Opuestos y complementarios

Llegamos al final. Es un diciembre atípico: altas temperaturas, Mundial y una sequía histórica que impactó de lleno en el sector protagonista de esta historia.

Retomemos una imagen: 31 de marzo de 2008, en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno. Cristina lanza la frase maldita: “El otro día charlaba con alguien y me decía que la soja es, en términos científicos, prácticamente un yuyo que crece sin ningún tipo, digamos, de cuidados especiales”.

A partir de ahí, todo fue caos y confusión. Un juego de incomprensiones mutuas.

El kirchnerismo nunca se molestó en entender al agro, del que se nutrió para dar forma a su versión antipejotista del peronismo. Y el campo, que había terminado por aceptar del peronismo lo que tiene de conservador, nunca pudo tragar esa versión progresista que encarnó el kirchnerismo.

Pero, hagamos presente. ¿Cuál es el modo agro de la crisis actual?

El esquema es más o menos el siguiente: durante el invierno se cultiva trigo. Al llegar el verano, una vez que se levanta la cosecha del cereal, se siembra la soja. Combinado con el maíz, es el esquema de rotación que permite una mejor conservación de los suelos.

Esta temporada, con tres años de sequía acumulada, la falta de humedad del suelo retrasó los tiempos de siembra. Los productores harán menos maíz, que es más caro y riesgoso. Y mucho de lo perdido por la seca, se volcará a la soja.

Cuando la ventana temporal se acorta y la soja queda como único cultivo, la exigencia del suelo es mayor. Se reponen menos nutrientes. Y se afecta la producción de leche y carnes, que usan maíz como principal insumo. 

Es decir, todo lo que se llama sojización.

Los buenos viejos tiempos

Esto mismo sucedió durante el boom de los commodities, que en Argentina fue, más bien, un boom sojero. El esquema de retenciones desalentó la producción de maíz y trigo, y los productores se volcaron al cultivo que ofrecía mejores precios a menor riesgo: la soja.

Para el campo el 2001 fue la noticia de un país. La modernización de los 90’ que armó el nuevo mapa productivo se agotó junto a la Convertibilidad. El despedazamiento también le tocó al agro. A través de una de las vías principales: la crisis bancaria. Hipotecas y quiebres de las cadenas de pago. 

Una de las primeras acciones de Néstor Kirchner fue el salvataje de las hipotecas con el banco Nación. Y la relación con la Federación Agraria, numen de esos productores eximidos del remate, le garantizó un clima de sosiego y recuperación basado en la mega devaluación previa.

De esas cenizas germinó un ciclo de expansión inédito, que hizo uso de los avances tecnológicos de la década anterior. Era la noticia de un mundo que demandaba los commodities que la Argentina ofrecía.

El negocio cerró para todos durante varios años: el crecimiento generó una masa de recursos vía exportaciones que financió una ampliación como nunca antes de las políticas sociales. Y el beneficio para los productores fue tan significativo que hacía tolerable las exigencias distributivas.

Los derechos de exportación, que habían regresado con el decreto 310/02 durante el gobierno de Duhalde, iniciaron con alícuotas de 10 por ciento para trigo y maíz, y del 13,5 por ciento para soja y girasol. En abril del 2002, los porcentajes subieron a 20 por ciento en cereales y 23,5 por ciento en oleaginosas.

Kirchner mantuvo ese esquema durante casi todo su mandato. Hasta comienzos de 2007, cuando llevó las retenciones al grano de soja a 27,5 por ciento y a los subproductos a 24 por ciento.

Luego de las elecciones de ese año, con el triunfo de Cristina y antes de culminar su mandato, Néstor elevó un poco más las alícuotas: el maíz pasó al 25 por ciento, el trigo al 28 por ciento, el girasol al 32 por ciento y la soja al 35 por ciento. Las harinas y aceites de soja tuvieron un diferencial de 3 puntos porcentuales menos.

El objetivo era reducir los precios internos, mejorar la distribución del ingreso y lograr un mayor valor agregado. Pero el mundo no era el mismo: se avecinaba una crisis internacional que erosionaría los cimientos del modelo de crecimiento con inclusión.

El campo, el gran aliado silencioso, alcanzó su umbral de tolerancia. Lo que hasta ese momento habían sido pataleos idiosincráticos se transformaron en oposición franca. El ciclo de crecimiento que alcanzaba para todos, se había terminado.

Campo de batalla

Hay un factor paralelo que explica lo que sucedió aquel marzo de 2008, cuando tras un nuevo aumento de las retenciones, la concordia entre kirchnerismo y campo voló por los aires: el empoderamiento de Clarín.

Recordemos: antes de irse, Néstor aprobó la fusión de Cablevisión y Multicanal que hizo del multimedio la principal empresa de telecomunicaciones del país. 

Hasta el 2007 el acuerdo era total: mientras el gobierno recomponía el poder, el campo activaba toda su potencia para arrastrar la maquinaria del Estado hacia la recuperación de sus capacidades básicas. La cesión a Clarín inventó al monstruo que devoraría a su creador. La economía política del nuevo siglo que permitió mayores grados de autonomía estatal resultó engullida por su lógica interna.

Con la decisión de Cristina de elevar el porcentaje y aplicar el esquema móvil de retenciones en el marco de la crisis financiera internacional, los que antes acompañaron sin chistar, comenzaron a gritar. Y tuvieron dónde hacerlo: el Gran Diario Argentino se transformó en la tribuna por excelencia del antikirchnerismo.

La guerra entre Kirchner y Magnetto pasaría a definir la década que se abría. El gobierno kirchnerista se aisló de sus viejas alianzas y el Estado se encontró con sus propias deficiencias obligado a adoptar funciones cada vez más defensivas.

Para el sector más dinámico de la economía nacional, que se había retirado para hacer plata durante los primeros años del nuevo milenio, el 2008 fue una aventura callejera. Corte de ruta y asamblea.

Una parte del sector agropecuario había reconocido a Kirchner para llevar adelante un proceso de recuperación económica y ordenamiento fiscal. En 2008, ante los primeros síntomas de agotamiento del ciclo internacional, el campo se unificó y se plantó en seco. Fue el primer paso de las fricciones por el financiamiento del déficit, un clásico hasta la actualidad.

También significó el encuentro del campo con su propia gente. Los gringos en las rutas le mostraron a la oligarquía terrateniente la realidad del interior. La alta dirigencia rural y la alta dirigencia política se asombraron por el mismo fenómeno: miles de pequeños chacareros, contratistas, comerciantes y ciudadanos agolpados en las rutas y reclamando por una dignidad que sentían mancillada.

El campo se politizó de golpe: quemó gomas, ganó representatividad, rosqueó con legisladores, fue convocado a los estudios de televisión, copó como tema las sobremesas de los argentinos, y ganó la pulseada legislativa.

Esa euforia se diluyó en un sinfín de desarreglos y derivaciones con un puñado de dirigentes metidos en el “sistema político” y una base electoral en la República del Centro que fundamentó la emergencia de una alianza que se llamó Cambiemos y llegó al gobierno en 2015.

Lo que quedó fue la Grieta como principio ordenador de la política.

No todo lo que brilla

En tres décadas la soja pasó de ser una curiosidad botánica a instalarse como el motor de la economía argentina. Implicó una expansión de la frontera agrícola, pero sobre todo fue una reconfiguración de la estructura productiva con cambios en el uso del suelo, las modalidades comerciales y las prácticas de ahorro e inversión: una nueva mentalidad del campo que combina tradiciones diversas.

En 1991/1992, las oleaginosas representaban el 42 por ciento de la superficie sembrada y el 37 por ciento de la producción. En 1996, durante un gobierno peronista, se aprobó el uso de los transgénicos y se allanó el camino para la expansión de la siembra directa. Una nueva revolución productiva estaba en marcha.

Para la temporada 2009/2010 se alcanzaron los 52 millones de toneladas, más que el trigo, el maíz y el girasol. De ahí en adelante, la realidad de la soja cambió: la producción se estancó. En la campaña 2021/2022 el volumen final fue de 43,3 millones de toneladas, un crecimiento respecto a la temporada anterior, pero un 8,5 por ciento menor que el promedio de las últimas cinco.

El grano es el componente esencial del orgullo del campo argentino. El suelo provee el 98 por ciento de los alimentos que se consumen y los sojadólares que son la moneda fuerte del interior del país. Los gringos usan los granos para pagar alquileres y comprar bienes y servicios. Y el gobierno los demanda para pagar la deuda y frenar las corridas devaluadoras.

El 2001 puso el “que se vayan todos” como un límite al sistema institucional del que salieron dos versiones políticas que procesaron el estallido a su manera. El 2008 fue una réplica de ese colapso, pero ya no desde la estructura político-institucional, sino desde su fundamento económico. El chacarero fue el ahorrista de esa gran caceroleada federal.

El conflicto por la 125 marca el fin del idilio de la balanza comercial y el comienzo de los padecimientos de la cuenta corriente. La formación de activos externos, el símbolo máximo del descreimiento. La aceleración de la salida de capitales implicó el peor escenario desde el 2001 y culminó en la aplicación del primer cepo en 2011, tras la corrida cambiaria.

Como el 2001, el 2008 también fue partero de generaciones. Parió a una camada de militancia juvenil urbana durante la década del 2010 e impulsó al kirchnerismo después de Néstor, pero también dio a luz a una serie de jóvenes menos visibles que iniciaron una renovación dirigencial en el agro que vigorizó los cambios tecnológicos y organizacionales, y acentuó la digitalización. La enésima revolución del agro

El cristinismo, como kirchnerismo póstumo, encontró en el campo lo mismo que el campo encontró en el kirchnerismo: un polo de adversidad que ayudaba a identificarse a sí mismo. Se necesitaron mutuamente para saber que eran lo que creían ser.

Pero tenemos que cortarla por ahora. Queda mucho por contar. Ya habrá mejores ocasiones. Porque hasta las historias más pasionales terminan por cansar cuando se repiten tanto.

Gracias por acompañarme. Que tengas buena semana.  

Ese empate arreglado

Hola, ¿qué tal? Mi nombre es Sol González de Cap y soy economista. Antes de que cierres el newsletter te aclaro que vamos a hacer un uso responsable del recurso de datos y gráficos. Vengo invitada por el ugandismo en un mes muy especial en nuestro país, diciembre, para hablar de algo que si sos muy joven tal vez no viviste, pero que marcó a mi generación: el 1 a 1.

Una casa que no estaba en orden

Es imposible entender el cambio de época que significó la convertibilidad sin leer de donde se venía: la vertiginosa economía de la segunda mitad de la década del 80’.

El gobierno de Raúl Alfonsín asume en un contexto de fervor social. En su espalda descansaba la enorme expectativa que el pueblo argentino había depositado en la recuperación democrática. Sin embargo, la economía heredada de la dictadura -junto con una praxis política que hoy no es nuestro objetivo analizar – ponía serios límites a la búsqueda de un crecimiento económico armonioso.

Una de las principales condicionantes para el despliegue de la política económica fue la abultada deuda externa contraída en los años previos, que alcanzaba a comienzos de 1983 los 45 mil millones de dólares (a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos).

El acuerdo con los organismos internacionales acreedores marcó la agenda del gobierno alfonsinista que intentaba, vanamente y en simultáneo, resolver el problema de la inflación y mejorar el poder de compra de una golpeada clase trabajadora.

La historia es conocida: al plan Austral le siguió el Primavera. Los planes de shock diseñados por Sorrouille y su equipo del Quinto Piso lograban estabilizar los precios por un tiempo, pero luego caían en desgracia. Con cada intento fallido, la confianza en el gobierno radical se iba socavando. Así es que en enero de 1989 actores económicos de peso, a través de una corrida cambiaria, provocaron la devaluación del austral, la moneda de curso legal que había reemplazado al peso. El salto del tipo de cambio echó leña al fuego: la hiper estaba en marcha. 

Los impotentes intentos de los funcionarios alfonsinistas por encaminar la situación económica pasaron a la historia con la frase de Pugliese “les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo”. En esos meses los precios subieron diariamente en porcentajes altísimos, y la inflación mensual que en enero había sido del 9,5% en mayo ya era del 80%.

El clima social volaba por los aires, y surge la iniciativa de adelantar a mayo las elecciones previstas para el mes de octubre. Sin saberlo, con esa decisión el padre de la democracia se estaría salvando de convertir la salida en helicóptero de la Rosada en un clásico del radicalismo. Así es que el segundo domingo del mes de  mayo del 89, un riojano patilludo bastante desconocido se impone en las urnas y, unas semanas después, asume como presidente.

Un invento argentino 

Si bien el concepto de “ancla cambiaria” para los precios o la noción de “caja de conversión” está en la bibliografía obligatoria de cualquier plan de estudios de economía, la idea de fijar por ley una paridad entre la moneda nacional y el dólar no tiene precedentes en el mundo.

En esa receta jugó algo de la impronta argentina, reacia a los puntos medios y propensa al impacto mediático. Pero el elemento central fue la necesidad de encontrar una solución duradera a la situación inflacionaria que atravesaba el país en los meses previos a su puesta en marcha.

Muchos de nosotros creemos que nos hemos adaptado a vivir con alta inflación. Este año, la variación del índice de precios al consumidor acumula a septiembre un aumento del 88%. Los efectos que este nivel tiene sobre la actividad económica ya se empiezan a sentir. Y todos, desde el empresario que tiene que reponer stocks y fijar precios hasta quienes tenemos que organizar nuestros gastos, sentimos que se nos desorganiza la vida. ¿Te imaginás, entonces, vivir con una inflación de 3.046% anual? Yo no. Pero este extracto de “Vivir con hiperinflación” de Tomás Eloy Martínez permite graficarlo:

“La gente ya no iba a los hospitales por falta de dinero para el autobús. El presidente aconsejaba que se usaran las bicicletas. Al marido de Santa le pareció tan buena la recomendación que consiguió una prestada para viajar hasta las oficinas donde trabajaba como peón de limpieza, a 20 kilómetros de su casa. En el supermercado, Santa recorrió los estantes en busca de los comestibles cuyos precios no habían sido remarcados. Descubrió que los huevos cascados o con grietas se vendían a 280 australes la docena y decidió darse el lujo de llevar media. Compro un paquete de fideos a 138 australes, y luego de vacilar apartó seis cubitos de caldo concentrado que costaban medio dólar. Por los altavoces del supermercado una voz monótona describía el movimiento ascendente de los precios. Había dos largas colas junto a la salida, y Santa calculó que cuando llegase a Claypole sería noche cerrada.” (Julio de 1989)

Tasa de inflación en Argentina, de 1974 a 2020.

Los programas de estabilización y los ministros volvieron a desfilar por los medios. El plan Bunge y Born, y el Bonex, repetían los fracasos ya conocidos. Hasta el 27 de marzo de 1991, día en el que se sanciona la “ley de Convertibilidad”. 

La paridad fija entre el peso y el dólar generó, para sorpresa de muchos escépticos, resultados casi inmediatos. Apenas unos meses después, la inflación inercial ya no existía y Argentina lograba vencer el crónico mal que lo había aquejado por medio siglo. 

Naturalmente, el rotundo éxito de los primeros meses habilitó el entusiasmo, se llegó a decir que no solo el 1 a 1 duraría para siempre sino que el modelo argentino sería emulado por potencias mundiales y constituirá un hito en la historia de los sistemas monetarios. 

Durante los primeros años, la economía crecía en promedio al 8% anual, el desempleo bajaba, la clase media viajaba al exterior y volvía con las valijas cargadas. Nuestra generación, la de los “hijos de los 90” tiene grabada en la retina las imágenes de la época: los autos de lujo y las 4×4, las canchas de paddle y los todo por $2, las cámaras Kodak, los minicomponentes y walkmans Sony y la pizza con champagne.

Lamentablemente, la mala noticia es que la magia no existe. Ese empate arreglado entre el peso y el dólar sólo podía sobrevivir a costa de grandes ofrendas: las empresas públicas, los fondos jubilatorios, la industria nacional y la soberanía.

Los productos importados terminaron por destruir una industria nacional que ya venía a la baja, y para financiar esas importaciones, comenzó el remate de empresas públicas como Aerolíneas Argentinas, Entel, YPF y Obras Sanitarias. El endeudamiento público y privado financiaron durante esos años el enorme déficit de la balanza comercial generado por las importaciones. La paridad se hacía insostenible, pero nadie quería ser el último que apague la luz.

Llegando al fin de esta historia, no podemos dejar de mencionar aquel diciembre de 2001, del que este año se cumplen 21 años. El costo político que implicaba el abandono de la convertibilidad era tal, que impuso a los candidatos a presidente a prometer que no abandonarían el tipo de cambio fijo establecido por ley. Esto llevó al gobierno entrante a instrumentar todo tipo de políticas, que no fueron suficientes para el FMI, y decidió retirar su apoyo e interrumpir sus desembolsos. El resultado fue el corralito. La clase media terminó de dar mecha a un clima social enardecido, con índices de pobreza y desempleo sin precedentes.

Los 80’ fueron “la década pérdida”, el kirchnerismo “la década ganada”. Pero ¿qué fueron los 90’? En ésta búsqueda, me encontré con una definición: “La década que amamos odiar”. Quizá lo atractivo de aquellos diez años esté en sus contradicciones, porque es justamente eso lo que lo hace visceralmente argentino.

Hasta la próxima.