Un alquiler de por vida

Cómo me gustan los lunes, más si tengo que pagar un alquiler atrasado. 

¿Vos cómo estás? ¿Te sobra la plata igual que a mí? ¿Te sobra el tiempo y el optimismo? Bueno, empecemos. Basta de joda.

Camino despacio por Echesortu con 60 lucas en el bolsillo del saco. Me meto en una galería, subo una escalera y atravieso un pasillo oscuro, ideal para filmar una escena de cine negro. Los tubos fluorescentes que reemplazan la luz del sol logran un aire depresivo. Hay oficinas de turismo que pegan en sus vidrieras fotos de paraísos caribeños y oficinas que parecen vacías hace años. Como no estoy actuando en ninguna filmación y soy un adulto que se hace cargo de la estúpida vida adulta, termino amargado. 

Bueno, a nadie le gusta gatillar mes a mes el alquiler. Y la inmobiliaria que me alquiló la casa es algo… particular.

***

Era una casa con sus años y en las fotos se veía bien. Dos habitaciones, patio adelante y patio atrás. Buen precio. Solo faltaba la persona que vivía ahí; si hasta los cuchillos y tenedores estaban dentro del cajón de la mesada. ¿Cepillos de dientes? Sí. ¿Ropero viejo del que asomaban prendas en penumbras? También.

Había varios ambientes con humedad, y el patio de atrás, al que le habían sacado las plantas que aparecían en las imágenes con que la ofertaban, se mostraba derruido, igual que el cuartito de lavar la ropa. Las cortinas, el cubrecama, la pequeña alfombra que había en el living y los individuales que se desparramaban por la mesita del comedor eran color lila. La casa era de una señora que acababa de pasar a mejor vida.

—Le gustaba el color lila, por lo que veo —le dije al muñeco de la inmobiliaria.

 —La señora estaba muy mal, me parece que ya ni sabia como se llamaba —respondió y siguió dando vueltas por el lugar, como inspeccionándolo.

***

Recuerdo una mañana del 2016. Buscaba donde vivir y, mientras tomaba café en un bar, miraba los clasificados del diario. Casas de pasillo. Monoambientes. Departamentos. Pensiones de piezas individuales y pensiones de pieza compartida. Una de ellas se anunciaba: “Lugar tranquilo. Televisión por cable”.

Necesitaba concentrarme en mis asuntos, pero el detalle de la televisión por cable… bueno, ese detalle me hizo meditar. Me imaginé una persona grande, vendedora ambulante, que un domingo a la tarde encendía el televisor, sola en una habitación, y esperaba la llegada de la noche. Sí, ya sé. Me imaginé todo eso porque soy fantasioso, un intento de escritor. Con tiempo para perder y pensar pavadas. Pavadas estúpidas y pavadas graves, hondas.

Televisión por cable. Una compañía al final del día. ¿Por qué? ¿Qué vida amputada de la vida sostenemos día a día? ¿Por qué es tan triste la soledad de la ciudad?

***

Estoy frente a la empleada de la inmobiliaria que administra la casa en la que vivo. Cuento la plata que tengo que darle y, al levantar la vista, la noto distinta. Claro, no es la que estaba en abril… que a su vez tampoco era la que me atendió en marzo.

—Sos nueva, ¿eh? —pregunto con fingida espontaneidad.

—Sí, pero ya me voy, cobro esta semana y me voy.

—Es raro. Cada vez que vengo hay una empleada distinta.

—Es que mis jefes están locos. No se puede estar acá. A la chica que estaba antes que yo me la crucé en su último día. Me dijo: “Bienvenida a la casa de Gran Hermano” —responde y llora.

***

—¿Ya se arregló el tema de la humedad? —le pregunté entonces a quien mostraba la casa del corazón lila.

—Mirá, ayer publiqué las fotos en internet y hoy es la primera vez que entro.

—No está arreglado el tema…

—No importa, cualquier cosa te lo hago arreglar a la primera de cambio. No te preocupes.

—Ajá… confió mucho en que sí.

***

Daba vueltas por la calle con ganas de desaparecer. Acababa de separarme, necesitaba un lugar para vivir y cada vez que visitaba uno, al verlo vacío, sentía espanto.

—No podés hacer una tragedia de todo… —me decía a mí mismo.

—Esas paredes sin vida, son muy tristes… —me respondía.

Iba de acá para allá hasta cansarme. Era lo único que quería. Deslizarme por ahí. Andar.

—En la calle me siento libre, debería vivir en la selva, en la isla —me convencía.

—¿Vos? No te bancas ni que te pique un mosquito… —me retrucaba.

Pasaron los días y conseguí una linda cueva donde parar. Un amigo me alquiló un departamento a un bajísimo precio. Pasó el tiempo. Anduve sin un mango y anduve bien económicamente. Pero la realidad es ortiba y a larga te arrincona… La desolación de vivir rodeado de paredes todavía me persigue.

***

La empleada del mes me extiende el recibo del pago del alquiler —un recibo hecho a mano— y retoma el hilo de nuestra conversación:

—Una tarde, el dueño de una de las casas que administramos escribió algo en un papel y me lo mostró. “Cuidado, están grabando todo lo que hablás. Hay celulares prendidos”. Y sí, nos graban, por si sacamos mano. Porque robar… qué vas a robar…

—¿Y ahora no están grabando? —pienso y me retracto. Tal vez sí estemos en una película. Clase Z, pero película al fin.

—Puede ser, pero no me importa, cobro la plata y me voy. Están muy locos, ¿entendés? Se viven peleando, son un matrimonio joven, pero se odian. Y te enferman la cabeza. Él es un paranoico desquiciado. Y ella es una forra. Todos los días salgo llorando de acá. Todos los días, hasta el viernes, que me voy y no vuelvo más.

***

Año 2010. Era un pibito de veinte y tenía que conseguirle una habitación a un viejo escritor de Buenos Aires que quería instalarse en la ciudad. Desde una cabina lo llamé al celular y le pregunté dónde pensaba vivir, qué tipo de lugar quería.

—Y… que tenga una ventana —dijo y cortó.

***

La casa de pasillo de Buenos Aires y Cerrito era perfecta para desmoronarse anímicamente. Tenía una alacena de un marrón casi rojo, con puertas inflamadas por la humedad, y unos azulejos naranjas en la cocina. Al azulejo que faltaba lo habían reemplazado por un cartoncito cortado a mano, con alguna tijera. Era un detalle gracioso, si es que lograba omitir que aquel paisaje podía convertirse en el paisaje de mi vida íntima por lo menos dos años.

La visité una mañana en la que inspeccioné cinco o seis casas de este estilo. No quería terminar en un monoambiente y las casas de pasillo eran mi única salida. Otro de los lugares que evalué estaba cerca de la Terminal y la pared de la pieza, que daba a un diminuto patio, tenía un enorme agujero a la altura de mi cabeza.

—¿Y eso? —le pregunté al agente inmobiliario.

—Había un aire acondicionado, de los viejos, mirá, ahí están los ladrillos, arréglalo y te lo descuento si querés —me respondió el master.

Mi hermana me había acompañado en aquel recorrido. Ya en la calle, vencido por la realidad, le dije:

—¿Por qué no puedo tener una casa linda?

—Porque salen plata, y para eso tenés que trabajar.

—Yo trabajo.

—Vender en el parque la revista donde te autopublicás no es trabajar.

—Ah, ¿no? ¿Y qué es?

—Una boludez más que decís y te quedás hablando solo.

—Tengo talento, ¿entendés?

—¡Chau!

***

La casa de corazón lila era barata y una familia con pibes, en la urgencia, podía meterse en ella e ir arreglando filtraciones. Total, que alquilen un lugar cuyo techo es un festín de goteras, ¿a quién iba a sorprender? El agente inmobiliario —una forma elegante de llamarlo—no se inmutaba. Y yo, que alquilaba hacía años y había visto cada cosa… tampoco.

—Bueno, lo pienso y te digo —dije por pura formalidad.

Habían ofertado la casa con el cadáver de la vieja todavía tibio. Con los rosarios colgados en la esquina de la cama, donde la vieja había dormido sus últimos días. Esos rosarios lilas, tan tristes como las personas abandonadas por sus seres queridos.

***

—¿Casa propia?

—Naaaaaa. Eso es antiguo. Fue.

—¿Monoambiente propio?

—Propio no, solo por tres años, siempre y cuando pueda pagar un alquiler.

***

Salgo de la inmobiliaria, doblo el recibo y lo guardo en el bolsillo del saco. Abandono la galería y en la calle los brazos celestes del cielo me envuelven con calidez. Camino hacia Pellegrini, me meto en un bar y me pido un whisky. Los alquileres suben mes a mes, todo sube mes a mes y el panorama político no es bueno. Pero no pienso en eso. Lo digo en esta nota porque lo tengo que decir. A veces, la vida está bien aunque el mundo esté mal

Y vos, igual que yo, ya sabés cómo viene la mano. 

Nos vemos la próxima. ¡Chau!

Una ciudad por fabricar

Hola, ¿cómo andas?

La vez pasada hablamos sobre el puerto y su influencia en el origen de Uganda. Hoy vamos a dar un paso más en la biografía lugareña para sumergirnos en los inicios de la industria y su aporte a la identidad local

Situémonos en tiempo y espacio. Estamos en las primeras décadas del siglo XX, y una serie de acontecimientos mundiales comienzan a mover los cimientos de aquel país granero del mundo y de la ciudad-puerto.

La industria que supimos conseguir

Hasta el estallido de la primera guerra mundial, eran pocos los sectores propiamente fabriles que habían logrado desarrollarse en nuestro país. Las condiciones que ofrecían los suelos de la pampa hicieron que esta joven nación del sur haya mirado de reojo al desarrollo industrial, casi como un camino prescindible. 

La fertilidad de la Región Centro era la clave de la riqueza y su producto permitía garantizar el acceso a bienes, básicos y lujosos, comprandolos al exterior. Telas, alimentos procesados y automóviles llegaban por mar desde el Viejo Continente, y en esos mismos barcos se cargaban los productos primarios: granos sin procesar, pasturas, harinas y carnes.

Como en todo, siempre están los primeros. En este caso, los primeros Capitanes de la Industria fueron familias inmigrantes que habían logrado capitalizarse al calor del comercio y decidieron volcarse a actividades fabriles para abastecer a un nuevo mundo de consumidores urbanos. 

De todos ellos, los más famosos quizá sean los Bunge y los Born, fundadores de Molinos Río de la Plata. El grupo Bunge&Born creció exponencialmente con el comercio de granos -llegó a controlar más del 50 por ciento de este mercado a comienzos de siglo- y paulatinamente fue incursionando en actividades de agregado de valor vinculadas al agro. Sin embargo, fue recién después de 1914 que logró diversificarse hacia productos industriales, dando lugar al nacimiento de Alba pinturas, y peronismo mediante, de marcas conocidas como Vitina y Exquisita.

Los Demarchi, descendientes de la nobleza italiana, fueron otros precursores de la industria. Fundaron la Compañía Nacional de Fósforos, firma que tuvo el monopolio de ese producto. Incursionaron en el sector de droguerías. Luego se ampliaron hacia otros sectores como el textil, dando nacimiento a una de las primeras firmas locales, Hilanderías Argentinas de Algodón S. A. Entre sus negocios se encuentran las Galletitas Bagley, empresa que adquieren de Melville Bagley, quien curiosamente había sido un empleado de los Demarchi devenido en emprendedor.

De todas estas empresas, hay una que despierta una especial nostalgia. Hablo de SIAM, Sociedad Industrial Americana de Maquinarias, fundada por Torcuato Di Tella en Buenos Aires en 1911. Su primer producto fue una amasadora de pan. 

¿Qué pasaba en Uganda? Decíamos que SIAM inició la tradición metalúrgica argentina que hizo pié en muchas ciudades del conurbano. Pero sobre todo recaló en una del interior, la nuestra: ciudad con una historia y un presente fierrero. En Uganda decenas de talleres metalúrgicos se fueron convirtiendo paulatinamente en fábricas. Una de ellas es Torresetti,fundada en 1904. Esta empresa, como muchas otras, empezó como un taller de reparaciones y siguió con maquinaria para el agro como equipos de riego y acoplados

Entre las plantas fabriles locales está la primera refinería de azúcar. La empresa Refinería Argentina de Azúcar S.A., fundada por Ernesto Tornquist, llegó a emplear a 1.500 trabajadores y a crear un barrio obrero que hoy sigue llevando su nombre: Refinería. Por diferentes motivos, fundamentalmente ligados a la baja productividad, la refinería no llegó a gozar del viento industrial de mitad de siglo y a principios de los años 30 apagó sus chimeneas. 

La industria frigorífica también forma parte de la historia local. Su primer exponente, Swift, reconfiguró la zona del Saladillo. Este barrio, históricamente cooptado por la élite local, cambió totalmente su fisonomía cuando la empresa estadounidense levantó su planta en el límite con Villa Gobernador Gálvez. Las mansiones se vieron rodeadas de casas de trabajadores. Las cascadas pasaron a ser el espacio de ocio de estos obreros, que llegaron a ser diez mil en sus mejores años.

Arroyo Saladillo, testigo de grandezas - Tinta Nova

Ya nunca me verás como me vieras

La idea de que Argentina tenía que encaminarse hacia un nuevo rumbo para evitar el estancamiento comenzó a tomar vigor. Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial esta idea se terminó de confirmar. Mercado interno y expansión industrial fueron las claves de la nueva etapa.

Las economías europeas orientaban sus esfuerzos a la guerra. En línea con ese objetivo, la producción de acero fue destinada a los proyectos armamentísticos y este insumo clave comenzó a escasear. En parte como respuesta al conflicto, en 1942 se fundó Acindar en los terrenos próximos al Ferrocarril Belgrano, en Uganda. La planta se fue ampliando y tuvo un impulso adicional con la llegada del peronismo a partir del Plan Siderúrgico Nacional. En 1949, en un terreno cedido por la Fundación Eva Perón, se crea el barrio Acindar. Se llegaron a inaugurar 259 casas para los obreros. Del trabajo a la casa y de la casa al trabajo, eran solo unas cuadras. 

El gobierno de Perón produjo el movimiento social ascendente más grande de la historia argentina. El censo industrial de la época llegó a contar un millón de obreros. Y cuando los trabajadores salieron de compras, como dice Milanesio en su libro, pasaron algunas cosas. El subsuelo invisible de la patria comenzó a llenar las tiendas. Estos nuevos consumidores de overol dieron un fuerte empuje a la demanda de indumentaria, calzado, bienes durables como máquinas de coser, lavarropas, cocinas a gas y heladeras. 

De hecho, la década del 50 fue la época en la que las heladeras comenzaron a ser eléctricas (¡antes funcionaban a hielo!). Ahí comenzó el auge de la industria de la refrigeración como tal. El crecimiento fue tan vertiginoso que SIAM no podía abastecer toda la demanda. Se generaron largas listas de espera para recibir las nuevas heladeras, que ya se habían transformado en el símbolo de un hogar próspero. 

Así nacieron algunas pymes locales, como Briket S.A. o como Bambi, que vieron ahí una oportunidad de mercado. Si agarrás Ovidio Lagos para el Sur, las vas a ver. No solo son parte de la historia industrial de Uganda, sino también del presente. Esta hija no deseada, esta ciudad sin origen fundada por un puerto, se fabricó una historia a partir de su industria y sus barrios de obreros. 

¿Y sí ahí están las claves para hacer a Uganda grande otra vez?

Gracias por leer.  Hasta la próxima.

El mal trabajo

Hola, el feriado se presta para una de nonfiction que transcurre en Uganda. 

Abril de 2023. Un policía llega al bar de una estación de servicio, pide café, manotea una medialuna que lleva hasta la mesa y pone de mi lado. Antes de ir al grano hablamos de nuestras rutinas: del homicidio en Santa Lucía que vengo de cubrir y de sus pocas ganas de ir adonde un ex colega suyo que custodia una empresa mató a balazos a un ladrón. Después, sí, a lo que nos encuentra. 

Qué tan sicarios son los que aprietan el gatillo en Uganda, quiénes viven de eso y quiénes lo hacen porque no les queda otra, o casi gratis o tan solo por maldad. Existen los sicarios y los no tanto, existe el crimen organizado y el desorganizado. Existe la pesquisa efectiva y la que no puede avanzar porque todo se hizo tan prolijo. En esa diferencia radica una complejidad. 

Decirle sicario a cualquiera es subirlos en el ranking”, resume. Y desarrolla: “Están los que trabajan por la droga, les pagan con merca y trabajan puestos. Y están los más profesionales, que cobran a partir de seis cifras. Esos saben hacer el trabajo impecable”. 

Abundan los ejemplos. Miramos hacia atrás y aparecen las escenas siguientes.

Septiembre de 2021. El protagonista es un sobreviviente. Julián, tiene 23 años y se mueve en una silla de ruedas donada por una ONG desde hace cinco, cuando varios balazos no llegaron a matarlo, pero sí lo dejaron cuadripléjico. Vive con su pareja, el hijo chiquito de los dos y un hermano de ella en una casa de la zona norte que tiene sus paredes decoradas con cuadros de Pablo Escobar y Tony Montana. Por ahí anda también un pitbull adiestrado. 

Julián sabe que le juraron la muerte y que tiene pedido de captura por el homicidio en 2020 de una señora de 64 años. Tan lejos del oeste, donde habían empezado aquellos problemas, sigue con sus manejes y espera que nadie lo encuentre. La madrugada en cuestión lo desvela un golpe seco en la puerta y un par de gritos atolondrados: “Policía policía, todos al piso”. Son cuatro tipos que llevan chaleco antibalas de alguna fuerza de seguridad. Lo que sigue son al menos 69 balazos: 7 liquidan al perro, 15 hieren de gravedad al cuñado y 32 van para Julián, rematado con 7 tiros en la cabeza. Su pareja y el pequeño, ilesos.

Marzo de 2023. No hay protagonistas, solo gente que festeja un cumpleaños en una casa de un barrio habitado en su mayoría por la comunidad qom. Es cerca de la 1.30 de un domingo y en ese clima de fiesta un grupo de nenes sale a la vereda. Nada -ni qué decían, ni qué hacían- importa más que lo que sigue: aparece un auto, se asoman unos tipos calzados con ametralladoras y abren fuego. Alexis, de 13 años, herido en el pecho. Nahiara, de 2 años, en un brazo. Salomón, de 13 años, en la boca. Los tres sobreviven. A Máximo, de 11 años, un balazo le atraviesa el pecho y lo mata en cuestión de minutos.  

Al otro día la comunidad vela al nene en el club donde jugaba al fútbol. El cacique predica en la lengua originaria, los más cercanos rodean el féretro y el resto acompaña desde una distancia respetuosa. Una furia imparable, un par de minutos después, los abalanza contra un par de casas. Dicen que son búnkeres de los transeros que están detrás del desastre que le costó la vida a Máximo. Las tiran abajo y obligan a la policía a llevarse a los traficantes, que hasta dos días atrás habían sido nada más que vecinos.

Hay un sector de Uganda que si lo queremos ver lo vemos desangrándose y balbuceando los suspiros de una agonía que parece permanente. Y si tenemos que decir quién provoca esas heridas resumimos en una palabra: sicarios

¿Cuánto vale una vida?”, se pregunta el título del informe de un canal nacional que mira para acá cuando las papas se incineran. Una pregunta que ya hicieron otros colegas, en otros años, por otros canales. La respuesta es siempre la misma y la da alguien parecido: un autopercibido sicario que le da la espalda a la cámara, o tiene la cara blureada, la voz distorsionada y el discurso afilado. Mata por tanta guita y sin tanto escrúpulo.

Del primer caso no se sabe nada acerca de quién ordenó ni quién ejecutó. Hay una reserva absoluta de quienes investigan hace más de un año y medio sin llegar a evidencias sólidas para decir que avanzaron. El otro se resolvió en un mes, hay seis imputados y presos acusados de organizar y gatillar. Y una hipótesis sólida: el objetivo era una casa vinculada al narco, vecina de la que habían salido los nenes que ligaron los balazos de rebote. 

Decirle sicario a cualquiera es subirlos en el ranking”, razona entonces aquel policía, acostumbrado a callar más de lo que sabe. Si calla, asegura, es por seguridad. El mismo motivo por el que cuando sale a la calle mira para todos lados y por el cual preparó una ferretería en su casa por si alguien va a buscarlo. Antes de encontrarnos me preguntó dos cosas: si puede confiar en que se mantendrá su anonimato y si me molesta que aparezca uniformado. 

Los que cobran caro saben hacer el trabajo impecable. Los encargos nunca los hacen por teléfono, empiezan en un cara a cara con las visitas en las cárceles hasta que llegan a la calle”, cuenta. “Los otros son gatilleros, son los que salieron del búnker y salen a matar a alguien como pueden salir a tirar a un negocio. Son descartables, ni a ellos les importa ir presos”, insiste el anónimo. 

En esa diferencia se halla una de las claves: los homicidios sofisticados se pagan bien y suelen tramarse en las celdas de presos de alto perfil que la narrativa oficial ubica como líderes de las bandas criminales más conocidas. Desde ahí sale el ok para que, además de las seis cifras para el sicario, se ponga a correr el dinero necesario para pagar información, vistas gordas, fierros efectivos, un vehículo y todo lo necesario para que salga redondo. 

De los que fracasan, porque pifian el objetivo o porque los descubren, sobran los ejemplos. Entonces nacen investigaciones que, antes que tramas complejas, dejan al descubierto un nivel de precariedad acorde al contexto en el que se maquinan y se desenvuelven broncas barriales. 

Sobre este aspecto opina otro uniformado pero de saco y corbata, de los que investigan y condicionan el destino de quienes caen. “Es muy muy precario el sicariato acá. En su mayoría son ‘loquitos’ con un vehículo y una pistola, que muchas veces ni son de ellos y se las hacen llegar para cometer el hecho”, dice y propone: “El término que más los define es ‘tiratiros’ y no sicarios”. 

Este conocedor también advierte la existencia de sicarios distinguidos. “Son más profesionales, si se puede decir así. Tienen inteligencia previa y una ejecución certera. Hay hechos puntuales que parecen bien ejecutados, pero son los menos de ese estilo”, explica y vuelve sobre los tiratiros: “Los otros son más burdos. Si hay inteligencia no es del ejecutor sino del que da la orden, y suele haber errores por parte del ejecutor”. 

Pero, al final, vuelve sobre un punto en común: “Son igual de peligrosos. Los tiratiros porque pueden matar o herir a cualquiera, y los sicarios reales porque pueden cometer hechos de muy difícil esclarecimiento”. 

El análisis puede pecar de obvio, pero entre tantas obviedades los ugandeses asesinados en lo que va de 2023 ya se cuentan por centena. Algunos a manos de profesionales de la muerte, tantos otros por obra de changarines de las balas. Tal vez todos bajo las reglas del patrón del mal, sin mayúsculas.

Buen día del laburante, hasta la próxima. 

María Magdalena en El Rosedal

Hola, buen día, es mi primer lunes en Uganda. 

Disney profesa “el lugar donde los sueños se hacen realidad”. Pero no hace falta sacarse una visa para llegar al castillo encantado. La María Magdalena de la sexualidad virtual visitó Sodoma, hizo del Rosedal su Disney World, sorteó una tanga y se llevó a tres fans al departamento que alquiló. 

¿Quién es esa chica? ¿No tiene miedo? ¿No es demasiado bizarro para ser verdad? Ella es la flamante Jesy Fux: dueña de su propio negocio. Dolariza su cuerpo y tiene un ejército que la idolatra. El Santo Sudario son sus sábanas. Se hizo Santa cuando traspasó la pantalla y les dijo a sus fans: vengan, pueden tocarme, apoyarme, soy de verdad. 

Jesy es una morocha argentina, su flequillo cortado al ras de las cejas le da un acento barrial, su cuerpo es voluptuoso, energético. ¿Cómo llegó a ser quién es? Podría decirse que el bruxismo fue el atajo hacia el yoga, el yoga la puerta hacia el tantra, y el tantra a un despertar sexual y espiritual.

¿Y del otro lado de la pantalla quiénes están? ¿Quiénes son sus seguidores? Maxi es uno de ellos. La conoció unos meses antes de la pandemia y comenzó a comprar su contenido en OnlyFans. Se conocieron la segunda vez que visitó la ciudad. En el invierno del 2022. 

Ella había convocado a 30 seguidores y seguidoras por Telegram para encontrarse en un espacio privado. No podía ir cualquiera, tenían que escribirle para pedirle un lugar y hacerle una breve descripción de por qué pensaban que tenían que estar ahí. Maxi usó las palabras correctas y fue uno de los elegidos. 

Él desde los 15 años va a clubes de streptease y le perdió el miedo a estar con la mujer de sus sueños. En esos clubes es muy común que después del show puedas acceder a tener algún tipo de encuentro gratuito con una performer. Su escuela fue la pornografía y alguna que otra vez pagó para estar con una trabajadora sexual. Tuvo novias, claro. Pero el sexo con una novia es distinto, reflexiona Maxi: “con una novia no voy a tener el mismo encuentro que con una mujer que se dedica a eso, no puedo exigirle a una novia que se mueva, intuya o se desinhiba como una persona que sí”.

Esa noche de julio, entre las treinta personas que estaban ahí, nadie pudo. Excepto Maxi. Fue el único que aceptó la demanda de Jesy. Porque en la relación de poder entre los dioses y los mortales hay una demanda, la diosa le exige al mortal que no tiemble, que no tenga miedo. Y Maxi lleva años de experiencia en eso. 

Las noches siendo un adolescente en los clubes le dieron las herramientas para distinguirse del resto, para poder. Recuerda esa noche como una de las más intensas e importantes de toda su vida. “Yo pensaba muchas cosas, no voy a rendir, no voy a durar… nada de eso pasó, fue todo orgánico, más orgánico y natural de lo que uno puede imaginar”.

Respecto a esto, Jesy no hace distinciones. Se entrega y le da el mismo cariño a un seguidor que a una persona que está conociendo afectivamente. ¿Es siempre así? No. De brechas y reglas está hecha la vida. Muchas trabajadoras sexuales no besan a sus clientes, no acarician, no hacen el amor. Ella no distingue, “no me sale ser de otra manera”, dice. 

Y ahí la sorpresa: tuvo encuentros alucinantes con personas con las cuales nunca se hubiera imaginado que podía estar. Pienso en Sodoma y en los pecados, pienso en que quizás Dios es el pecador y quienes se entregan son los verdaderos santos. 

Ella dice que tanto el sexo como el espíritu son energías afines, que no están separadas la una de la otra. Y que antes de esta nueva concepción era la típica “se la chupo, me la chupa, cojemos. En tantra no todo el sexo esta genitalizado, descubrir el placer en los pies, las caricias, en la respiración, en estar en el cuerpo y no en la mente, en no romantizar las fantasías.

La nota que comenzó con un video que se viralizó no fue únicamente la de un show erótico en un espacio público sino también la de la verdad escondida detrás del suceso: Jesy quebró la fantasía de la súper estrella porno. ¿Estar con sus seguidores es una manera de pecar o una manera de hacer verídico el milagro? 

Jesy traspasó la pantalla, eso es una verdad. ¿Pero qué pasa en el mientras tanto de la pantalla? ¿Puede haber incomodidad en una videollamada con un cliente? Que el trabajo sea virtual, ¿lo hace más seguro? ¿Por qué se cree que es más liviano hacer un video personalizado que tener un encuentro carnal? 

Le pregunté a Jesy si alguna vez se había sentido incómoda. Y sí:  “una vez en una videollamada un chabón me pidió que bardee a la esposa, que le diga que ella no tiene tetas y yo sí… Fue horrible, no la conozco pero… qué feo que le caliente eso. El mundo de los fetiches es un mundo aparte, pero yo no me sentí cómoda”. 

La virtualidad genera lejanía, enaltece u oculta. Según el plano que se use lo que es grande puede verse gigante y, mediante la pose, se puede llegar a alcanzar ese ideal de belleza que se tanto se consume. 

Las redes sociales son una vidriera. Instagram se encarga de eliminar todo contenido explícito, pero las fotos con estilo boudoir son cada vez más. Sacarse fotos en ropa interior invita, sugiere, insinúa. No hace falta ser trabajadora sexual para subir las mismas fotos con las cuales se publicitan las trabajadoras sexuales. ¿Aumenta la autoestima sacarse una foto que se parezca a la que se sacan las actrices de la industria porno? 

La tecnología y el avance de las redes hicieron posible lo que antes era un privilegio de pocos. No es necesario que te contrate PlayBoy para jugar a ser una conejita. ¿Esa estética es un sinónimo de empoderamiento femenino? 

Son cada vez más las mujeres y disidencias que dejan sus trabajos formales para vender contenido, pero, ¿es para cualquiera? Muchas chicas dan cursos para incursionar en este negocio que se suele asociar a una vida de lujos, dólares, hoteles cinco estrellas y viajes en avión. ¿Disney World? ¿O será una trampa para pagarlo, mirar ese mundo y transformarse en estatua de sal? 

Los cursos parecieran estafas piramidales en las cuales solo se necesita un buen celular, lencería y saber lo mínimo de inglés. Conversé con varias mujeres frustradas por no poder hacerlo ya que el nivel de exposición es alto y la cantidad de tiempo que se requiere es mucho. Si bien es dinero rápido, no es dinero sencillo. La plata fácil no existe. A Jesy le llevó un trabajo espiritual llegar a donde está. 

¿Es necesario tener un cuerpo hegemónico para triunfar en la venta de contenido? De gustos, morbos y fetiches se hicieron estas plataformas. Los compradores de contenido no buscan la belleza que las redes sociales incentivan. Quizás, lo que buscan, es la interacción con un otro que acalle la soledad. 

Ejercer el trabajo sexual es una forma de ejercer un trabajo social, de suplir la desidia y la agonía que representa para muchas personas vincularse sexualmente. Jesy juega a mezclar mundos: arma su harén con fotos y videos, después da la ubicación y el horario para que puedan verla. Rompe con la pantalla. Rompe con los otros mundos. 

A Maxi le genera curiosidad pensar en el momento cuando lo inalcanzable se vuelve alcanzable y lo divino, humano. “Te enaltece, te eleva la confianza, yo me sentí muy bien cuando estuve con ella, me sentí muy bien cuando ella me dio a entender que estaba todo bien”

¿Y cuál es la fantasía de Jesy? ¿Cuál es el fetiche de la super estrella? Le excita pensarse con una pareja estable teniendo una relación sana. A la soledad infinita la seduce lo prohibido. Uganda incita a pecar, a conocer la verdadera historia de Maria Magdalena. 

Nos vemos la próxima. 

¿Cuándo llego?

¿Cómo estás vos, amiga lejana, amigo desconocido?

El lunes pone otra vez sus pies en la ciudad y nos obliga a la rutina. Ir de un lado a otro para ganarnos el mango. Encerrarnos durante largas horas para hacer lo mismo.

Tengo que escribir una nota sobre Uganda. Y si soy sincero, te confieso que nada puedo decirte que vos no sepas. Es más, todo lo que dije en mis escritos se lo escuché a otros. ¿Eso es ser periodista? Creo que sí.

Ahora que acabo de bajarme del 103 Rojo y camino por el viejo puente que atraviesa el boulevard Rondeau uniendo la Plaza Alberdi de lado a lado, al fin me saco de encima la carga de las obligaciones. Al menos por un rato.

Escribir sobre los colectivos. Escribir sobre el transporte público. Contar la vida de todos los días de la mayoría de los ugandeses. ¿Vos estás arriba de un colectivo? ¿Nos cruzaremos y reconoceremos alguna vez?

El kiosco-bar de la Plaza Alberdi es un sucucho de cemento, con paredes vidriadas desde el metro y medio hasta el techo. Tiene una barra con un par de banquetas hacia el lado de la plaza, y algunas mesas desplegables. En una de ellas dos tipos grandes toman café y en otra una señora repasa los números de la quiniela.

En los ochenta, me contaron, el lugar se llenaba de madrugada. Los vecinos que laburaban en el Cordón Industrial desayunaban, todavía a oscuras, y luego cruzaban a esperar el colectivo que los llevaba a destino. Con el menemismo esa vida se terminó y hoy la postal es igual a la que se ve, en esas horas, en todas las paradas: esquinas vacías.

¿Cómo será este lugar en un futuro? ¿Qué hábitos y personajes tendrán los paisajes que nos esperan en pocos-bastantes-muchos años después? ¿Seguiremos dedicándole nuestro tiempo al celular? ¿Seguiremos moviéndonos por la ciudad?

***

—Flaco, te tenés que bajar… —me despertó el chofer y se bajó a mear en un árbol que había a metros de donde estacionó. La imagen del interior del colectivo me golpeó: tan oscuro, tan vacío…

—Me quedé dormido, déjame volver que voy acá nomás, unas cuadras pasando Circunvalación —dije tras bajar a la calle y mear también en ese arbolito que, al parecer, era el baño que los choferes adoptaron en esa punta de línea.

—Dale, tranquilo —aceptó y encendió un pucho.

Supuse que estaba en Granadero Baigorria porque el frente del bondi decía 143 Negro — sabía que esa línea llegaba hasta ahí—. Nos encontrábamos en un descampado y el cielo enorme y negro caía sobre mis ojos y se resbala sobre el paisaje que me rodeaba.

A los cinco minutos partimos. Dos o tres cuadras después, en la hilera de asientos del fondo, encendí un cigarrillo que fumé maravillado. Era un borracho pelotudo de diecisiete años. Y hacía ese tipo de idioteces que me hacían sentir bien. La madrugada, del otro lado del vidrio, era casi mía, si solo sacaba la mano para tocarla…

***

La parada de la Plaza Alberdi está pegada al kiosco-bar. Una misma estructura de cemento contiene una y otra cosa. Ya no le quedan vidrios, solo se ve un esqueleto de hierro algo oxidado. Hay afiches de paseadores de perros y de cuidadores de ancianos. El cartel eléctrico que avisa frecuencias y llegadas no funciona. Lástima que me tengo que ir. Entregué los borradores corregidos de una novela (un trabajo que me encargaron) y ahora tengo que volver al centro. A seguir. Como todos. Seguir, seguir, seguir. Y sí, es lunes. Debería parecerme normal, pero me cuesta la vida adulta. Es lunes. Hay que seguir.

***

Temprano, dormido, flotando en la sombra del día que está comenzando, espero todas las mañanas el 122 en San Nicolás y Pellegrini. Viene uno atrás de otro y, salvo excepciones, llega lleno o rebalsado. Los años del secundario —2003-2008— y los años de trabajo de oficina —2012-2014— tomé colectivos a las 7 AM. Siempre tuve la misma impresión: subir al coche y sentirme observado por los pasajeros, cuyas miradas, desfiguradas por el sueño y el aturdimiento, parecían de todos modos clavarse con agudeza en el mundo que los rodeaba.

Hoy mi horario es el mismo, pero lo que veo es otra cosa: desidia y paciencia. No sé si soy yo o es lo que logra el amontonamiento. ¿Cómo saber?

Desde el suroeste profundo, el 122 busca a las barriadas y las acerca a los distintos puntos de la ciudad. Lleva al que vive en un hogar cristiano y carga con los canastos de galletitas que sale a vender, en la calle y en los mismos colectivos. Y lleva a la secretaria rubia que se maquilla en el asiento que consigue o de pie, todavía dormida. Lleva al que vende escobas y palanganas, trapos y baldes. Y lleva a la vieja que sube a los gritos en Córdoba y Ovidio Lagos, retando a los pasajeros que se amuchan adelante y no ocupan los lugares de atrás. Aunque grita demasiado, la pobre vieja tiene razón.

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Quizás los viste, son dos. Una canta y toca el rayador. El otro le da al acordeón. Suelo cruzarlos en el 122, en las primeras horas de la tarde, cuando salgo de trabajar. Tocan temas de cumbia romántica que le cantan al amor perdido. Temas tristes que te golpean de alegría.

La primera vez que escuché Dame una oportunidad de Freddy y Los Solares, fue por ellos. El dúo se subió a la altura de Santa Fe y Oroño y se bajó en la terminal. Durante meses puse esa canción en el celular. Todavía hacía efecto la inyección de vitalidad que me brindaron aquel mediodía: “En un barco de papel/Se me fue la ilusión”, escuchaba y me conmovía.

Otra vez tocaron A decirme qué de Los Lirios. Arrancaron en la Facultad de Medicina y terminaron en Caferatta y Pellegrini, donde bajé yo. A uno de ellos les pedí el número de teléfono para entrevistarlos, pero lo anoté mal y no los volví a ver (si los conocés, por favor, pasame el contacto).

Sus interpretaciones me despegaron siempre de mi aburrimiento. Me hicieron sobrevolar mis rutinas como si al fin, por un instante, pudiera quebrar el hartazgo de los momentos muertos del día, que son tantos.

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Estoy volviendo al centro en un 107. Viajar sentado me tranquiliza: ¡qué choto estoy! Pelotudeo con el celular y apunto estas líneas, que al rato me veré en el apuro de aumentar-corregir-borrar. Llego a la terminal. La punta de la torre del edificio es una suerte de jeringa, una aguja que une el cielo con el cemento de la ciudad.

Me toca combinar líneas y espero el siguiente coche. Dos jóvenes predicadoras se acercan a la mujer que está a mi lado, una señora de ojos tristes, de unos cuarenta años, con olor a colonia y un vestido verde, floreado y curtido.

—Conocí La Palabra en el Suipacha, estuve internada por drogas —dice la señora, algo agitada—. Nadie me salvó, ni los médicos ni los asistentes, solo Él. Ahora tengo muchos problemas y me volví a acercar…

—¿A qué templo va?

—A ninguno—contesta y se pone a llorar—. Yo me pregunto: ¿por qué nos acordamos de Dios solo en los malos momentos?

Por metido, por escuchar lo que los otros hablan, mi colectivo se va.

***

Santa Fe y San Martín. Las baldosas de las veredas y el pavimento de las calles devolvían el calor que los rayos del sol le inyectaban a la ciudad. Era de esos días previos a navidad en que el centro es un quilombo y el tránsito estaba quieto, detenido como el reloj del banco abandonado que está en el sector noroeste de aquella cruz de asfalto. ¿Qué había en la otra cuadra: un embotellamiento, un piquete, un incendio, un atentado nuclear?

Aplastados pero de pie, amuchados en la poca sombra del techito de la parada o directamente al sol, esperábamos.

Minutos después —cinco, diez, cuarenta, ciento catorce—, al fin se abrió la canilla para que los autos-taxis-colectivos vuelvan a correr. Y ahí dobló, desde Maipú, nuestro ansiado 110. Venía a los apurones, tratando de recuperar los minutos perdidos. Y ahí vemos a un viejito flaco de huesos y flaco de carne, apenas una percha de sí mismo, que llega hacia la puerta de adelante dispuesto a bajarse, justo cuando el chofer apretaba el freno. ¿Cómo se puso en pie? No sé. ¿Cómo pudo avanzar si el colectivo se detenía bruscamente, empujando con su fuerza en sentido contrario a sus frágiles pasos? Es un misterio. Lo cierto es que llegó. Y que todas esas mujeres jóvenes, de los suburbios, con sus criaturas a cuestas o en cochecitos, lo salvaron. Rodeándolo con sus brazos y atajándolo. Porque el viejito había sido derrotado y se iba de geta al piso.

¿Dónde sucedió todo esto, en una película de neorrealismo italiano o en mi imaginación?

***

—Chicas, se nota que son cristianas ustedes. Esas caritas tan tranquilas… ojalá yo hubiera sido así de jovencita, así como son ustedes —se emociona la señora del vestido floreado.

Antes, las chicas le ofrecieron un abrazo. Ella lo aceptó y también las abrazó. Y les contó sus problemas económicos, su lucha para que el hijo consiga trabajo y la necesidad de vender unas máquinas que cortan tela para poder hacerse de unos pesos y lograr mudarse.

—Tengo un mes, me vence el contrato…

Mi colectivo, que también es el que toma la señora, esta vez no se me va a escapar.

—Que tenga un buen día, señora, y que Dios la bendiga —se despiden las chicas.

—Ya lo tuve —dice la señora llena de alegría—. Con esta charla ya empezó mi buen día.

***

El peor viaje de mi vida lo hice en un 122 el invierno pasado. Tres coches me dejaron pagando, y al cuarto, que tampoco me quiso parar, entré con lo justo por atrás. Bajaba una chica y me mandé de un salto, antes de que la puerta termine de cerrarse.

—No te das cuenta que estoy lleno, si aceleraba te mato —los gritos del chofer sobrevolaron las cabezas de los pasajeros, ya molesto por el apretujamiento.

—Viejo, hace media hora que me dejan de garpe, pierdo el trabajo —chillé tratando de poner a la gente a mi favor. La mitad estaba con él y la mitad conmigo.

A las dos cuadras, en un semáforo, una chica irrumpió por la escalera delantera tras el descenso de un pasajero. Antes que el chofer logre frenarla estalló en un llanto:

—¡Tres coches pasaron, tres! —dijo y siguió llorando. Llevaba ropa formal. Parecía empleada de alguna oficina o comercio de cierto nivel.

—No es mi culpa, yo te llevo, pero ¿no ves que no entra más nadie? —respondió el chofer, quebrado, ahora sí, por la situación.

Hoy, el viaje inicial del lunes estuvo un poco mejor: fui parado pero no apretado.

***

Voy en un 141 y dejó atrás los papeles de mi memoria a los que recurrí para armar lo que estás leyendo. En Instagram, antes de bajarme, encuentro un meme que habla por mí: “El ser humano nace bueno, es el transporte público quien lo corrompe”.

Nos vemos la próxima. En un colectivo, sobre la barranca del río, en tu barrio o donde lo quiera nuestra maldita ciudad.

¿Puede un puerto fundar una ciudad?

“ Usted como yo, amigo mío, somos huérfanos. Somos hijos de una ciudad que ya no sabe qué ciudad es. Sin fundación, sin tradición, sin fe de nacimiento, su alma – el puerto – ha quedado atrás en el tiempo perdido de la historia.” 

La ciudad del puerto petrificado – Onir Asor

Buen lunes. Me iba a presentar pero, en realidad, este es nuestro segundo encuentro. Aunque es el primero en el que oficialmente me sumo a Uganda.  

En mis envíos vamos a hablar un poco de economía y de temas productivos. Y para eso vamos a empezar por el principio: los orígenes de la ciudad como centro económico y comercial.

Como es sabido, Uganda es una ciudad huérfana: sin fundador y sin fecha de nacimiento. Comenzó a configurarse como un caserío anónimo a mediados del siglo XVIII en un pedacito de tierra pegada al Paraná. Su ubicación resultó estratégica. Su río de aguas profundas y sus acantilados de más de 20 metros de altura permitieron a los recién llegados improvisar un puerto para intercambiar granos, frutas, animales y productos de todo tipo. 

El nombre se lo dió la Virgen del Rosario, patrona elegida por el juez de paz Montenegro, quien donó el predio en el que se instalaría un templo para adorarla en ese poblado sin capilla donde profesar la fe. 

La primera iglesia, la famosa Catedral, se construiría recién en 1834. Frente a ella, como en cada pueblo y ciudad, se irguió la Plaza y las demás instituciones de la vida pública, social y económica en la villa ilustre y fiel con tres mil habitantes. 

El país era liderado por Rosas, principal caudillo de la Confederación. La joven república estaba dando los primeros pasos en medio de una disputa entre Buenos Aires y las provincias del interior. Además de la Ley de Aduanas -primera norma nacional en gravar las importaciones en defensa de los productos nacionales-, Rosas sanciona un decreto que centraliza el ingreso de buques extranjeros en el puerto de Buenos Aires. Esta decisión relega a las ciudades portuarias del interior -entre ellas a Uganda– por al menos una década, y  condena a sus puertos a realizar únicamente operaciones locales y de contrabando.

Viento en popa y a toda vela

Años después, con la separación entre Buenos Aires y la Confederación Argentina, se abre una gran oportunidad. Las provincias, conducidas por Urquiza, tenían que definir su principal puerto. Se barajaron una serie de candidatas: la vieja ciudad de Santa Fe, la tímida Villa de Uganda y el llamado puerto de las piedras de Villa Constitución. 

Las características naturales y geográficas -fundamentalmente la cercanía a otros incipientes centros urbanos como Córdoba- generaron condiciones para que Uganda gane la pulseada. Consagrada como el puerto internacional de la Confederación, la ciudad abigarrada de principios de siglo historia. 

Uganda se convierte en una ciudad-puerto de ultramar y, por lo tanto, en el pujante centro económico y comercial de la pampa gringa. En los años siguientes se sanciona la Constitución Nacional, la cual da el marco legal a la apertura económica del país, y se decreta la libre navegación de los ríos.  

A partir de la internacionalización del Paraná, Uganda y su puerto se convirtieron en un símbolo. Su fulgor era la prueba más acabada de las oportunidades que las provincias habían perdido durante años en manos del centralismo porteño. Pero el protagonismo duraría menos de diez años. A partir de la reunificación del país,  Buenos Aires recupera su centralidad. Sin embargo, esa Década Ganada permitió el despegue. 

Para el primer centenario de la Patria, Uganda se había convertido en una ciudad organizada alrededor de la incesante actividad económica del puerto. Los primeros bancos públicos y privados se asentaron en las inmediaciones del primer centro comercial minorista -ubicado en la hoy plaza Montenegro-, donde se desplegaba el potente mercado interno local, alimentado por los nuevos trabajadores. Una nueva élite local se conforma en torno a los negocios directos e indirectos de las actividades que el puerto directa e indirectamente generaba en actividades comerciales, financieras, inmobiliarias e, incluso, industriales. 

La llegada del Ferrocarril Central Argentino, de capitales ingleses, completa el círculo que la división internacional del trabajo proponía para Uganda. La producción cerealera y cárnica argentina salía al mundo desde sus puertos, lo que la consagró como la “Chicago argentina”.

(Disclaimer: sobre este apodo hay dos versiones, una vinculada al mundo productivo, por la ciudad estadounidense conocida como la capital mundial de la carne y otra relacionada al “Outfit de Chicago”, un sindicato siciliano del crimen organizado. Elija su propia aventura).

Según el censo económico hacia 1910 funcionaban en la City más de cinco mil establecimientos comerciales y una decena de talleres artesanales y bancos. Además, entre las instalaciones ferroviarias y portuarias se establecieron las primeras plantas fabriles, fundamentalmente asociadas al procesamiento de bienes primarios y al mantenimiento del ferrocarril. 

Hoy su edificio, donde funciona el Alto Rosario Shopping, es considerado patrimonio histórico municipal y conserva su fachada de estilo inglés. Entre las más imponentes de sus industrias estuvo la Refinería Argentina de Azúcar -la primera refinería del país- que llegó a emplear a 1.500 trabajadores. Ubicada estratégicamente entre las vías férreas que traían la caña de Tucumán y los puertos donde se cargaba el azúcar procesado para ser exportado en lo que hoy es Puerto Norte Forum y el Hotel Los Silos

Esta nueva configuración económica trajo fuertes contrastes urbanos a la fisonomía local. A las casas de dos plantas y los bulevares se sumaron las chimeneas y los conventillos en los barrios de trabajadores: Refinería, el Inglés, estación Ludueña. Este nuevo rostro era aceptado por la elite local como la contracara del modelo de desarrollo, el costo mínimo asociado al rápido progreso. 

El puerto petrificado

El estallido de la Primera Guerra Mundial y la crisis del 30 marcaron sucesivas alteraciones en el devenir de los acontecimientos. Con el cierre de las economías de Europa se ralentizó la llegada de manufacturas, se redujo la demanda de productos primarios y el mercado de trabajo se contrajo de forma abrupta. El repliegue de la economía global fue un puñal en el centro del modelo agroexportador y Uganda fue el punto estratégico para observar el impacto de esa crisis y de las que siguieron. 

Si en los años previos a la guerra las cargas habían llegado a las 10 millones de toneladas, estas sufrieron un considerable retroceso para el fin de la década del 30. Las dificultades en la provisión de insumos y la pérdida de mercados externos también golpeó al sector fabril. Las chimeneas paulatinamente se fueron apagando. La Refinería Argentina fue una de ellas. En 1930 hizo su última horneada. De forma progresiva, los trabajadores que habían llegado a estas tierras buscando ascenso social a través de la construcción, del comercio o de la industria, se vieron lanzados a la pobreza.

A los vaivenes de la economía internacional se sumó que en 1939 Uganda perdió su posición como principal puerto exportador de cereales al no poder competir con Buenos Aires, que gozaba de incentivos para centralizar la administración portuaria.

La prosperidad del proyecto de país abierto al mundo se fue transformando en decadencia. Uganda, como la hija pródiga, comenzó a perder lentamente su fulgor.  

¿Aquella ciudad-puerto donde se apretaban los barcos y trinaban las sirenas se había perdido para siempre? Si bien la élite que vivió con ella sus años de gloria se resistía a abandonar la idea, la ciudad había cambiado su voz.  Tal vez solo por un rato, pero eso lo veremos en los próximos envíos. 

Que tengas buena semana.

Del mundo mundial

Buen lunes. Espero que estés teniendo un buen lunes. Entre el fin de semana largo, la lluvia y el arranque del Mundial.

Durante el del 2006 pegábamos faso en la zona de Grandoli y Gutiérrez, a la vuelta del famoso tanque que corona la postal de la zona y que aloja, a sus pies, un destacamento policial.

Nos atendía un petiso grandote apodado el Gordo, de ojos criollos y achinados. El tatuaje de una telaraña se expandía en su torso —por lo general desnudo— y le quitaba protagonismo al resto de sus tintas. Todavía no había bunkers. Trabajaba en lo que parecía haber sido un almacén, una suerte de habitación vacía con un mostrador desnudo y, en el vidrio de la ventana enrejada, un desteñido cartel de chicle Cowboy.

La puerta sí estaba fortificada con varios candados, pero se cerraba desde adentro. Íbamos al mediodía o a la tarde. Esa mañana, soleada para la ocasión, el kiosco del puntero era una fiesta. Desde la habitación de atrás, donde te cortaba los bochas de 5, 10 o 25 y de la que solo se escuchaban los ruidos de las cintas empaquetando los pedidos, esta vez llegaban las voces del jolgorio. ¿La caravana venía de anoche? ¿O recién se iniciaba?

El tono ronco y chispeante de la charla parecía subir al techo, bajar y alimentarse a sí mismo con el correr de los segundos. No era un día más. En unas horas jugaba Argentina y el kiosco del Gordo era una fiesta.

¿Contra quién jugábamos? No me acuerdo. Lo que sí conservo con claridad es la imagen del patrullero pasando por delante nuestro, mientras el Gordo nos despedía. Los canas saludaban de reojo al puntero y nosotros aguantábamos una espantosa paranoia que, una vez concluido el asunto, se trasformó en éxtasis.

Teníamos fasos y la tarde libre, jugaba nuestra querida selección y la ciudad había decidido olvidarse por un rato de sus problemas, de sus rencores y sus quilombos.  

Por calle Urquiza, desde San Martín hasta Mitre, nos arrastramos despacio con el partido ya empezado. Íbamos por el medio de la calle, vacía de autos, vacía de motos y vacía de bicicletas, dueña de un silencio que la volvía un lugar de ensueños. Las ventanas de los departamentos estaban abiertas —quizás no, pero es lo que recuerdo— y desde abajo veíamos a sus habitantes frente al televisor, conectados, en comunión, esperando el gol.

“Uuuuuuuuhhhhhh…”, se escuchó de golpe, y nos estremecimos de ansiedad. ¿Cómo mierda se nos había hecho tarde? ¿Y si en vez de ir de Adrián nos metíamos en el primer bar que se nos cruzaba?

“Uuuuuuuuhhhhhh…”, volvió a sentirse, y Francisco disparó:

—Chicos, es cinematográfico esto. ¿Se dan cuenta? Tenemos que conseguir una cámara para el partido que viene…

—¿Qué decís, mogólico? —le contestó Iván, enojado con el grupo por el retraso. Era el más cinéfilo de todos, pero también el más futbolero, y pensar en ese momento en Roman Polansky o Martín Scorsesce, nuestros ídolos, le parecía una pelotudez.

¿Aquella caminata fue la continuación de la visita al gordo? Se me mezclan las tardes, las anécdotas y los delirios adolescentes que nos atrapaban. Sé que antes de llegar a nuestro destino Argentina ya iba ganando y eso calmó las ansiedades y los ánimos.

—¿Qué te pasa, qué hacés? —le preguntó Adrián a Francisco, al verlo asomado por el balcón de un primer piso que daba a Mitre. 

—Estoy observando, boludo. Observando. Acaba de pasar un colectivo vacío, y el chofer iba despacito, con la radio pegada a la oreja, levantaba la cabeza hacia los costados como buscando un televisor… 

Ahora no fumo ni en pedo, le doy dos pitadas a un faso y durante horas lo único que hago es escaparme de las ideas desgraciadas que me persiguen desde que el humo intercepta los cables de mi pensamiento. Pero en esos años disfrutaba de la marihuana. Me volvía un ser contemplativo.

La Buena Medida todavía no había sido remodelada y sus mesas eran uno de los tantos lugares a los que íbamos a leer y a espiar la vida adulta de la ciudad —una vida que era ya desplazada por nuevas costumbres—.

Jugábamos un partido de la primera ronda y el bar había cambiado su disposición. Básicamente: las mesas se amontonaron contra una punta y las sillas en un círculo que rodeaba al televisor, a fin de optimizar la visión. Habría 40 personas en ronda, agrupadas en unos pocos metros, y el resto del bar se veía vacío de muebles y de gente.

Yo llegué sobre la hora, fumadísimo. Serían las diez de la mañana. Mis amigos estaban ubicados privilegiadamente en las sillas y decidí acodarme en la barra, flotando en ese estado casi alucinógeno al que muy rara vez —pero con la fuerza de una trompada— te lleva la marihuana.

Veía los movimientos de los espectadores en cámara lenta o, mejor dicho, llegaban a mí gritos, movimientos de brazos, el ruido de una silla que chirriaba contra el piso, y entre los estímulos visuales y auditivos y las palabras que debían nombrarlos y darle forma, había uno o dos segundos de distancia.

Hicimos un gol y el estruendo de los festejos, que tiro varia sillas para tras, producto de los saltos y los brincos, hizo que me largue a llorar. No fue miedo ni emoción, más bien una extraña avalancha de percepciones apenas sostenidas en la idea de que la selección la había embocado.

Unos minutos después terminé la Pepsi que había pedido, y el azúcar y todas las otras cosas que le ponen a las gaseosas y que ni idea que son, me normalizaron. Ese día ganamos y fuimos a mirar el río, tras encarar por Rioja al bajo,  y mientras encendíamos el tercer faso, hablábamos de lo gloriosa que es la Argentina.

¿Quién no recuerda dónde estaba y qué hacía mientras murió Maradona? Los hechos que conmuevan a las mayorías siempre te encuentran a vos por ahí, haciendo tu vida. Y un mundial nunca es un mundial más.

Podés haber visto cualquiera de los partidos importantes mientras comías un asado con tu familia o te ponías en pedo con tus amigos, hacías una pausa en el laburo o te ibas  a un bar y te hermanabas con el prójimo desconocido. Van a pasar cuarenta años y te vas a acordar dónde estabas y hasta lo que sentiste.

Todavía me interpela el silencio que nos envolvió a mi abuelo y a mí en la eliminación de Japón 2002 —la traición de algunos que todavía hoy dan vueltas por el fútbol, es algo que supe después—.

Aquella madrugada, que continuó con un rápido sueño y la ida al colegio, porque jugamos a mitad de la noche, fue de mucha tristeza. ¿Perder así? ¿Nosotros? Luego almorzamos juntos al mediodía y hablamos con mucha gravedad del tema. El con sus setenta años y yo con mis doce.

El Loco Mastrocola, un amigo más grande, siempre me cuenta la misma historia: la del día que Argentina, con el gol de Cani tras la gambeta de Diego, le convirtió a Brasil en Italia, en 1990.

Mastrocola y sus amigos habían salido la noche anterior, temprano, para acostarse y poder dormir al menos algunas horas, pero siguieron de largo y terminaron en un bodegón que había bajado las persianas, ya que la familia que lo manejaba ocupó sus mesas y solo le dio lugar a los clientes más fieles.

Así que se pidieron unas cervezas y se quedaron tranquilos, papeados y borrachos, tratando de no llamar la atención… y con la percepción endemoniada por la cocaína, advirtieron, sin embargo, que la cosa se iba poniendo espesa: no eran los únicos que estaban de pala, y la bronca que había entre dos ramas de primos empezó a hacer notar cada vez más.

El bar era de esos bares de burros y billar; y las ventanas cerradas, los vasos que “por un error” caían al piso y se estrellaban, las puteadas al árbitro y las indirectas familiares condimentaban la escena.  

“Termina y arreglamos lo que me debés”, dice Mastrocola que dijo uno, y que el destinatario del mensaje respondió abriéndose la camisa, quedándose en cuero y frotándose las manos con fuerza.

“Mirá que no sale nadie, acá sea cómo sea la cosa se resuelve”, atinó a decir quien parecía el capo familiar; dado el grado de quilombo interno, ordenaba que la cosa, sino quedaba otra, se arreglara a los cuchillazos.

¿Cuchillazos? Hoy día parece algo entre inocente y prehistórico, una brutalidad que puede costar una vida porque que es eso, una brutalidad, pero que nada tiene que ver con la fría y fantasmal manera de matar y morir que se instaló en Uganda en los últimos diez años. 

“¡La concha de la lora, es Dios, es Dios, la puta madre! Viejita, es Dios…”,  irrumpió de golpe, y de forma polifónica, la larga mesa familiar, cuando en esa jugada inmortal el  Diego bailó a los brazucas.

“GOOOOOOOOOOOOOOOOLLLLLLLLLL, brasileros hijos de mil puta, GOOOOOOOOOOOOOOOOLLLLLLLLLL”, se escuchó al instante tras el tanto del Cani, y la tensión de los córneres y las llegadas al arco, las gambetas y los segundos largos que hacen a los partidos importantes, se transformaron en alegría y expectativa.

¿Existe ese bar hoy? No. Está cerrado y probablemente levanten en su lugar una torre de departamentos. Una vez fui, por el año 2014, y ya casi no tenía clientes.

Pero volvamos a nuestra historia: cuando el árbitro finalizó el partido y la celeste y blanca, otra vez, llenaba de alegría el castigado pecho de los argentinos, los primos se levantaron de un salto llenos de júbilo. Y en un abrazo prolongado, llorando, se dijeron lo mucho que se querían, y las persianas se alzaron y la luz de la tarde los envolvió a cada uno de ellos.

El bar se pagó una ronda de cerveza para  los presentes —incluidos Mastrocola y sus amigos—, y todos, todos, todos, lagrimearon como nenes por ese mágico gol que, supongo, en algún lugar del cosmos todavía sigue sucediendo en tiempo presente, haciéndonos sentir vivos… con todo en contra nuestro, vivos.

Fakires de suburbia

Hola.

Hoy los voy a invitar a caminar por otra Uganda.

Es probable que la mayoría de los lectores de este newsletter hayan empezado a transitar la ciudad al mismo tiempo que daban sus primeros pasos en internet. Yo, en cambio, pertenezco a la generación directamente anterior. Soy de la generación que creció sin internet y un día se la regalaron, como dice la bio de Twitter de Marcela Basch.

Siempre me gustó esa frase. Pero en realidad no creo que nos la hayan regalado: creo que la construimos. Incluso desde lugares marginales, aunque no hayamos tenido ni tengamos injerencia directa en las decisiones de arquitectura de internet, esta fue, y es, una obra colectiva.

Y no fue creada ex nihilo. Como tampoco lo fueron, en su momento, las ciudades. No es que se juntaron veinte personas y dijeron: che, instalémonos acá en la Medialuna Fértil, y entonces empezaron a construir sus casitas de adobe. Fue un proceso largo, que tuvo distintas aristas. Lo mismo pasa con el entorno digital.

¿Y qué es eso? Con Pablo Boczkowski publicamos este año un libroen el que tratamos de analizar los cambios sociales, culturales y económicos que generó y sigue generando internet en nuestra vida.

Hasta hace unas décadas, nos movíamos entre dos entornos superpuestos: el natural y el urbano. Durante la pandemia, se hizo más evidente un tercer entorno, que veníamos construyendo desde fines del siglo veinte: el digital. Una nueva dimensión de lo humano, que no implica la negación de las anteriores. Al contrario, las vuelve más novedosas al pasarla por su cristal.

Entonces un día Gutemberg se levantó y tuvo una brillante idea: crear un dispositivo que permitía reproducir texto de manera mecánica

Suena bien para el comienzo de un cuento. Pero es falso. La invención de la imprenta en realidad fue el punto cúlmine de un proceso de búsqueda.

Retomando la idea de que estos son procesos y no epifanías, podríamos hablar de ese hecho fundante en la historia. Porque recordemos que la primera internet era muy textual, nada de imágenes audiovisuales. Y no se puede pensar internet sin pensar en las transformaciones técnicas anteriores. Es imposible pensar el entorno digital sin la palabra escrita, sin la palabra impresa.

Pensemos que la imprenta nace en un momento en el que los libros se producían, hasta entonces y sobre todo, en los monasterios. Los monjes vivían todos juntos, en comunidad. Al llegar la Peste Negra, esta gente fue diezmada. Pero la humanidad entraba en la Modernidad y necesitaba divulgar masivamente conocimiento. Ahí se desarrolla una forma que suple esta necesidad de producción. 

El primer diario argentino, por caso, fue el Telégrafo Mercantil. Recién varios años después vendría La Gaceta de Moreno, y el rol político, de órgano de la Junta de Gobierno, que tomó la prensa. Está bueno remarcar esto siempre que se pueda: la primera publicación periodística transmitía qué barcos llegaban, con qué mercancía, el santoral y los clasificados.

El desarrollo de la imprenta, acá y en todas partes, dio lugar a una Nación de las Letras. Lo que Habermas define como gente que comparte la capacidad de leer y escribir críticamente. Pero esa era una capacidad restringida en su origen, porque la alfabetización era limitada: por clase social, por género, por ocupación. Y corría paralela a la vida de la Nación “real”.

En Argentina, antes de que estallara la pandemia,alrededor de  85% de la población estaba online. Pero el 15% que no podía o no tenía interés en acceder a este medio, igual es afectada por el entorno digital.

No es lo mismo ser analfabeto en una cultura basada en la oralidad que serlo en una cultura letrada.

Hace unos siglos, las partes vacías de los mapas se rellenaban con dragones. Hoy no cambió mucho. Carolina Losada asegura que en los barrios de Rosario venden bebés.¿Pero dónde, Carolina?Y no sé, en una esquina, me dijeron.

En todos los centros se dan una serie de relatos sobre las periferias. Están basados un poco en experiencias y bastante en leyendas. Hay lugares, márgenes, donde no llega mucha gente y no conocemos, o conocemos porque alguien fue y después contó, y lo que contó se fue distorsionando.

Esto mismo que pasa en el entorno natural y urbano, pasa en el entorno digital. Y si hay algo que llama de los márgenes, es su parte oscura.

Mientras escribo esto pienso en Silk Road, un sitio dedicado a la compraventa de servicios y productos ilegales, cuyo creador sigue preso. Pienso en el capítulo sobre dark web de la nueva serie documental de Lanata. Que tiene con la periferia del entorno digital la misma relación que podría tener Policías en Acción con una villa de un conurbano: vas a ver lo que quieren que veas.

Pienso también en 8chan, la red social donde un terrorista neozelandés, antes de entrar en una mezquita y asesinar a medio centenar de personas, posteó su manifiesto supremacista. Lo llamativo es que si bien publicó su manifiesto en 8chan, eligió transmitir la masacre vía Facebook. La periferia irrumpe en el centro para hacerse escuchar.

Existen lugares más inocentes, por decirlo de alguna forma, pero que siguen siendo ilegales. Los sitios de descarga de audiovisuales, libros y hasta papers académicos afloran, se constituyen, circulan de boca en boca, desaparecen y vuelven a surgir. Y su propia especificidad, los propios límites que se imponen en cuanto a alcance o contenido, los vuelven inasibles. Para conocer un sitio de, supongamos, películas piratas, tenés que estar metido de antes en el tema, y así cuando cierre FulanitoFilms  vas a buscar -y encontrar- MenganoMovies.

También hay una parte de los suburbios del entorno digital que no son necesariamente peligrosos o clandestinos. Pero que de todas formas están en los márgenes. En internet hay barrios divinos a los que no llega ningún colectivo pero por el sólo hecho de saber que existen, ya podés conocerlos. Porque no tenés que agarrar el auto o caminar una hora y media para llegar. 

¿Cuál es la lógica de un blog o de una piba que crea contenido? Postear cuando se te canta, hacer un video cuando se te ocurre algo divertido. De repente un conglomerado compra lo que vos hacías y tenés que empezar a cumplir las pautas que esa empresa necesita en su lógica.

Luli Ofman sigue siendo igual de graciosa que siempre, tiene el mismo pelo divino que antes, pero cambió el sentido de lo que hacía. Y por eso no funciona, no rinde, de la misma manera. Como no funciona igual la silla que un artesano puede fabricar en su taller que la que hace en serie para vender en Easy.

O sea, sí funciona, en lo estrictamente utilitario, pero hay algo de autenticidad que se pierde. Los grandes medios intentan muchas veces sumarse a internet repitiendo la forma de producción que tienen en otros formatos. Y por eso fallan.

Hay patrones que pueden seguirse. Los instagramers profesionales pero también los amateurs saben a qué hora conviene postear, o con qué frecuencia hacerlo. Pero no necesariamente siguen la lógica de marcar tarjeta y producir en serie.

Lo que más me llama la atención es lo tarde que llegan. Titulan: el meme que encendió las redes. Y estaba hace tres días en Taringa.

Eso no significa que no tengan un lugar.

Los medios tradicionales suelen producir contenido para internet cuando no se desvían de su lógica. Una pelea en un piso televisivo logra ser más viral que un video creado por ese mismo canal exclusivamente para redes.  

Por eso quizás los medios con más posibilidades de crecer orgánicamente en el entorno digital sean los que entienden el formato sui generis, y no intentan adaptar el medio al mensaje.

Aunque tengan formas distintas, aunque sean tan diferentes como Rosario, Buenos Aires, Kampala o Nueva York, todas las urbes tienen algo en lo que se parecen.   

Y es que es muy difícil cambiarlas. Se puede, claro. Abrir calles, crear plazas, tirar y levantar edificios. Sin embargo, es un proceso lento y muy complejo. La infraestructura está hace mucho, los arraigos son otros. Los límites están más solidificados.

En cambio, en el entorno digital los cambios funcionan a otra velocidad.

Por dos cosas.

Primero, porque hay menos reglas, todavía, sobre lo que se puede hacer o dejar de hacer. La infraestructura, los límites, todavía están fijándose. Por eso es que es importante hacer hincapié en algo: si se quiere intervenir el momento es ahora.

Por otro lado, por las características de lo digital, toda transformación es menos costosa. Incluso la mudanza, para nosotros, los comunes, el irse de un barrio a otro, no representa lo mismo en internet que en una ciudad. De vuelta: estás a un tipeo de distancia.

Eso no significa que sea más igualitario. El acceso se expande, pero internet sigue sin ser democrática. Para entrar a ciertos sitios, además de saber que existen, tenés que tener las herramientas para poder hacerlo. Podrán crearse algunas comunidades armónicas, barrios modelo, pero para que sean realmente para todos y todas, hace falta un poco más que la mera buena voluntad.

Al final todo deriva, como al caminar las calles de cualquier ciudad, de tu capital social. De quién sos, de dónde venís y qué hacés con lo que el entorno hizo de vos. Y en la curiosidad que tengas por conocer los centros y las periferias.

Mapas, territorios y espejos astillados

Si bien conducir es convencer, hacer política es, sobre todo, conquistar. Votos, cargos, bancas, lo que sea que esté en disputa. Los lugares que no se ocupan lo ocupan otros. 

¿Qué mapa está mirando la política rosarina en este año par?

En una ciudad donde la expansión de la frontera inmobiliaria es una política de Estado, pareciera que los únicos que pulsean por el territorio son los narcos que maratonean con El patrón del mal y tienen el póster de Pablo Escobar pegado en la pared descascarada.

Son los que toman el espacio que el Estado, resignado e impotente, deja vacante. Los protagonistas de un negocio que fluye entre el centro y la periferia pero que, a diferencia de Córdoba o Buenos Aires, está cada vez más balcanizado.

No existe el doble pacto que cuestionaba desde la academia Marcelo Sain -la política delega en la policía la seguridad, y la policía regula el delito- porque no hay con quien negociar. Estado mínimo y mercado competitivo: el sueño libertario produce monstruos.

Por su lado, lejos de los búnkers y las detonaciones, hombres de negocios y armadores políticos también juegan sus fichas en su TEG. La ciudad multicolor. El centro, Puerto Norte y Fisherton, de Juntos. Los barrios de clase media, del Frente Progresista. Y los barrios populares, del peronismo.

Detrás de escena, armadores, operadores y estrategas -los que hacen el trabajo sucio para que los dirigentes se lleven los flashes- escriben en la mesa de arena la hoja de ruta hacia un 2023 cercano pero todavía borroso.

¿Qué hace un consultor político cuando no hay elecciones? “El laburo es el mismo, trabajamos mucho el posicionamiento. La pregunta es cómo hacemos que los políticos se instalen en el año en que la gente los mira menos”, responde un especialista con varias campañas sobre el lomo.

Como dice Bourdieu en La representación política, “el campo político es (…) el lugar de una competencia por el poder que se realiza por intermedio de una competencia por los profanos o, mejor, por el monopolio del derecho de hablar y de actuar a nombre de una parte o de la totalidad de los profanos”. 

El capital político, dice el mismo sociólogo francés, es una forma de capital simbólico, crédito fundado sobre la creencia y el reconocimiento sobre personas y objetos. Con estructuras políticas e instituciones rodeadas por la desconfianza, no parece casual que la política se llene de periodistas. De aquellos a quienes no hay que instalar en la opinión pública. Los que inspiran confianza. Los que son conocidos, reconocidos y re-conocidos. Rosario, cuna de outsiders.

El consultor olfatea una paradoja. “Por un lado, hay mucho enojo con la política. Pero los temas que más preocupan a la gente, como la seguridad y la quema de islas, sin política no los puede resolver nadie. A la vez, son demandas muy fáciles de expresar, que generan movilización e interpelan muy fuerte a toda la dirigencia. Hay que ir con cuidado con la antipolítica, porque la gente ve qué políticos se mueven y cuáles no”, dice.

¿Y vos, qué hiciste para que no nos maten el humo o el plomo?

¿Cuándo se jodió Rosario? Podría ser cuando en pleno boom de los commodities se empezaron a armar los fideicomisos donde hoy convergen fondos de dudoso origen. Cuando los gobiernos subestimaron los problemas, muñequearon y cuando habían crecido ya era demasiado tarde. Cuando mataron al Pájaro Cantero y subió Guille; en clave El Padrino, mataron a Michael y ascendió Sonny. Las balas agujerean personas y edificios. Pero también relatos. Ningún storytelling, gubernamental o partidario, sale indemne.

Según el INDEC, una de cada dos personas menores de 14 años y cuatro de cada diez de entre 15 y 29 años estaba en el primer semestre por debajo de la línea de la pobreza. En ese escenario, con una inflación de tres dígitos y el trabajo precario como única salida, el ejército narco de reserva es inagotable. 

La cuestión es qué hace la política con esta realidad exasperante y ante la cual no parece tener el instrumental necesario ni la competencia -funcional o de expertise- para intervenir. La cantidad de fotos, videos y hashtags en las redes, monitoreadas minuto a minuto, es inversamente proporcional a las soluciones. Se multiplican las escenas, reservadas y públicas. donde la política se habla a sí misma.

Sin el estatus de capital de provincia ni fecha de fundación, Rosario se creó a sí misma. En ese camino, inventó su propio sistema político: a las expresiones nacionales les sumó experimentos locales exitosos, como el propio Frente Progresista, Ciudad Futura y ahora Miguel Tessandori. No es necesariamente que el electorado esté más desregulado que en otros grandes centros urbanos, sino que encuentra más oferta en la góndola. 

Sin embargo, ese ecosistema podría estar en peligro por la topadora nacional. Tanto por la agenda -por ejemplo, por la centralidad de la cuestión del transporte, que depende de la distribución de subsidios de los otros niveles de gobierno- como por el calendario: si las elecciones locales son finalmente en septiembre se superpondrán las campañas para presidente, gobernador, intendente y legisladores.

Más allá de que todos se frotan las manos ante una elección que ven ganable no todos parten en igualdad de condiciones. Una hipótesis: la sangría de apoyos que sufren las administraciones peronistas, el loop de violencia urbana y los incendios en las islas dejan mejor parados a aquellos candidatos que puedan levantar la bandera del orden y que no estén asociados a los gobiernos en curso.

“El desafío es hablarle al ni-ni, el ‘ni me interesa, ni te escucho’. Es un público mayoritariamente joven, despolitizado, pero que está evaluando a la política a ver si alguien puede producir una mínima mejora”, observa el consultor.

Todavía no está claro el formato de la competencia. Por ejemplo, qué equipos saldrán a la cancha: si se arma -todo parece indicar que sí- el llamado Frente de frentes, si Ciudad Futura acuerda con el peronismo, incluso, si Milei logra hacer pie en Rosario. Pero tampoco los jugadores: no será lo mismo si Pablo Javkin va por la reelección o pelea por la gobernación, o si Marcelo Lewandowski decide bajar a Rosario a pelear por la intendencia, algo que hoy parece frío.

Lo cierto es que la política se asoma al 2023 con una fuerte impugnación de la sociedad. Según el último informe de la consultora Inmediata, realizado en septiembre, el gobierno municipal tiene 68% de imagen negativa, 78% el provincial y 83% el nacional.

“Después de 33 años, el ciclo progresista en Rosario llegó a su fin», asegura un dirigente opositor que mide la temperatura para tirarse a la pileta el año que viene. “El rosarino se cansó de la tibieza, de que no se tome ninguna decisión en transporte, en seguridad, en orden urbano”, concluye.

Para la política rosarina el desafío es mucho más difícil que acomodarse a los vientos ideológicos. Si representar es encarnar un nosotros, y a la vez presentar a un otro ausente en el ámbito de la decisión, ¿cómo se representa una sociedad fracturada y fragmentada? 

Y, peor aún, ¿Cómo se la gobierna?

Segunda Ciudad

Rosario funciona en espejos. 

Siempre llevó las fracturas, que tiene dentro y busca afuera, como si fuera una novela de Soriano o un capítulo de los Benvenuto: primero se pelea a los gritos y después se brinda todos juntos. “¡Lo primero es la familia!”. Una grieta vivida con menos apocalipsis encima, mas incorporada en sangre, y que mantiene todavia cierto espíritu deportivo. Es una característica, la característica idiosincrática de Rosario. 

Para nosotros los porteños, la alteridad de Córdoba con Buenos Aires es conceptualmente real pero mucho menos vivida. Cuestiones de la Isla: Son tan otra cosa que quedan demasiado lejos para la comparación. Hablan en catalán. El pais AMBA se devora la Voz del Interior. La Plata por su lado llevantó ese estandarte un rato, o quiso hacerlo, pero el mismo proceso de conurbanización se lo llevó puesto. El mayor temor de La Plata es ahora ser Jose C. Paz. Rosario, en cambio, sigue funcionando como una segunda ciudad. Nuestros primos progres, con una patina uruguaya.  

En su relación con Buenos Aires, compite por ser el polo estructural y supraestructural de la Argentina. En sus idas y venidas con Córdoba, pelea para ver quién es el más grande del Interior. Incluso en su cara más vernácula, que para el resto del país está saldada pero que en la provincia se vive fuerte, esta forma existe: Rosario, capital provincial de facto, se espeja con Santa Fe, capital de iure.

Si uno tuviese que hacer una Ideología Rosarina, se encuentra con que, para nosotros los de afuera, su hombre común es Reynaldo Sietecase. Un progresismo provinciano: la remera de rock, el fútbol, la colita recogiendo los pelos largos, la inquebrantabilidad de un justo medio. Rosario es la definitiva Corea del Centro: ni de acá ni de allá.

Un extranjero, antes de salir de Retiro con rumbo a Rosario, piensa que está yendo a Tijuana. Pero todas las veces que fui, eso no lo vi. La inseguridad, al menos su sensación, se vive como todo lo rosarino: de forma desacoplada

Caminando por la Costanera, se puede llegar a pensar que el hecho de que la crisis en materia de seguridad no sea una causa nacional, más allá del centralismo político que sufre Argentina, se debe a que los propios rosarinos se niegan a pertenecer a una ciudad mártir. 

Hay un pudor generalizado sobre el tema. El rosarino, ante las preguntas del ocasional visitante, se encoge de hombros y continúa enumerando méritos y merecimientos del pago chico.

Esa especie de vergüenza que se esconde, se traduce en que nadie en la política sabe qué hacer con las balaceras y los muertos. ¿Lo expresamos como una causa nacional? ¿Es algo local? La idea de “si asumo como intendente no puedo hacer nada pero quiero ser intendente para hacer algo” traduce la idea de que existe un cepo cuya llave nadie tiene. 

Tal vez Medellín funcionaba así. Nos imaginamos que no, pero porque nuestra referencia es Netflix. Por ahí, pasaba lo mismo. Pero lo que es seguro es que Medellín no es Rosario, porque Rosario tiene un orgullo, que hace que no le dé el physique du role para ser la capital del narcotráfico. 

Como ciudad-puerto que es, Rosario tiene una historia y un presente oscuros, un mundillo de tugurios y muchachones violentos que Marco Mizzi pinta bien en sus escritos. Pero también tiene amplios sectores medios y obreros, tiene toda una impronta cultural, tiene una historia de progreso que siente que debe honrar. 

La diferencia entre la mafia del siglo XX y la actual es que, en el pasado, la delincuencia era una execrencia, una consecuencia no deseada, del crecimiento del país. Hoy, la radicalización de los hechos violentos se da en un contexto de crisis generalizada de la Argentina. Y por eso parece no tener solución.

La llegada de Marcelo Saín quiso dar la imagen de un Elliot Ness, alguien insertado desde afuera para arreglar un problema que los de adentro, insertados en esa dinámica, no podían o no querían accionar. 

Pero, al menos desde Buenos Aires, eso no se veía. Y menos se ve ahora. Me explico: si alguien te dice “hay un senador metido con el narcotráfico”, te imaginás una secuencia digna de la Rusia de Yeltsin, un gordo de traje prendiendo un habano con dólares. Y eso no se ve, o no llega. Existe un cono de sombras sobre todo el proceso.

Intentando echar luces, uno se pregunta qué es lo que pasa. Quién maneja la cosa. 

En la provincia de Buenos Aires es más sencillo, porque la Bonaerense es una especie de PRI del narcotráfico. En Rosario, a priori, uno puede ver tres patas: la Justicia, la cana y los narcos. Pero ¿quién es? ¿El gobernador? No. ¿Los senadores solamente? Parece que no. ¿El jefe de la policía? Pero si cambia a cada rato.

Si tuviéramos que hacer un mapa, un croquis de jerarquías, estaríamos en problemas. Da la sensación de que el poder delictivo es algo disperso. Como si estuviese en una negociación constante. Como si ya fuera en realidad un ecosistema. 

La atomización de las responsabilidades, la disolución de los centros, que se ve en Argentina en todos los grandes temas, incluso con la Banda de los Copitos, puede explicar un poco qué es lo que pasa. El narcotráfico es ya algo rizomático, dirían los posmodernismos. ¿Dónde está el corazón de la manzana podrida que contamina el cajón? ¿Qué quieren los que balean un comercio? ¿Plata, impunidad, caos? ¿Alguien lo sabe?

Esto pasa también a nivel político. El poder no está en ninguna parte. Pero sigue estando. Se constituye un rato y se vuelve a desmembrar. Si Pablo Javkin le dice a sus asesores: pásenme con el jefe de la Oposición, ¿qué número marcan?

Una duda que me asalta cada vez que veo una noticia sobre un hecho de inseguridad en Rosario, es por qué no hay un candidato punitivista que mida 30 puntos. 

Llamémoslo un Berni o una Pato Bullrich. O un Patti o un Bussi.

¿Por qué no existe un político que prometa mano dura que tenga proyecciones ciertas de acceder a lugares claves de poder en el Estado? 

Uno ve que hay algo que no cierra en la ecuación. Perotti tirando cocaína de una mesa no pudo ganar. Sí lo hizo cuando se suavizó y prometió paz y orden. 

O el ethos rosarino del que hablábamos al principio es tan fuerte que no hay nada que pueda penetrar sus lineamientos progresistas, o bien la capacidad de negación alcanza niveles impensados. Cualquiera de las dos hipótesis explicaría por qué se buscan referencias emparentadas al PSOE español antes que al uribismo colombiano. 

Incluso a nivel civil, no hay campañas públicas ni movilizaciones importantes para pedir que la cosa pare. En una realidad paralela, más conociendo a los referentes involucrados, uno imaginaría un gran recital de Fito Páez, Vilma Palma, Baglietto et al clamando por el cese de la violencia.

Pedir ayuda, gritar a los cuatro vientos que en Rosario hay un muerto diario, implicaría reconocer la gravedad de lo que pasa. Aunque sea testimonialmente. La ciudad aceptaría así su destino americano. Pero así perdería su estatus de segunda ciudad. El espejo le devolvería, por primera vez, su propia figura. 

La Visita es una nueva sección en nuestro newsletter. Cada quince días, alguien tocará la puerta y entrará al hogar. La consigna: tratar de entender qué carajo es Uganda.

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