El censo industrial de la época llegó a contar un millón de obreros. Y cuando los trabajadores salieron de compras, como dice Milanesio en su libro, pasaron algunas cosas. El subsuelo invisible de la patria comenzó a llenar las tiendas. Estos nuevos consumidores de overol dieron un fuerte empuje a la demanda de indumentaria, calzado, bienes durables como máquinas de coser, lavarropas, cocinas a gas y heladeras.
De hecho, la década del 50 fue la época en la que las heladeras comenzaron a ser eléctricas (¡antes funcionaban a hielo!). Ahí comenzó el auge de la industria de la refrigeración como tal. El crecimiento fue tan vertiginoso que SIAM no podía abastecer toda la demanda. Se generaron largas listas de espera para recibir las nuevas heladeras, que ya se habían transformado en el símbolo de un hogar próspero.
Así nacieron algunas pymes locales, como Briket S.A. o como Bambi, que vieron ahí una oportunidad de mercado. Si agarrás Ovidio Lagos para el Sur, las vas a ver. No solo son parte de la historia industrial de Uganda, sino también del presente. Esta hija no deseada, esta ciudad sin origen fundada por un puerto, se fabricó una historia a partir de su industria y sus barrios de obreros.
¿Y sí ahí están las claves para hacer a Uganda grande otra vez?
“ Usted como yo, amigo mío, somos huérfanos. Somos hijos de una ciudad que ya no sabe qué ciudad es. Sin fundación, sin tradición, sin fe de nacimiento, su alma – el puerto – ha quedado atrás en el tiempo perdido de la historia.”
La ciudad del puerto petrificado – Onir Asor
Buen lunes. Me iba a presentar pero, en realidad, este es nuestro segundo encuentro. Aunque es el primero en el que oficialmente me sumo a Uganda.
En mis envíos vamos a hablar un poco de economía y de temas productivos. Y para eso vamos a empezar por el principio: los orígenes de la ciudad como centro económico y comercial.
Como es sabido, Uganda es una ciudad huérfana: sin fundador y sin fecha de nacimiento. Comenzó a configurarse como un caserío anónimo a mediados del siglo XVIII en un pedacito de tierra pegada al Paraná. Su ubicación resultó estratégica. Su río de aguas profundas y sus acantilados de más de 20 metros de altura permitieron a los recién llegados improvisar un puerto para intercambiar granos, frutas, animales y productos de todo tipo.
El nombre se lo dió la Virgen del Rosario, patrona elegida por el juez de paz Montenegro, quien donó el predio en el que se instalaría un templo para adorarla en ese poblado sin capilla donde profesar la fe.
La primera iglesia, la famosa Catedral, se construiría recién en 1834. Frente a ella, como en cada pueblo y ciudad, se irguió la Plaza y las demás instituciones de la vida pública, social y económica en la villa ilustre y fiel con tres mil habitantes.
El país era liderado por Rosas, principal caudillo de la Confederación. La joven república estaba dando los primeros pasos en medio de una disputa entre Buenos Aires y las provincias del interior. Además de la Ley de Aduanas -primera norma nacional en gravar las importaciones en defensa de los productos nacionales-, Rosas sanciona un decreto que centraliza el ingreso de buques extranjeros en el puerto de Buenos Aires. Esta decisión relega a las ciudades portuarias del interior -entre ellas a Uganda– por al menos una década, y condena a sus puertos a realizar únicamente operaciones locales y de contrabando.
Viento en popa y a toda vela
Años después, con la separación entre Buenos Aires y la Confederación Argentina, se abre una gran oportunidad. Las provincias, conducidas por Urquiza, tenían que definir su principal puerto. Se barajaron una serie de candidatas: la vieja ciudad de Santa Fe, la tímida Villa de Uganda y el llamado puerto de las piedras de Villa Constitución.
Las características naturales y geográficas -fundamentalmente la cercanía a otros incipientes centros urbanos como Córdoba- generaron condiciones para que Uganda gane la pulseada. Consagrada como el puerto internacional de la Confederación, la ciudad abigarrada de principios de siglo historia.
Uganda se convierte en una ciudad-puerto de ultramar y, por lo tanto, en el pujante centro económico y comercial de la pampa gringa. En los años siguientes se sanciona la Constitución Nacional, la cual da el marco legal a la apertura económica del país, y se decreta la libre navegación de los ríos.
A partir de la internacionalización del Paraná, Uganda y su puerto se convirtieron en un símbolo. Su fulgor era la prueba más acabada de las oportunidades que las provincias habían perdido durante años en manos del centralismo porteño. Pero el protagonismo duraría menos de diez años. A partir de la reunificación del país, Buenos Aires recupera su centralidad. Sin embargo, esa Década Ganada permitió el despegue.
Para elprimer centenario de la Patria, Uganda se había convertido en una ciudad organizada alrededor de la incesante actividad económica del puerto. Los primeros bancos públicos y privados se asentaron en las inmediaciones del primer centro comercial minorista -ubicado en la hoy plaza Montenegro-, donde se desplegaba el potente mercado interno local, alimentado por los nuevos trabajadores. Una nueva élite local se conforma en torno a los negocios directos e indirectos de las actividades que el puerto directa e indirectamente generaba en actividades comerciales, financieras, inmobiliarias e, incluso, industriales.
La llegada del Ferrocarril Central Argentino, de capitales ingleses, completa el círculo que la división internacional del trabajo proponía para Uganda. La producción cerealera y cárnica argentina salía al mundo desde sus puertos, lo que la consagró como la “Chicago argentina”.
(Disclaimer: sobre este apodo hay dos versiones, una vinculada al mundo productivo, por la ciudad estadounidense conocida como la capital mundial de la carne y otra relacionada al “Outfit de Chicago”, un sindicato siciliano del crimen organizado. Elija su propia aventura).
Según el censo económico hacia 1910 funcionaban en la City más de cinco mil establecimientos comerciales y una decena de talleres artesanales y bancos. Además, entre las instalaciones ferroviarias y portuarias se establecieron las primeras plantas fabriles, fundamentalmente asociadas al procesamiento de bienes primarios y al mantenimiento del ferrocarril.
Hoy su edificio, donde funciona el Alto Rosario Shopping, es considerado patrimonio histórico municipal y conserva su fachada de estilo inglés. Entre las más imponentes de sus industrias estuvo la Refinería Argentina de Azúcar -la primera refinería del país- que llegó a emplear a 1.500 trabajadores. Ubicada estratégicamente entre las vías férreas que traían la caña de Tucumán y los puertos donde se cargaba el azúcar procesado para ser exportado en lo que hoy es Puerto Norte Forum y el Hotel Los Silos.
Esta nueva configuración económica trajo fuertes contrastes urbanos a la fisonomía local. A las casas de dos plantas y los bulevares se sumaron las chimeneas y los conventillos en los barrios de trabajadores: Refinería, el Inglés, estación Ludueña. Este nuevo rostro era aceptado por la elite local como la contracara del modelo de desarrollo, el costo mínimo asociado al rápido progreso.
El puerto petrificado
El estallido de la Primera Guerra Mundial y la crisis del 30 marcaron sucesivas alteraciones en el devenir de los acontecimientos. Con el cierre de las economías de Europa se ralentizó la llegada de manufacturas, se redujo la demanda de productos primarios y el mercado de trabajo se contrajo de forma abrupta. El repliegue de la economía global fue un puñal en el centro del modelo agroexportador y Uganda fue el punto estratégico para observar el impacto de esa crisis y de las que siguieron.
Si en los años previos a la guerra las cargas habían llegado a las 10 millones de toneladas, estas sufrieron un considerable retroceso para el fin de la década del 30. Las dificultades en la provisión de insumos y la pérdida de mercados externos también golpeó al sector fabril. Las chimeneas paulatinamente se fueron apagando. La Refinería Argentina fue una de ellas. En 1930 hizo su última horneada. De forma progresiva, los trabajadores que habían llegado a estas tierras buscando ascenso social a través de la construcción, del comercio o de la industria, se vieron lanzados a la pobreza.
A los vaivenes de la economía internacional se sumó que en 1939 Uganda perdió su posición como principal puerto exportador de cereales al no poder competir con Buenos Aires, que gozaba de incentivos para centralizar la administración portuaria.
La prosperidad del proyecto de país abierto al mundo se fue transformando en decadencia. Uganda, como la hija pródiga, comenzó a perder lentamente su fulgor.
¿Aquella ciudad-puerto donde se apretaban los barcos y trinaban las sirenas se había perdido para siempre? Si bien la élite que vivió con ella sus años de gloria se resistía a abandonar la idea, la ciudad había cambiado su voz. Tal vez solo por un rato, pero eso lo veremos en los próximos envíos.
“Quien gasta más de lo que gana es un insensato; el que gasta lo que gana, olvida su futuro; y el que produce y gana más de lo que consume es un prudente que asegura su porvenir”.
Remontémonos a 1943, la revolución de los coroneles. En ese país de manufacturas incipientes, una de las primeras decisiones del nuevo gobierno fue disponer la continuidad de los arrendamientos y frenar los desalojos de colonos. Fue un primer gesto hacia el campo, completado en 1948, con una nueva prórroga. Sesenta años después, otro gobierno peronista tendría un primer gesto parecido salvando a los productores del remate. Pero eso lo veremos en la próxima.
Ahora estamos en los primeros meses de gobierno nacionalista. Durante esos años, la política de colonización forjó una nueva clase al interior del interior agropecuario. En la estructura de grandes terratenientes se abría una hendija por donde los colonos se arrimaron al título de propiedad con la fuerza del trabajo. Fue el puntapié de una burguesía rural con fuerte arraigo y dinamismo en las provincias del centro productivo. La consigna era “no habrá un solo argentino que no tenga derecho a ser propietario de su propia tierra”.
Con esa decisión aparecieron las empresas familiares que compusieron el entramado agroindustrial en los años siguientes. Y con cuyos herederos, más de sesenta años después, ese otro peronismo, se pelearía a muerte.
En el primer gobierno de Perón, el vínculo político con el campo no era del todo armonioso. En 1944, la secretaría de Trabajo y Previsión promovió el estatuto del peón rural y afirmó que el problema argentino estaba en la tierra. Los sectores tradicionales ligados a la ganadería y agrupados en torno a la Sociedad Rural porteña nunca se lo perdonarían. Mi abuelo era parte de una familia de croatas que mandaron a trabajar al campo y lo resumía en una simple imagen: entendió de qué se trataba el peronismo cuando tuvo su libreta de enrolamiento en la mano y, en la fila del voto, esperó delante del patrón.
Años después, puso con sus hermanos un taller metalmecánico. Reparaban maquinaria agrícola y el objetivo era integrar la producción a lo largo de toda la cadena: desde la materia prima hasta el valor agregado en origen y las ramas fierreras del agro. La industria del interior era agroindustrial. El origen perdido del peronismo reconoce una línea intermedia en el antagonismo entre chimeneas urbanas y sembradíos para la exportación y el enriquecimiento de una élite.
En el peronismo de los cuarenta la continuación programática se expresó como una lucha abierta contra la oligarquía. Que no estaba en los campos, sino en la ciudad invadida por los cabecitas en octubre de 1945. En las estancias, vivían los peones y mayordomos. En las colonias, el pequeño empresariado en formación. Los dueños viajaban cada tanto a ver cómo andaban las cosas. Perón lo decía así: “La injusticia de que 35 personas deban ir descalzas, sin techo y sin pan, para que un lechuguino venga a lucir la galerita y el bastón por calle Florida”.
Esa distribución geográfica de los actores será crucial en la historia posterior.
Con esa decisión aparecieron las empresas familiares que compusieron el entramado agroindustrial en los años siguientes. Y con cuyos herederos, más de sesenta años después, ese otro peronismo, se pelearía a muerte.
En el primer gobierno de Perón, el vínculo político con el campo no era del todo armonioso. En 1944, la secretaría de Trabajo y Previsión promovió el estatuto del peón rural y afirmó que el problema argentino estaba en la tierra. Los sectores tradicionales ligados a la ganadería y agrupados en torno a la Sociedad Rural porteña nunca se lo perdonarían. Mi abuelo era parte de una familia de croatas que mandaron a trabajar al campo y lo resumía en una simple imagen: entendió de qué se trataba el peronismo cuando tuvo su libreta de enrolamiento en la mano y, en la fila del voto, esperó delante del patrón.
Años después, puso con sus hermanos un taller metalmecánico. Reparaban maquinaria agrícola y el objetivo era integrar la producción a lo largo de toda la cadena: desde la materia prima hasta el valor agregado en origen y las ramas fierreras del agro. La industria del interior era agroindustrial. El origen perdido del peronismo reconoce una línea intermedia en el antagonismo entre chimeneas urbanas y sembradíos para la exportación y el enriquecimiento de una élite.
En el peronismo de los cuarenta la continuación programática se expresó como una lucha abierta contra la oligarquía. Que no estaba en los campos, sino en la ciudad invadida por los cabecitas en octubre de 1945. En las estancias, vivían los peones y mayordomos. En las colonias, el pequeño empresariado en formación. Los dueños viajaban cada tanto a ver cómo andaban las cosas. Perón lo decía así: “La injusticia de que 35 personas deban ir descalzas, sin techo y sin pan, para que un lechuguino venga a lucir la galerita y el bastón por calle Florida”.
Esa distribución geográfica de los actores será crucial en la historia posterior.
Las líneas de la intelligentzia llegan hasta hoy. Y hasta penetraron al peronismo. De la estructura productiva desequilibrada aún se sigue hablando, aunque sean otros el país, el mundo, el campo y la industria. Y el peronismo perdió su voz económica. Se relata a sí mismo con textos escritos por sus impugnadores. Pero, otra vez: no nos adelantemos. Ese es un fenómeno que ya tendremos ocasión de tratar.
Volvamos a la constante: las tensiones políticas llevan al repliegue de los actores privados, y las consecuencias se manifiestan en las cuentas nacionales. El proceso de industrialización condujo a una encerrona: el área sembrada y el volumen de cosecha se vinieron abajo. Cayeron las ventas, cayeron los ingresos, se paró el crecimiento. El mundo salía de la II Guerra Mundial y la Argentina era víctima del Plan Marshall.
Las decisiones de inversión son sensibles a los estímulos del entorno y los incentivos gestionados por las políticas públicas. Y en el campo gravitan dos factores fundamentales: los precios y los derechos de propiedad. En esos años, el país dejó de ser uno de los principales exportadores de granos y pasó a tener dificultades para su abastecimiento interno.
En la campaña 1951-1952, la sequía provocó la peor cosecha del siglo. El trigo no alcanzó para abastecer el consumo interno y en las mesas apareció el pan negro, elaborado con una mezcla de centeno y mijo. El gobierno tuvo que recurrir a las empresas privadas para hacer trueque con maíz. Por primera vez en el siglo, Argentina importó trigo.
La escasez de alimentos encendió las alarmas del modelo. El gobierno tuvo que traer papas de Holanda, Dinamarca e Italia. El golpe se sintió en el corazón del orgullo peronista. Para comentar el escenario, Perón explicó que el país vivió durante esos años el “más aplastante déficit de la producción agropecuaria de que se tenga conocimiento en la historia económica argentina”.
Al desplomarse el único sector con capacidad exportadora, el gobierno debió recalcular toda la organización económica. Cambiaron los funcionarios, cambiaron las políticas, cambiaron los conceptos. Y por eso: cambió el orden funcional de los sectores. Frente al agotamiento del ciclo inicial, Perón reinterpretó el contexto: hizo peronismo.
El latifundio es una gran industria
La década del 50 se recibió con crisis y un cambio del programa económico. La sequía, la reversión de los precios internacionales y la falta de ahorro e inversión, hicieron caer el PBI, los salarios recibieron el cimbronazo, se disparó la inflación y emergieron los déficits fiscal y externo. Los tiempos mundiales eran otros. El campo argentino debía ser otro.
Cuando los ciclos económicos subrayaron el valor de la austeridad y el ahorro, el peronismo y el campo se reencontraron. La reconciliación cultural de una pasión revivida por las crisis. Ante la nueva realidad, el gobierno convoca al Congreso de la Productividad y el Empleo que delinea los objetivos del segundo Plan Quinquenal. Perón lo sintetizó así: “la productividad es la estrella polar que debe guiarnos en todas las concepciones económicas”.
La concepción del campo se adaptó a esas otras circunstancias. “Si hay un sector nacional que necesita seguridad y tranquilidad para producir, es precisamente el campo”, lanzó Perón. Y aludió a la distinción entre latifundio geográfico y latifundio social que había establecido el economista Alejandro Bunge.
El plan de estabilización de 1952 planteó una política macroeconómica que actualizaba ganancias por costos y salarios por productividad. Se contrajo el gasto público y la política monetaria se hizo más restrictiva. El crédito se dirigió a la producción y se subió la tasa de interés para estimular el ahorro. Se restringieron importaciones y se habilitaron exenciones impositivas para exportaciones. En un semestre, la economía volvió a crecer, la inflación descendió y los salarios se recuperaron.
El escenario global acentuó la importancia de las exportaciones agrarias. Y el rol de la Argentina demandaba una revisión de las alianzas internas y externas. Todo modelo de desarrollo necesita su fuente de impulso, y Perón comprendió que la Argentina Grande no podía prescindir de sus fuerzas elementales.
Dicho textual: “El latifundio no se califica por el número de hectáreas o la extensión de tierra que se hace producir. Se define por la cantidad de hectáreas, aunque sean pocas, que son improductivas. Si se hacen producir a veinte o cincuenta mil hectáreas y se le saca a la tierra una gran riqueza, ¿cómo la vamos a dividir? Sería lo mismo que tomar una gran industria de acá y dividirla en cien pequeños talleres”.
El debate de cuatro décadas entre la Argentina agroexportadora o la reforma agraria para cumplir la meta de industrialización, quedaba sepultado con dos frases. En mayo de 1953, en la inauguración de las sesiones parlamentarias, Perón clausuró la posibilidad de una reforma agraria clásica. El 11 de junio de ese mismo año admitió la legitimidad de la empresa privada y puso el incremento productivo en el centro.
Una paliza con las dos manos
Con la hipótesis de una inminente III Guerra Mundial, fortalecer los resortes productivos era el criterio que se imponía para un mundo hambriento. El capitalismo argentino, en un escenario de crisis, necesitaba de motores poderosos y constantes. El conductor del peronismo entendió que, en este lugar del mundo, no hay campo sin industria. Pero tampoco hay industria sin campo.
Las críticas que aludían a una defección llegaron desde la izquierda y la fracción intransigente de la Unión Cívica Radical, que posteriormente se hizo desarrollista. Los estudios agrarios se centraron en la propiedad monopolista, los comportamientos de la oligarquía, y reclamaron expropiaciones para terminar con el problema del latifundio en la zona del cereal.
Desde las universidades se atacó el nuevo enfoque de gobierno. Los libros fueron escritos por los detractores que golpeaban al peronismo con una mano y al campo con la otra. La prédica antiperonista y anticampo se hizo una, y enarboló sus teoremas industrialistas para avivar las voluntades golpistas.
Dicho textual: “El latifundio no se califica por el número de hectáreas o la extensión de tierra que se hace producir. Se define por la cantidad de hectáreas, aunque sean pocas, que son improductivas. Si se hacen producir a veinte o cincuenta mil hectáreas y se le saca a la tierra una gran riqueza, ¿cómo la vamos a dividir? Sería lo mismo que tomar una gran industria de acá y dividirla en cien pequeños talleres”.
El debate de cuatro décadas entre la Argentina agroexportadora o la reforma agraria para cumplir la meta de industrialización, quedaba sepultado con dos frases. En mayo de 1953, en la inauguración de las sesiones parlamentarias, Perón clausuró la posibilidad de una reforma agraria clásica. El 11 de junio de ese mismo año admitió la legitimidad de la empresa privada y puso el incremento productivo en el centro.
Una paliza con las dos manos
Con la hipótesis de una inminente III Guerra Mundial, fortalecer los resortes productivos era el criterio que se imponía para un mundo hambriento. El capitalismo argentino, en un escenario de crisis, necesitaba de motores poderosos y constantes. El conductor del peronismo entendió que, en este lugar del mundo, no hay campo sin industria. Pero tampoco hay industria sin campo.
Las críticas que aludían a una defección llegaron desde la izquierda y la fracción intransigente de la Unión Cívica Radical, que posteriormente se hizo desarrollista. Los estudios agrarios se centraron en la propiedad monopolista, los comportamientos de la oligarquía, y reclamaron expropiaciones para terminar con el problema del latifundio en la zona del cereal.
Desde las universidades se atacó el nuevo enfoque de gobierno. Los libros fueron escritos por los detractores que golpeaban al peronismo con una mano y al campo con la otra. La prédica antiperonista y anticampo se hizo una, y enarboló sus teoremas industrialistas para avivar las voluntades golpistas.
«Los pueblos que enajenan su tradición, y por manía imitativa, violencia impositiva, imperdonable negligencia o apatía, toleran que se les arrebate el alma, pierden, junto con su fisonomía espiritual, su consistencia moral y, finalmente, su independencia ideológica, económica y política».
Papa Francisco
A principios de la década del setenta, la Argentina llegaba al límite de la industrialización por sustitución de importaciones. Aún se discute si el modelo se agotó o lo agotaron de prepo. Pero aquella sociedad de pleno empleo y movilidad social ascendente vio de frente los primeros signos del desfallecimiento.
Por entonces, la agricultura se había mecanizado y empezaban a aparecer los híbridos de laboratorio en la genética vegetal. Todavía tenía sentido hablar de la estructura productiva desequilibrada y el antagonismo entre industria o campo, vida urbana o rural, agroexportación o mercado interno.
La agonía de la dictadura de Lanusse se expresaba en el rejuvenecimiento de la política que ensanchó al peronismo por el lado de sus juventudes. La vuelta de Perón continuó la Hora del Pueblo y el intento de un modelo de desarrollo sobre la base del Pacto Social. Pero estaba en medio de un mar de contradicciones. Eso duró poco, y mayormente es triste y conocido.
Lo que acá nos interesa es otra parte de esa historia.
En 1973, ante el derrumbe de las anchovetas peruanas, la principal fuente de harina para los alimentos balanceados a nivel mundial, la harina de soja emergió como un sustituto directo.
El secretario de Agricultura del gobierno peronista, Horacio Giberti, y el subsecretario, Armando Palau, recibieron a Ramón Agrasar. En 1956 este ingeniero había fundado la empresa Agrosoja en Coronel Bogado. Hasta entonces la soja era una curiosidad botánica que solo se había utilizado como hortaliza en Misiones y Santa Fe durante los años 30.
A fines de los cincuenta, la región había abandonado el lino por motivos sanitarios, el girasol por las hormigas y el sorgo porque limitaba al maíz. Como Agrasar había estudiado en Texas y Harvard, envió unas 30 bolsas para campos experimentales de Pueblo Navarro. Para 1960, en la fábrica de Vasalli, en Firmat, modificaron la cosechadora Pluma para adaptarla a la soja. Y cuando los productores debieron cobrar los granos entregados, Agrosoja no pagó. La empresa quebró y se llevó puesta la confianza en el cultivo. Ese delito original marcaría el futuro de las percepciones políticas sobre el cultivo.
En los primeros años setenta, en el país reverdecía la democracia, pero la crisis global resaltaba los límites del modelo industrial e imponía el rediseño de su patrón de crecimiento. Había que adoptar una visión estratégica y ofrecer al mundo una harina sustituta y una vía de agregado de valor a la producción primaria. Giberti y Palau tomaron una decisión: un avión Hércules de la Fuerza Aérea despegó hacia los Estados Unidos y trajo 80 toneladas de variedades precoces.
Las semillas se multiplicaron y se distribuyeron para su uso en la siguiente campaña. De 79.800 hectáreas sembradas se llegó a 1.200.000 en 1975, y en los primeros 10 años se superaron los 2 millones de hectáreas. El rendimiento fue de menos de una tonelada por hectárea en 1960 a más de dos en 1980. La soja nacía en la Argentina como cultivo industrial y con una fuerza de desarrollo inédita.
Hasta 1995, la soja ocupó 6 millones de hectáreas y alcanzó los 12 millones de toneladas. Entre 1995 y 2008, la producción de granos, con la soja como puntal, se duplicó: de 50 millones a 100 millones de toneladas. Ese es otro momento bisagra en la historia de amor entre el peronismo y la soja. Pero conviene no adelantarse.
Cuando el Hércules trajo las semillas, faltaba poco para el inicio de la campaña de 1973. Para introducir el cultivo, el INTA creó el Programa Nacional de Soja y produjo una película en 16mm. Se organizó una red de ensayos de evaluación de variedades y Agricultores Federados Argentinos imprimió en Casilda un folleto con información destinado a los chacareros. El objetivo era incentivar la soja de segunda sembrada sobre trigo y promover el uso de rastrojo para la alimentación animal.
Al tener otros requerimientos tecnológicos y abrir la posibilidad de dos cosechas anuales, la soja acarreó beneficios en el manejo de la producción, duplicó la superficie y elevó significativamente los ingresos.
En la pampa húmeda, la industrialización se dio con talleres de maquinarias agrícolas y la aparición de fábricas, laboratorios, comercios y asesores técnicos. Al aumentar la necesidad de potencia, la mecanización se intensificó para lograr sembradoras y cosechadoras con capacidades múltiples, lo cual demandó una mayor preparación técnica, conocimientos y tareas de seguimiento para el uso de las maquinarias y la gestión de malezas y enfermedades.
El crecimiento productivo se fundamentó en la investigación científica e innovación tecnológica y dio arraigo al complejo aceitero en la región. Se instalaron molinos y plantas de acopio, se complejizó la logística comercial y el transporte, se hicieron obras de infraestructura estratégica y se abrieron terminales sobre el Paraná, proliferaron los servicios portuarios, la asistencia técnica y las capacitaciones, y se incorporó al sistema productivo una camada de ingenieros agrónomos formados al calor de las actualizaciones.
Entre 1958 y 1972 se habían desarrollado las técnicas de cultivo que dispararon ese primer boom sojero y peronista. Lo que hizo Giberti fue un mínimo gesto que definirá para siempre la conflictiva relación entre peronismo y soja: interpretó su época. Pero las historias de amor entran en senderos oscuros y peligrosos. Y acá la miramos desde Uganda. Donde la dependencia mutua rápidamente se volvió desencuentro.
Lo que vino después siguió el curso de las alteraciones históricas. Es que por debajo de la cultura está siempre el suelo. El apoyo espiritual que es algo más que lo que se toca, se ara, se absorbe, se pesa. Es el arraigo, toda la universalidad posible. La dictadura instaló un momento de suspenso, donde la vigilia del peronismo cobró sentido de supervivencia. La “revancha oligárquica” pronto se convirtió en fracaso. La valorización financiera depredó hasta las cosechas.
La derrota peronista de 1983 parecía inaugurar otro ciclo político. Pero la suba de tasas norteamericanas y la crisis de deuda fueron letales para los commodities. Y la agonía alfonsinista le abrió un hueco de vitalidad al peronismo. Aunque la Renovación no se preguntaba por la soja, sería el inició de una nueva etapa de esa pasión inconsumible. Esperaban años de reconciliación y euforia.
Y si lo que dice Astrada en Metafísica de la pampa es cierto y en Uganda un silencio vacío ronda nuestro saber, la prueba está en el desconocimiento alegre del suelo en el que estamos. La soja que nos rodea es uno de los signos rúnicosen la “infinitud monocorde de la extensión”.
Al ver a la Argentina por dentro, a veces no podemos detectarnos nosotros mismos ¿Cuál es la disposición anímica que se le impone al peronismo santafesino?“El vago contorno pampeano es el contorno mismo de nuestra intimidad”, podría decir cualquiera de sus dirigentes. Esa es la historia que buscamos.
La idea es no hacerla tan larga. El tiempo prevalece al espacio. Y ya tendrá lugar el presente. Lo bueno es que, pese a todo, algunos amantes nunca extinguen su pasión. Eso quiere decir que tenemos más historia por contar.
Se fue el tercero: otro mes junto a vos. Para inaugurar el cuarto, reperfilamos Uganda. A partir de ahora nuestra editorial mensual tienen nombre propio. La sección del surubí pasa a llamarse Río arriba: la dirección que hay que seguir para encontrarse con este animal manchado, este pez sin escamas.
Fue un fin de semana movidito en la arena nacional. Habrá que ver qué pasa en la semana. De todas formas, la siesta de hoy no caduca con la coyuntura, porque no es un texto sobre la foto. Apunta a repasar la película.
Para eso contamos nuevamente con la ayuda inestimable de nuestras librerías amigas. En el Juguete Rabioso, Paradoxa, Oliva y El Trocadero nos recomendaron textos, que usamos como mangrullo en el cual pararnos a declamar nuestro cadáver exquisito.
Ventajas de una educación clásica
La condición de fénix -animal mítico que renace de sus cenizas- que revista la Argentina es fatigada por muchísimos pensadores. No lo es tanto el estatus fenicio -pueblo comercial de la Antigüedad que sobrevivió siglos mientras se levantaban y caían imperios- que ostenta Uganda.
Primero posta de caminos, después sitio donde se compró y se vendió de todo, por estos días nuestro pago repecha a la deriva. En sintonía con lo que pasa en la Argentina: hay apuestas sobre el tablero pero la ruleta gira en falso.
Sin acta de fundación, sin relatos inaugurales que den cuenta de motivos, o al menos que recopilen excusas, Uganda nació siendo. Sin estar en ninguna parte. La nuestra no es una ciudad-puerto. Es una ciudad-barco. Y los vaivenes de la economía nacional impactan con su oleaje y enfilan la nave hacia donde pinte el viento.
Cuando el país remonta, Uganda infla las velas y es más veloz que ninguna. Cuando se agita la tormenta, naufragamos en un sálvese quién pueda. Esto no es literatura: tomemos la evolución histórica de la macro argentina y pongamos esa filmina sobre la de nuestra ciudad. Al contrario de lo que pasa en otros lugares, anclados en la suya para bien o para mal, vemos que acá cada boom es más intenso, cada crack duele un poco más.
Tras la cicuta macrista, decir que confinar al grueso de la fuerza de trabajo para enfrentar una pandemia desconocida fue escapar del monstruo tirándose por un barranco, es cantar una que todos la saben. Pero tenemos que hacerlo: por las características socioeconómicas de Uganda, acá impactaron los peores y los mejores efectos del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio.
La cuarentena pegó diferente en cada órgano del cuerpo social, y la recuperación no se da por igual. Todes tenemos conocidos que laburan en sectores que picaron en punta con el encierro o venden sus servicios al exterior. Al mismo tiempo que hay amigos que acumulan trabajos o emprenden para complementar los ingresos que no rinden. Es la cuerda de una cinchada a mil por hora entre las puntas de la estructura social.
El salto fue tan brusco para los unos como el enterramiento para los otros. El 2020 terminó con 13,6 por ciento de desempleo. Ahora hay menos del 8 por ciento. El problema no es la falta de trabajo. El problema es qué trabajos hay. Y cómo quedó el ánimo de los que van a trabajar tras la debacle de los dos virus. Además de económica la crisis actual es emocional.
¿Cuántos deseos entran en tu caja de ahorro?
En Filosofía del dinero, Georg Simmel dice que el valor del dinero está dado por lo que posibilita. Hay solo una utilización prioritaria. Cualquier otra es antieconómica. La libertad es la capacidad de elección y decisión. La guita lo que brinda es poder elegir. Y en Uganda se vive esta definición en su dimensión práctica.
La biyuya ugandesa tiene el valor del bien decisivo. El equivalente monetario del precio personal: cuánto cuesta una vida. Como la del pibe que pedía ayuda a su mamá porque no quería matar a más gente. Y si la vida no vale nada, el riesgo de ponerla en riesgo es nulo. Todo ganancia. Mañana no es mejor. Mañana es tardísimo.
Todo valor está adscrito a su rendimiento. ¿Importa la sustancia o el efecto? El ser humano como fundamento del dinero, o el dinero como fundamento del ser humano. Teologías en torno al Becerro de Oro. La pregunta de época para todas las épocas. En Uganda hay zonas de pesos y zonas de dólares. ¿Dónde empieza y termina la economía?
La actividad es una, pero tiene varias máscaras. Están los que pucherean, los que corren de atrás a la inflación, los que tienen salario formal y ahorran, y los que cobran en dólares. El que paga lo caro y el que gasta casi todo en alimento.
En la Fenicia clásica se creó el alfabeto. La palabra escrita nació porque se necesitaba tener registro de qué era lo que se pagaba, lo que se debía, lo que se tenía. En la Fenicia ugandesa se trastoca aquel invento: los negocios más jugosos son los que no ingresan en los libros contables.
Chismódromo municipal
Lo saben los amantes sobre su lecho, lo intuyen los poetas durante el éxtasis, lo experimentan los directores técnicos en los vestuarios: lo que se susurra es más importante que lo que se grita. En Uganda, lo decimos ahora y si preguntan nosotros no fuimos, el chisme es el más real de los relatos.
Para la Esquina no hay nada peor que un botón. Ser chismoso es otra cosa. El que chusmea no buchonea: supone. No ventila intimidades: las fabula. En los detalles que exagera o calla deja entrever la realidad: lo verosímil es más importante que lo verdadero.
En la sección En Voz Baja de La Capital hay datos más fiables que en la sección Política. Porque la información que corre en el circuito legal puede ser comprada, corrompida o incluso falseada. Nunca se sabe. El chisme, en cambio, es metainformación: el subtexto es igual o más jugoso que el texto en sí. Saber qué anda diciendo tal de tal tema es, en una Ciudad del Comercio como la nuestra, el bien más buscado.
El precio del chisme fluctúa en base a la oferta y la demanda. Existe la inflación chimentera: quien los emite sin control, ve decaer el valor que obtiene al intercambiarlo. Hay, incluso, una filatelia: se inventarían los chismes que están fuera de circulación, se los guarda y después se trocan por otros.
Mario Castells, por ejemplo, en Diario de un Albañil nos muestra su envidiable colección de chismes sobre uno de los rubros económicos más discutidos de Uganda: la construcción. Y en sus páginas hay más data que en cualquier informe de la UNR.
El libro está hecho, en apariencia, de simples chismorreos de barrio. De que el padre era un jefe de mierda, de que Damián se ponía en pedo pero era buen amigo, y de que se cogió a una mina en un departamento lujoso y no quiso decirle que había sido uno de los obreros que lo edificó. Ese tipo de relatos que necesitamos como el pan de cada día. Porque el chisme es nuestra forma de la literatura.
Pero también sabe intercalarlos con otros, más barrocos. Como cuando nos cuenta que con su papá le construyeron una mansión a Samuel Rosenbaum, dueño de Natalio Automotores, la concesionaria que le vendió con papeles truchos un BMW al Fantasma Paz. Rosenbaum nunca pagó por el trabajo. Semanas después, cuando los Castels pasan con el auto por la puerta de un restorán y lo ven, el padre le grita: “Pagá lo que debés forro”. El otro se ríe, y lo saluda. Castels hijo alcanza a escuchar que Rosenbaum le comenta a sus compañeros de mesa: “El paraguayo es un amigo, siempre que me ve me hace la misma joda”.
En Uganda no importa lo que pasa. Si no lo que se dice que pasa.
Más vale conseguir un arma que un trabajo
Cada tanto suena la rítmica de los planes sociales, los servicios informales, las economías populares. Se deja sonar el lado B de la economía. Pero los que discuten son bastante menos que los otros: los que hacen que eso suceda. Los que están adentro del Nivel de Actividad. En definitiva, lo que importa es la tasa de retorno: ¿Qué deja más?
Un lector nos envió una anécdota, que funciona de postal.
Un domingo, antes del almuerzo, va a la carnicería. Pide un pollo trozado para hacer a la cacerola. El carnicero se ríe: «los domingos no trozo pollo, es de mal gusto». Desde la caja le gritan «planero tenías que ser» y el carnicero vuelve a reir y le recrimina «pero si vos me tenés en negro». “Sí, te tengo en negro”, dice el dueño, “porque te conviene, porque con los planes y lo que te llevás acá ganás más que poniéndote en blanco… Tenés todos los planes vos, plan cunita, plan mi casa, plan mi pieza, plan mi primer trabajo, plan no trabajo”. Mientras tanto el pollo sigue ahí entero, sin partirse, mientras los dos se chicanean. Nuestro lector ya no presta atención. Se queda con ese dato: el carnicero cobra más en el combo laburo + plan que teniendo un trabajo en blanco. Trabajador y patrón aceptan resignados, risueños, esa realidad. Fuimos del gato al pollo, nos dice nuestro lector que pensó.
Porque entre la puesta en escena del gato a la parrilla, que dio lugar a nuestro sobrenombre, y el reemplazo del asado por dos cebollas, un pimiento, y un poco de arroz con pollo, hubo una, hay otra, crisis. Y, más importante, existió en el medio, una reconstrucción política inédita en la historia. La Década Ganada. Que duró, su nombre lo dice, una década. De 2002 a 2012. Si nos ponemos a hilar fino, hoy no empezó ayer. Arrancó hace diez años. Cuando la economía, el ánimo y la correlación de fuerzas vienen, en la clase trabajadora, empezaron a ir para atrás. Los ciclos del fénix.
Roberto García, en el prólogo a “El Dos Mil 1”, de Héctor Cepol, insiste en que la pervivencia del Argentinazo anida en la transformación de pequeños devenires de fragmentos del cuerpo social. Fueron “experiencias más o menos comunitarias, y más o menos individuales también”, asegura García. La de 2001 fue una crisis que, sacudida por abajo, se resolvió por arriba. La actual es transversal. Y por eso se parece a un infarto largo. Si finalmente estallara, no hay garantías de que existan pequeños devenires de fragmentos. Porque lo que puede un cuerpo tiene límites.
El trabajo es malo y se paga peor: el costo de oportunidad del gil trabajador es cada vez más gravoso. Los círculos concéntricos de la exclusión laboral se acentúan. Los empresarios se quejan de que no consiguen personal no ya capacitado, siquiera voluntarioso. Y la carne de cañón de la ciudad violenta es la misma población joven que rebota contra las paredes de la cárcel que es el mundo.
“El tema es que la economía anda mejor que el gobierno”, se dice en el Cordón Industrial. La postpandemia exige a la Política no quedarse en mera transferencia de dinero o asistencia paliativa. Se necesitan políticas de Estado y también políticas de estaño. Y ante la imposibilidad, se repetirá la oración: transformar planes en trabajo. Aunque Beetlejuice sea una película pasada de moda: al empleo genuino se lo invoca tres veces para que aparezca,
Surge entonces la desconfianza. O peor, descreimiento. En las instituciones públicas y en el sector privado. Te salva esta. Así en Uganda la condición asalariada toma nuevas formas, que generan nuevas superestructuras. Proliferan los trabajadores autónomos, los independientes, los informales, los ilegales, los multiocupados o los microempresarios.
La fisonomía del trabajador muta en el Gran Rosario. Y no solo en términos geográficos, sino temporales. En las paradas de bondis desde hace algunos años convive el que con el overol espera que lo recojan para ir a la cerealera, con la chaqueta todavía con olor a soja del día anterior, y el que espera el 103 para ir a atender un minimarket, con el celular enviando data virtual de sus emprendimientos, multitaskeando para sobrevivir.
Se cruzan diariamente, pero siempre uno cree que trabaja más que el de la vereda de enfrente. Y por la orilla del cordón pasa una piba vendiendo pañuelitos.
Los pequeños detalles
The Wire, la histórica serie de HBO, más que una serie policial es una serie sobre el trabajo: ese lugar donde somos con y para los otros. Uganda, cuna de la inseguridad, tiene puntos de relación con la Baltimore que retrató David Simon a comienzos de los años 2000.
En la serie, cada personaje, es un empresario de sí mismo. Todos los personajes pactan con una mentira para sostener el negocio. Todos viven la vida del empresario pero cuando se les advierte sobre sus responsabilidades, se atajan: trabajan para alguien más. En Uganda sucede algo similar. Los actores sociales que aparecen en el registro de la ciudad siempre son la punta del iceberg de algo mayor.
Las finanzas y el narcotráfico son formas del emprendedurismo. Los dos tienen como fuente y como resultado el riesgo y la desregulación. Mientras mayor riesgo mayor circulación y también mayor ganancia en términos residuales. El soldadito toma los propios códigos y valoraciones que un agente de bolsa a la hora de pensar su negocio, y el agente, también se mimetiza en el emprender más allá de cualquier límite.
La filósofa estadounidense Debra Satz en su libro “Por qué algunas cosas no deberían estar en venta. Los límites morales del mercado” caracteriza a fondo los mercados que llama nocivos. Un mercado es nocivo cuando la naturaleza de su información es inadecuada para el resto, y por eso está oculta. Pero no se puede ocultar lo evidente. En cambio, se hace como si, para que el negocio siga funcionando.
Se sabe, o cree saberse, cuáles son las agencias financieras que lavan el dinero de los circuitos ilegales. Dónde están los búnkeres. Quién compra, quién vende, quién connive, quién mata o deja morir. Se sabe. Cree saberse. Pero comprometer una pieza puede hacer que el yenga entero se venga abajo. Nadie nos quiere, todos nos festejan, reza el trapo, y con razón.
El riesgo es la herramienta fenicia por naturaleza. En Uganda, el trabajo no es sinónimo de estabilidad, el trabajo es sinónimo de riesgo. Y la dinámica de las relaciones interpersonales mediadas por bienes, es decir, el laburo, es más dificultoso, más ingenioso, más vivaz. Emprender en Uganda es más fácil pero más peligroso y a su vez, más redituable que la estabilidad.
Los espectadores de este show somos todos aquellos que desean vivir en una sociedad donde la paz y el orden no sean un negocio. La famosa, la inefable, la que no es nadie pero somos todos: la clase media. Que, al mismo tiempo, en sus lógicas de vida, comienza a corromperse por ese hilo que termina afectando toda la trama.
El trabajo ya no es lo que era. Sigue siendo.
Entonces, la pregunta es: ugandeses, ¿para quién estamos laburando?
Títulos, autores y beneficios
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