Opuestos y complementarios

Llegamos al final. Es un diciembre atípico: altas temperaturas, Mundial y una sequía histórica que impactó de lleno en el sector protagonista de esta historia.

Retomemos una imagen: 31 de marzo de 2008, en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno. Cristina lanza la frase maldita: “El otro día charlaba con alguien y me decía que la soja es, en términos científicos, prácticamente un yuyo que crece sin ningún tipo, digamos, de cuidados especiales”.

A partir de ahí, todo fue caos y confusión. Un juego de incomprensiones mutuas.

El kirchnerismo nunca se molestó en entender al agro, del que se nutrió para dar forma a su versión antipejotista del peronismo. Y el campo, que había terminado por aceptar del peronismo lo que tiene de conservador, nunca pudo tragar esa versión progresista que encarnó el kirchnerismo.

Pero, hagamos presente. ¿Cuál es el modo agro de la crisis actual?

El esquema es más o menos el siguiente: durante el invierno se cultiva trigo. Al llegar el verano, una vez que se levanta la cosecha del cereal, se siembra la soja. Combinado con el maíz, es el esquema de rotación que permite una mejor conservación de los suelos.

Esta temporada, con tres años de sequía acumulada, la falta de humedad del suelo retrasó los tiempos de siembra. Los productores harán menos maíz, que es más caro y riesgoso. Y mucho de lo perdido por la seca, se volcará a la soja.

Cuando la ventana temporal se acorta y la soja queda como único cultivo, la exigencia del suelo es mayor. Se reponen menos nutrientes. Y se afecta la producción de leche y carnes, que usan maíz como principal insumo. 

Es decir, todo lo que se llama sojización.

Los buenos viejos tiempos

Esto mismo sucedió durante el boom de los commodities, que en Argentina fue, más bien, un boom sojero. El esquema de retenciones desalentó la producción de maíz y trigo, y los productores se volcaron al cultivo que ofrecía mejores precios a menor riesgo: la soja.

Para el campo el 2001 fue la noticia de un país. La modernización de los 90’ que armó el nuevo mapa productivo se agotó junto a la Convertibilidad. El despedazamiento también le tocó al agro. A través de una de las vías principales: la crisis bancaria. Hipotecas y quiebres de las cadenas de pago. 

Una de las primeras acciones de Néstor Kirchner fue el salvataje de las hipotecas con el banco Nación. Y la relación con la Federación Agraria, numen de esos productores eximidos del remate, le garantizó un clima de sosiego y recuperación basado en la mega devaluación previa.

De esas cenizas germinó un ciclo de expansión inédito, que hizo uso de los avances tecnológicos de la década anterior. Era la noticia de un mundo que demandaba los commodities que la Argentina ofrecía.

El negocio cerró para todos durante varios años: el crecimiento generó una masa de recursos vía exportaciones que financió una ampliación como nunca antes de las políticas sociales. Y el beneficio para los productores fue tan significativo que hacía tolerable las exigencias distributivas.

Los derechos de exportación, que habían regresado con el decreto 310/02 durante el gobierno de Duhalde, iniciaron con alícuotas de 10 por ciento para trigo y maíz, y del 13,5 por ciento para soja y girasol. En abril del 2002, los porcentajes subieron a 20 por ciento en cereales y 23,5 por ciento en oleaginosas.

Kirchner mantuvo ese esquema durante casi todo su mandato. Hasta comienzos de 2007, cuando llevó las retenciones al grano de soja a 27,5 por ciento y a los subproductos a 24 por ciento.

Luego de las elecciones de ese año, con el triunfo de Cristina y antes de culminar su mandato, Néstor elevó un poco más las alícuotas: el maíz pasó al 25 por ciento, el trigo al 28 por ciento, el girasol al 32 por ciento y la soja al 35 por ciento. Las harinas y aceites de soja tuvieron un diferencial de 3 puntos porcentuales menos.

El objetivo era reducir los precios internos, mejorar la distribución del ingreso y lograr un mayor valor agregado. Pero el mundo no era el mismo: se avecinaba una crisis internacional que erosionaría los cimientos del modelo de crecimiento con inclusión.

El campo, el gran aliado silencioso, alcanzó su umbral de tolerancia. Lo que hasta ese momento habían sido pataleos idiosincráticos se transformaron en oposición franca. El ciclo de crecimiento que alcanzaba para todos, se había terminado.

Campo de batalla

Hay un factor paralelo que explica lo que sucedió aquel marzo de 2008, cuando tras un nuevo aumento de las retenciones, la concordia entre kirchnerismo y campo voló por los aires: el empoderamiento de Clarín.

Recordemos: antes de irse, Néstor aprobó la fusión de Cablevisión y Multicanal que hizo del multimedio la principal empresa de telecomunicaciones del país. 

Hasta el 2007 el acuerdo era total: mientras el gobierno recomponía el poder, el campo activaba toda su potencia para arrastrar la maquinaria del Estado hacia la recuperación de sus capacidades básicas. La cesión a Clarín inventó al monstruo que devoraría a su creador. La economía política del nuevo siglo que permitió mayores grados de autonomía estatal resultó engullida por su lógica interna.

Con la decisión de Cristina de elevar el porcentaje y aplicar el esquema móvil de retenciones en el marco de la crisis financiera internacional, los que antes acompañaron sin chistar, comenzaron a gritar. Y tuvieron dónde hacerlo: el Gran Diario Argentino se transformó en la tribuna por excelencia del antikirchnerismo.

La guerra entre Kirchner y Magnetto pasaría a definir la década que se abría. El gobierno kirchnerista se aisló de sus viejas alianzas y el Estado se encontró con sus propias deficiencias obligado a adoptar funciones cada vez más defensivas.

Para el sector más dinámico de la economía nacional, que se había retirado para hacer plata durante los primeros años del nuevo milenio, el 2008 fue una aventura callejera. Corte de ruta y asamblea.

Una parte del sector agropecuario había reconocido a Kirchner para llevar adelante un proceso de recuperación económica y ordenamiento fiscal. En 2008, ante los primeros síntomas de agotamiento del ciclo internacional, el campo se unificó y se plantó en seco. Fue el primer paso de las fricciones por el financiamiento del déficit, un clásico hasta la actualidad.

También significó el encuentro del campo con su propia gente. Los gringos en las rutas le mostraron a la oligarquía terrateniente la realidad del interior. La alta dirigencia rural y la alta dirigencia política se asombraron por el mismo fenómeno: miles de pequeños chacareros, contratistas, comerciantes y ciudadanos agolpados en las rutas y reclamando por una dignidad que sentían mancillada.

El campo se politizó de golpe: quemó gomas, ganó representatividad, rosqueó con legisladores, fue convocado a los estudios de televisión, copó como tema las sobremesas de los argentinos, y ganó la pulseada legislativa.

Esa euforia se diluyó en un sinfín de desarreglos y derivaciones con un puñado de dirigentes metidos en el “sistema político” y una base electoral en la República del Centro que fundamentó la emergencia de una alianza que se llamó Cambiemos y llegó al gobierno en 2015.

Lo que quedó fue la Grieta como principio ordenador de la política.

No todo lo que brilla

En tres décadas la soja pasó de ser una curiosidad botánica a instalarse como el motor de la economía argentina. Implicó una expansión de la frontera agrícola, pero sobre todo fue una reconfiguración de la estructura productiva con cambios en el uso del suelo, las modalidades comerciales y las prácticas de ahorro e inversión: una nueva mentalidad del campo que combina tradiciones diversas.

En 1991/1992, las oleaginosas representaban el 42 por ciento de la superficie sembrada y el 37 por ciento de la producción. En 1996, durante un gobierno peronista, se aprobó el uso de los transgénicos y se allanó el camino para la expansión de la siembra directa. Una nueva revolución productiva estaba en marcha.

Para la temporada 2009/2010 se alcanzaron los 52 millones de toneladas, más que el trigo, el maíz y el girasol. De ahí en adelante, la realidad de la soja cambió: la producción se estancó. En la campaña 2021/2022 el volumen final fue de 43,3 millones de toneladas, un crecimiento respecto a la temporada anterior, pero un 8,5 por ciento menor que el promedio de las últimas cinco.

El grano es el componente esencial del orgullo del campo argentino. El suelo provee el 98 por ciento de los alimentos que se consumen y los sojadólares que son la moneda fuerte del interior del país. Los gringos usan los granos para pagar alquileres y comprar bienes y servicios. Y el gobierno los demanda para pagar la deuda y frenar las corridas devaluadoras.

El 2001 puso el “que se vayan todos” como un límite al sistema institucional del que salieron dos versiones políticas que procesaron el estallido a su manera. El 2008 fue una réplica de ese colapso, pero ya no desde la estructura político-institucional, sino desde su fundamento económico. El chacarero fue el ahorrista de esa gran caceroleada federal.

El conflicto por la 125 marca el fin del idilio de la balanza comercial y el comienzo de los padecimientos de la cuenta corriente. La formación de activos externos, el símbolo máximo del descreimiento. La aceleración de la salida de capitales implicó el peor escenario desde el 2001 y culminó en la aplicación del primer cepo en 2011, tras la corrida cambiaria.

Como el 2001, el 2008 también fue partero de generaciones. Parió a una camada de militancia juvenil urbana durante la década del 2010 e impulsó al kirchnerismo después de Néstor, pero también dio a luz a una serie de jóvenes menos visibles que iniciaron una renovación dirigencial en el agro que vigorizó los cambios tecnológicos y organizacionales, y acentuó la digitalización. La enésima revolución del agro

El cristinismo, como kirchnerismo póstumo, encontró en el campo lo mismo que el campo encontró en el kirchnerismo: un polo de adversidad que ayudaba a identificarse a sí mismo. Se necesitaron mutuamente para saber que eran lo que creían ser.

Pero tenemos que cortarla por ahora. Queda mucho por contar. Ya habrá mejores ocasiones. Porque hasta las historias más pasionales terminan por cansar cuando se repiten tanto.

Gracias por acompañarme. Que tengas buena semana.  

El peronismo gringo

Hola, ¿cómo estás?

La última vez que nos encontramos hablamos del triángulo amoroso entre el peronismo, el campo y la industria.

Hoy vamos a continuar con uno de los frutos de ese amor: el cooperativismo. Y de un fenómeno derivado que no encuentra lugar en la imaginería de la ciudad: la clase media rural.

Un país que inventó Perón

La relación del peronismo y el país agrario está dada por un elemento central: la clase media. Las transformaciones en el régimen de tenencia y explotación de la tierra constituyeron el núcleo central en la conformación de este actor clave en la vida económica nacional. 

A principios del siglo XX el chacarero protestaba por las exacciones que imponían los propietarios. Con una oferta dispersa y una demanda concentrada, los productores llevaban las de perder. Esta estructura comercial los volvía deudores crónicos, con un patrimonio frágil y un giro de actividades que lo dejaba fuera del circuito financiero.

De esa necesidad nació un derecho: productores de distintas zonas alquilaron galpones para acopio, recibieron los granos, estibaron bolsas de semillas, proveyeron insumos. Y eligieron sus autoridades en asamblea, redactaron estatutos y delegaron la gestión en profesionales contratados. Desde el corazón del campo santafesino nació el país de las cooperativas agrarias.

El Grito de Alcorta en 1912 fue el punto más significativo de ese proceso, con reclamos ligados a los cánones, los plazos y las condiciones. Desde Uganda se coordinaban las acciones políticas. En sus calles asesinaron a Francisco Netri, el abogado del Grito. Y tuvo sede la institución que agruparía a ese conjunto de productores que pronto pasarían a ser propietarios: la Federación Agraria Argentina.

En 1948, la ley de arrendamientos fijó el plazo contractual en un mínimo de 8 años. El gobierno peronista dispuso de créditos a través del banco Nación y estableció la obligatoriedad de indemnizar a los colonos por las mejoras realizadas, lo que alentó la venta de las tierras a los ocupantes.

En 1952 se prorrogaron los contratos que vencían y se reforzaron los estímulos a la transferencia de lotes. Se transformaron el régimen de tenencia y las modalidades de producción. Y se formó una clase propia de la pampa húmeda. El peronismo cambió la sociología rural con una reforma agraria por vía pacífica y contractual.

Así como la industrialización alteró la fisonomía urbana, la colonización de las hectáreas fiscales cambió por completo la realidad del interior productivo. Surgieron nuevas modalidades operativas y mercantiles entre los pequeños y medianos productores que pasaron a concebirse como empresarios del campo.

Un capitalismo nacional

La tecnología, el capital, la sofisticación del recurso humano y las mejores máquinas e insumos, disminuyeron el peso relativo del factor tierra en la producción. La eliminación de los restos feudales permitió la expansión del capitalismo por el campo argentino.  

A la par, los cambios en el sistema mercantil irradiaron nuevas estructuras asociativas. El surgimiento masivo de cooperativas se sostuvo en las innovaciones comerciales que la propia dinámica de expansión productiva imponía.

Antes, el chacarero debía vender en las inmediaciones del predio. En los Almacenes de Ramos Generales conseguía las semillas, los insumos y los productos de consumo cotidiano. También obtenía créditos para financiarse. Al ser un circuito cerrado, la libreta del productor siempre reflejaba deudas.

Había pocas opciones para hacer valer el producido, y el volumen dejaba un margen de negociación menor frente al acopiador que centralizaba las compras de la región. La debilidad del productor crecía cuanto más se endeudaba con el único comprador de su cosecha.   

El circuito comercial de granos era un embudo: el Almacén de Ramos Generales administraba los vínculos comerciales y financieros con la ciudad, el puerto o el molino. Y la sumatoria de pequeños lotes le daba un volumen considerable. El último eslabón se concentraba en un puñado de firmas exportadoras.

Si bien existían desde principios de siglo, fue a partir de 1940 que la organización cooperativa se vio impulsada. A partir de 1943 el capital integrado de las cooperativas agrarias aumentó 4000 por ciento en 15 años. El volumen de producción se sextuplicó entre 1943 y 1956.

Para 1953 la producción de granos se había recuperado y comenzaban a introducirse masivamente los cambios tecnológicos. La proliferación y crecimiento de las entidades intermedias tuvo un auge notable entre 1945 y 1955.

El doble cultivo trigo-soja permitió una mayor rotación y conservación de los suelos. El productor se hizo más celoso de su patrimonio y más abierto a la adopción de tecnologías de mejoramiento. Lejos del credo vertido en las universidades de la Ciudad, la cultura de la innovación tiene en el Campo a su vanguardia. 

Ese capitalismo de siembra directa, avances genéticos, aplicaciones complejas y maquinaria de punta, logró acortar los tiempos. Se ganó en eficiencia desde una capa intermedia de pequeños y medianos empresarios con arraigo regional, alto nivel de inversión todos los años y elevados riesgos asumidos.

Pero también hizo emerger a otro actor, el sujeto sintético del agroperonismo: el contratista rural. Una combinación de trabajador, emprendedor y capitalista. El eslabón hallado de la plataforma de servicios que integra al agro en el centro de la vida económica de los pueblos y ciudades de la zona.

Bicho raro

En esta tierra de campos fértiles, silos y plantas procesadoras, surgió una especie política única: el peronismo gringo. Y si tuvo una esfera del dragón, esa fue la soja. 

En la región pampeana se produce el 85 por ciento de la oleaginosa. Y alrededor de las cooperativas gira la economía de la región sojera. Los recursos tienen su raíz material, pero sus derivadas simbólicas: esa influencia se expresa además en la actividad social y cultural.

La presencia de las cooperativas transformó el funcionamiento del mercado agropecuario, y el mercado agropecuario transformó al peronismo provincial. Otro origen, otro lenguaje, otras tareas, otro público.

Ese animal difícil dentro de la fauna peronista que habita la zona núcleo sojera tiene una identidad, costumbres y un ciclo político diferente al de los otros peronismos realmente existentes: vive en el corazón productivo de la Nación, la base del poder de provincias. El otro yo del peronismo conurbano: uno la hace, el otro la usa.

Sin embargo, ese peronismo de la Región Centro no puede cobrar vuelo nacional. En el caso santafesino parece siempre a contrapié. Cuando en la Nación ganó el alfonsinismo, en Santa Fe ganó el peronismo de la UOM. Y cuando el peronismo nacional actuó de progresista, la provincia se vistió de socialista.

Pero en el medio hubo algo. Casi dos décadas donde el peronismo santafesino supo conjugar su versión de modernización gringa con las necesarias dosis de urbanidad. En 1991, con el gobierno provincial hundido en denuncias y renuncias, el menemismo encontró su candidato. Por primera vez el peronismo santafesino se alineó con el destino nacional.

La dupla Reutemann-Obeid funcionó mejor que cualquier delantera. Sostenidos en la ley de Lemas, el peronismo noventista hizo alquimia de fama por popularidad, aprovechó el auge de las nuevas tecnologías y el incremento de la productividad, y sustentó un artefacto de poder que alcanzó el máximo de representación con el mínimo de palabras.

Hasta que desde Buenos Aires se destrozó el juguete. Y el peronismo santafesino se quebró moralmente: desistió de la ley de Lemas, y perdió. El conflicto por la Resolución 125 en 2008 fue el tiro de gracia al proyecto de poder de ese peronismo gringo con modales parcos y fascinación productivista.

Entre 2008 y 2015 el peronismo santafesino adoptó una actitud de derrota, y deambuló entre odios mutuos dispensados entre auténticos y enmascarados

Condenado por su espíritu cosmopolita, nunca supo cómo aprovechar internamente el potencial creador de producto bruto de sus plantas de importación, la soja y el trigo. Sin asumir su origen histórico y su base social, quedó opacado por el éxito del otro peronismo gringo, el del modelo Córdoba, mediterráneo y autoconsciente, nutrido por los cultivos americanos del maíz y el maní. 

De algún modo, todo el conflicto del kirchnerismo con el campo puede leerse como el reclamo identitario de un sector que exigía ser visto como se autopercibía: los verdaderos autores del modelo de crecimiento con inclusión

Pero eso es tema de otra entrega. Nos vemos la próxima.

Campo, Industria y Perón

“Quien gasta más de lo que gana es un insensato; el que gasta lo que gana, olvida su futuro; y el que produce y gana más de lo que consume es un prudente que asegura su porvenir”.

Juan Perón

Hola, ¿cómo estás?

La última vez que nos encontramos, hablamos del amor caótico entre el peronismo y la soja. Y recordamos cuando el ministro de Agricultura de 1973 envió a los Estados Unidos un Hércules de la Fuerza Aérea en busca de variedades del cultivo para aprovechar una oportunidad histórica. Fue el comienzo de la Argentina sojera que se volvería una postal.

Ahora te propongo ir más atrás.

Remontémonos a 1943, la revolución de los coroneles. En ese país de manufacturas incipientes, una de las primeras decisiones del nuevo gobierno fue disponer la continuidad de los arrendamientos y frenar los desalojos de colonos. Fue un primer gesto hacia el campo, completado en 1948, con una nueva prórroga. Sesenta años después, otro gobierno peronista tendría un primer gesto parecido salvando a los productores del remate. Pero eso lo veremos en la próxima.

Ahora estamos en los primeros meses de gobierno nacionalista. Durante esos años, la política de colonización forjó una nueva clase al interior del interior agropecuario. En la estructura de grandes terratenientes se abría una hendija por donde los colonos se arrimaron al título de propiedad con la fuerza del trabajo. Fue el puntapié de una burguesía rural con fuerte arraigo y dinamismo en las provincias del centro productivo. La consigna era “no habrá un solo argentino que no tenga derecho a ser propietario de su propia tierra”.

Con esa decisión aparecieron las empresas familiares que compusieron el entramado agroindustrial en los años siguientes. Y con cuyos herederos, más de sesenta años después, ese otro peronismo, se pelearía a muerte.

En el primer gobierno de Perón, el vínculo político con el campo no era del todo armonioso. En 1944, la secretaría de Trabajo y Previsión promovió el estatuto del peón rural y afirmó que el problema argentino estaba en la tierra. Los sectores tradicionales ligados a la ganadería y agrupados en torno a la Sociedad Rural porteña nunca se lo perdonarían. Mi abuelo era parte de una familia de croatas que mandaron a trabajar al campo y lo resumía en una simple imagen: entendió de qué se trataba el peronismo cuando tuvo su libreta de enrolamiento en la mano y, en la fila del voto, esperó delante del patrón. 

Años después, puso con sus hermanos un taller metalmecánico. Reparaban maquinaria agrícola y el objetivo era integrar la producción a lo largo de toda la cadena: desde la materia prima hasta el valor agregado en origen y las ramas fierreras del agro. La industria del interior era agroindustrial. El origen perdido del peronismo reconoce una línea intermedia en el antagonismo entre chimeneas urbanas y sembradíos para la exportación y el enriquecimiento de una élite. 

En el peronismo de los cuarenta la continuación programática se expresó como una lucha abierta contra la oligarquía. Que no estaba en los campos, sino en la ciudad invadida por los cabecitas en octubre de 1945. En las estancias, vivían los peones y mayordomos. En las colonias, el pequeño empresariado en formación. Los dueños viajaban cada tanto a ver cómo andaban las cosas. Perón lo decía así: “La injusticia de que 35 personas deban ir descalzas, sin techo y sin pan, para que un lechuguino venga a lucir la galerita y el bastón por calle Florida”.

Esa distribución geográfica de los actores será crucial en la historia posterior.

Con esa decisión aparecieron las empresas familiares que compusieron el entramado agroindustrial en los años siguientes. Y con cuyos herederos, más de sesenta años después, ese otro peronismo, se pelearía a muerte.

En el primer gobierno de Perón, el vínculo político con el campo no era del todo armonioso. En 1944, la secretaría de Trabajo y Previsión promovió el estatuto del peón rural y afirmó que el problema argentino estaba en la tierra. Los sectores tradicionales ligados a la ganadería y agrupados en torno a la Sociedad Rural porteña nunca se lo perdonarían. Mi abuelo era parte de una familia de croatas que mandaron a trabajar al campo y lo resumía en una simple imagen: entendió de qué se trataba el peronismo cuando tuvo su libreta de enrolamiento en la mano y, en la fila del voto, esperó delante del patrón. 

Años después, puso con sus hermanos un taller metalmecánico. Reparaban maquinaria agrícola y el objetivo era integrar la producción a lo largo de toda la cadena: desde la materia prima hasta el valor agregado en origen y las ramas fierreras del agro. La industria del interior era agroindustrial. El origen perdido del peronismo reconoce una línea intermedia en el antagonismo entre chimeneas urbanas y sembradíos para la exportación y el enriquecimiento de una élite. 

En el peronismo de los cuarenta la continuación programática se expresó como una lucha abierta contra la oligarquía. Que no estaba en los campos, sino en la ciudad invadida por los cabecitas en octubre de 1945. En las estancias, vivían los peones y mayordomos. En las colonias, el pequeño empresariado en formación. Los dueños viajaban cada tanto a ver cómo andaban las cosas. Perón lo decía así: “La injusticia de que 35 personas deban ir descalzas, sin techo y sin pan, para que un lechuguino venga a lucir la galerita y el bastón por calle Florida”.

Esa distribución geográfica de los actores será crucial en la historia posterior.

Las líneas de la intelligentzia llegan hasta hoy. Y hasta penetraron al peronismo. De la estructura productiva desequilibrada aún se sigue hablando, aunque sean otros el país, el mundo, el campo y la industria. Y el peronismo perdió su voz económica. Se relata a sí mismo con textos escritos por sus impugnadores. Pero, otra vez: no nos adelantemos. Ese es un fenómeno que ya tendremos ocasión de tratar. 

Volvamos a la constante: las tensiones políticas llevan al repliegue de los actores privados, y las consecuencias se manifiestan en las cuentas nacionales. El proceso de industrialización condujo a una encerrona: el área sembrada y el volumen de cosecha se vinieron abajo. Cayeron las ventas, cayeron los ingresos, se paró el crecimiento. El mundo salía de la II Guerra Mundial y la Argentina era víctima del Plan Marshall. 

Las decisiones de inversión son sensibles a los estímulos del entorno y los incentivos gestionados por las políticas públicas. Y en el campo gravitan dos factores fundamentales: los precios y los derechos de propiedad. En esos años, el país dejó de ser uno de los principales exportadores de granos y pasó a tener dificultades para su abastecimiento interno.  

En la campaña 1951-1952, la sequía provocó la peor cosecha del siglo. El trigo no alcanzó para abastecer el consumo interno y en las mesas apareció el pan negro, elaborado con una mezcla de centeno y mijo. El gobierno tuvo que recurrir a las empresas privadas para hacer trueque con maíz. Por primera vez en el siglo, Argentina importó trigo.

La escasez de alimentos encendió las alarmas del modelo. El gobierno tuvo que traer papas de Holanda, Dinamarca e Italia. El golpe se sintió en el corazón del orgullo peronista. Para comentar el escenario, Perón explicó que el país vivió durante esos años el “más aplastante déficit de la producción agropecuaria de que se tenga conocimiento en la historia económica argentina”. 

Al desplomarse el único sector con capacidad exportadora, el gobierno debió recalcular toda la organización económica. Cambiaron los funcionarios, cambiaron las políticas, cambiaron los conceptos. Y por eso: cambió el orden funcional de los sectores. Frente al agotamiento del ciclo inicial, Perón reinterpretó el contexto: hizo peronismo.

El latifundio es una gran industria

La década del 50 se recibió con crisis y un cambio del programa económico. La sequía, la reversión de los precios internacionales y la falta de ahorro e inversión, hicieron caer el PBI, los salarios recibieron el cimbronazo, se disparó la inflación y emergieron los déficits fiscal y externo. Los tiempos mundiales eran otros. El campo argentino debía ser otro.

Cuando los ciclos económicos subrayaron el valor de la austeridad y el ahorro, el peronismo y el campo se reencontraron. La reconciliación cultural de una pasión revivida por las crisis. Ante la nueva realidad, el gobierno convoca al Congreso de la Productividad y el Empleo que delinea los objetivos del segundo Plan Quinquenal. Perón lo sintetizó así: “la productividad es la estrella polar que debe guiarnos en todas las concepciones económicas”.

La concepción del campo se adaptó a esas otras circunstancias. “Si hay un sector nacional que necesita seguridad y tranquilidad para producir, es precisamente el campo”, lanzó Perón. Y aludió a la distinción entre latifundio geográfico y latifundio social que había establecido el economista Alejandro Bunge.

El plan de estabilización de 1952 planteó una política macroeconómica que actualizaba ganancias por costos y salarios por productividad. Se contrajo el gasto público y la política monetaria se hizo más restrictiva. El crédito se dirigió a la producción y se subió la tasa de interés para estimular el ahorro. Se restringieron importaciones y se habilitaron exenciones impositivas para exportaciones. En un semestre, la economía volvió a crecer, la inflación descendió y los salarios se recuperaron.

El escenario global acentuó la importancia de las exportaciones agrarias. Y el rol de la Argentina demandaba una revisión de las alianzas internas y externas. Todo modelo de desarrollo necesita su fuente de impulso, y Perón comprendió que la Argentina Grande no podía prescindir de sus fuerzas elementales. 

Dicho textual: “El latifundio no se califica por el número de hectáreas o la extensión de tierra que se hace producir. Se define por la cantidad de hectáreas, aunque sean pocas, que son improductivas. Si se hacen producir a veinte o cincuenta mil hectáreas y se le saca a la tierra una gran riqueza, ¿cómo la vamos a dividir? Sería lo mismo que tomar una gran industria de acá y dividirla en cien pequeños talleres”.

El debate de cuatro décadas entre la Argentina agroexportadora o la reforma agraria para cumplir la meta de industrialización, quedaba sepultado con dos frases. En mayo de 1953, en la inauguración de las sesiones parlamentarias, Perón clausuró la posibilidad de una reforma agraria clásica. El 11 de junio de ese mismo año admitió la legitimidad de la empresa privada y puso el incremento productivo en el centro. 

Una paliza con las dos manos

Con la hipótesis de una inminente III Guerra Mundial, fortalecer los resortes productivos era el criterio que se imponía para un mundo hambriento. El capitalismo argentino, en un escenario de crisis, necesitaba de motores poderosos y constantes. El conductor del peronismo entendió que, en este lugar del mundo, no hay campo sin industria. Pero tampoco hay industria sin campo. 

Las críticas que aludían a una defección llegaron desde la izquierda y la fracción intransigente de la Unión Cívica Radical, que posteriormente se hizo desarrollista. Los estudios agrarios se centraron en la propiedad monopolista, los comportamientos de la oligarquía, y reclamaron expropiaciones para terminar con el problema del latifundio en la zona del cereal. 

Desde las universidades se atacó el nuevo enfoque de gobierno. Los libros fueron escritos por los detractores que golpeaban al peronismo con una mano y al campo con la otra. La prédica antiperonista y anticampo se hizo una, y enarboló sus teoremas industrialistas para avivar las voluntades golpistas. 

Dicho textual: “El latifundio no se califica por el número de hectáreas o la extensión de tierra que se hace producir. Se define por la cantidad de hectáreas, aunque sean pocas, que son improductivas. Si se hacen producir a veinte o cincuenta mil hectáreas y se le saca a la tierra una gran riqueza, ¿cómo la vamos a dividir? Sería lo mismo que tomar una gran industria de acá y dividirla en cien pequeños talleres”.

El debate de cuatro décadas entre la Argentina agroexportadora o la reforma agraria para cumplir la meta de industrialización, quedaba sepultado con dos frases. En mayo de 1953, en la inauguración de las sesiones parlamentarias, Perón clausuró la posibilidad de una reforma agraria clásica. El 11 de junio de ese mismo año admitió la legitimidad de la empresa privada y puso el incremento productivo en el centro. 

Una paliza con las dos manos

Con la hipótesis de una inminente III Guerra Mundial, fortalecer los resortes productivos era el criterio que se imponía para un mundo hambriento. El capitalismo argentino, en un escenario de crisis, necesitaba de motores poderosos y constantes. El conductor del peronismo entendió que, en este lugar del mundo, no hay campo sin industria. Pero tampoco hay industria sin campo. 

Las críticas que aludían a una defección llegaron desde la izquierda y la fracción intransigente de la Unión Cívica Radical, que posteriormente se hizo desarrollista. Los estudios agrarios se centraron en la propiedad monopolista, los comportamientos de la oligarquía, y reclamaron expropiaciones para terminar con el problema del latifundio en la zona del cereal. 

Desde las universidades se atacó el nuevo enfoque de gobierno. Los libros fueron escritos por los detractores que golpeaban al peronismo con una mano y al campo con la otra. La prédica antiperonista y anticampo se hizo una, y enarboló sus teoremas industrialistas para avivar las voluntades golpistas. 

Proteína nacional

«Los pueblos que enajenan su tradición, y por manía imitativa, violencia impositiva, imperdonable negligencia o apatía, toleran que se les arrebate el alma, pierden, junto con su fisonomía espiritual, su consistencia moral y, finalmente, su independencia ideológica, económica y política».

Papa Francisco

A principios de la década del setenta, la Argentina llegaba al límite de la industrialización por sustitución de importaciones. Aún se discute si el modelo se agotó o lo agotaron de prepo. Pero aquella sociedad de pleno empleo y movilidad social ascendente vio de frente los primeros signos del desfallecimiento. 

Por entonces, la agricultura se había mecanizado y empezaban a aparecer los híbridos de laboratorio en la genética vegetal. Todavía tenía sentido hablar de la estructura productiva desequilibrada y el antagonismo entre industria o campo, vida urbana o rural, agroexportación o mercado interno.

La agonía de la dictadura de Lanusse se expresaba en el rejuvenecimiento de la política que ensanchó al peronismo por el lado de sus juventudes. La vuelta de Perón continuó la Hora del Pueblo y el intento de un modelo de desarrollo sobre la base del Pacto Social. Pero estaba en medio de un mar de contradicciones. Eso duró poco, y mayormente es triste y conocido.

Lo que acá nos interesa es otra parte de esa historia.

En 1973, ante el derrumbe de las anchovetas peruanas, la principal fuente de harina para los alimentos balanceados a nivel mundial, la harina de soja emergió como un sustituto directo.

El secretario de Agricultura del gobierno peronista, Horacio Giberti, y el subsecretario, Armando Palau, recibieron a Ramón Agrasar. En 1956 este ingeniero había fundado la empresa Agrosoja en Coronel Bogado. Hasta entonces la soja era una curiosidad botánica que solo se había utilizado como hortaliza en Misiones y Santa Fe durante los años 30.

A fines de los cincuenta, la región había abandonado el lino por motivos sanitarios, el girasol por las hormigas y el sorgo porque limitaba al maíz. Como Agrasar había estudiado en Texas y Harvard, envió unas 30 bolsas para campos experimentales de Pueblo Navarro. Para 1960, en la fábrica de Vasalli, en Firmat, modificaron la cosechadora Pluma para adaptarla a la soja. Y cuando los productores debieron cobrar los granos entregados, Agrosoja no pagó. La empresa quebró y se llevó puesta la confianza en el cultivo. Ese delito original marcaría el futuro de las percepciones políticas sobre el cultivo.    

En los primeros años setenta, en el país reverdecía la democracia, pero la crisis global resaltaba los límites del modelo industrial e imponía el rediseño de su patrón de crecimiento. Había que adoptar una visión estratégica y ofrecer al mundo una harina sustituta y una vía de agregado de valor a la producción primaria. Giberti y Palau tomaron una decisión: un avión Hércules de la Fuerza Aérea despegó hacia los Estados Unidos y trajo 80 toneladas de variedades precoces. 

Las semillas se multiplicaron y se distribuyeron para su uso en la siguiente campaña. De 79.800 hectáreas sembradas se llegó a 1.200.000 en 1975, y en los primeros 10 años se superaron los 2 millones de hectáreas. El rendimiento fue de menos de una tonelada por hectárea en 1960 a más de dos en 1980. La soja nacía en la Argentina como cultivo industrial y con una fuerza de desarrollo inédita.

Hasta 1995, la soja ocupó 6 millones de hectáreas y alcanzó los 12 millones de toneladas. Entre 1995 y 2008, la producción de granos, con la soja como puntal, se duplicó: de 50 millones a 100 millones de toneladas. Ese es otro momento bisagra en la historia de amor entre el peronismo y la soja. Pero conviene no adelantarse. 

Cuando el Hércules trajo las semillas, faltaba poco para el inicio de la campaña de 1973. Para introducir el cultivo, el INTA creó el Programa Nacional de Soja y produjo una película en 16mm. Se organizó una red de ensayos de evaluación de variedades y Agricultores Federados Argentinos imprimió en Casilda un folleto con información destinado a los chacareros. El objetivo era incentivar la soja de segunda sembrada sobre trigo y promover el uso de rastrojo para la alimentación animal. 

Al tener otros requerimientos tecnológicos y abrir la posibilidad de dos cosechas anuales, la soja acarreó beneficios en el manejo de la producción, duplicó la superficie y elevó significativamente los ingresos.

En la pampa húmeda, la industrialización se dio con talleres de maquinarias agrícolas y la aparición de fábricas, laboratorios, comercios y asesores técnicos. Al aumentar la necesidad de potencia, la mecanización se intensificó para lograr sembradoras y cosechadoras con capacidades múltiples, lo cual demandó una mayor preparación técnica, conocimientos y tareas de seguimiento para el uso de las maquinarias y la gestión de malezas y enfermedades.

El crecimiento productivo se fundamentó en la investigación científica e innovación tecnológica y dio arraigo al complejo aceitero en la región. Se instalaron molinos y plantas de acopio, se complejizó la logística comercial y el transporte, se hicieron obras de infraestructura estratégica y se abrieron terminales sobre el Paraná, proliferaron los servicios portuarios, la asistencia técnica y las capacitaciones, y se incorporó al sistema productivo una camada de ingenieros agrónomos formados al calor de las actualizaciones.

Entre 1958 y 1972 se habían desarrollado las técnicas de cultivo que dispararon ese primer boom sojero y peronista. Lo que hizo Giberti fue un mínimo gesto que definirá para siempre la conflictiva relación entre peronismo y soja: interpretó su época. Pero las historias de amor entran en senderos oscuros y peligrosos. Y acá la miramos desde Uganda. Donde la dependencia mutua rápidamente se volvió desencuentro. 

Lo que vino después siguió el curso de las alteraciones históricas. Es que por debajo de la cultura está siempre el suelo. El apoyo espiritual que es algo más que lo que se toca, se ara, se absorbe, se pesa. Es el arraigo, toda la universalidad posible. La dictadura instaló un momento de suspenso, donde la vigilia del peronismo cobró sentido de supervivencia. La “revancha oligárquica” pronto se convirtió en fracaso. La valorización financiera depredó hasta las cosechas. 

La derrota peronista de 1983 parecía inaugurar otro ciclo político. Pero la suba de tasas norteamericanas y la crisis de deuda fueron letales para los commodities. Y la agonía alfonsinista le abrió un hueco de vitalidad al peronismo. Aunque la Renovación no se preguntaba por la soja, sería el inició de una nueva etapa de esa pasión inconsumible. Esperaban años de reconciliación y euforia.     

Y si lo que dice Astrada en Metafísica de la pampa es cierto y en Uganda un silencio vacío ronda nuestro saber, la prueba está en el desconocimiento alegre del suelo en el que estamos. La soja que nos rodea es uno de los signos rúnicosen la “infinitud monocorde de la extensión”

Al ver a la Argentina por dentro, a veces no podemos detectarnos nosotros mismos ¿Cuál es la disposición anímica que se le impone al peronismo santafesino? “El vago contorno pampeano es el contorno mismo de nuestra intimidad”, podría decir cualquiera de sus dirigentes. Esa es la historia que buscamos. 

La idea es no hacerla tan larga. El tiempo prevalece al espacio. Y ya tendrá lugar el presente. Lo bueno es que, pese a todo, algunos amantes nunca extinguen su pasión. Eso quiere decir que tenemos más historia por contar.

Nos leemos la próxima.