Metropolitana

Buena siesta, ugandeses. Hoy les voy a hablar desde mi ciudadanía semi-ugandesa. Esta conversación tiene dos momentos: uno se remonta a diciembre del 97; el otro, a dos semanas atrás con la salida de nuestra editorial mensual. 

Cuando tenía cinco años mi familia decidió mudarse a Granadero Baigorria, la ciudad-barrio de Uganda. En busca de lo mismo que miles de familias que, en las últimas décadas, decidieron irse hacía los márgenes: algo de tranquilidad, un espacio verde, y un lugar donde crecer. Ahora escribo desde la misma pieza que me recibió cuando nos vinimos desde un monoblock de Casiano Casas.

Mi escolaridad la hice en el cordón: Baigorria y Bermúdez. Hasta que empecé a estudiar en Uganda. Gracias a mi gran poder de desorientación, me perdí incluso al ir desde Moreno y San Luis hasta la plaza Sarmiento. Cada tanto me vuelve a pasar. Como consecuencia de eso, en estos últimos años he conocido de Uganda más de un rincón que me enamoró. 

La desorientación a veces es una virtud de la que hay que apropiarse con valentía. Nos ha dado muchas alegrías a los y las que vamos desde el área metropolitana a laburar, estudiar, salir, tomar mates en el parque, recorrer alguna feria y una infinidad de etcéteras. 

Por eso, no entendemos cómo no pueden verlo al revés. Y hablo en plural, porque es un tema de conversación que tenemos entre los forasteros desde que somos jóvenes que deciden buscar algo en Uganda. Algo que, creíamos, nunca encontraríamos por estos lares.

Hace un puñado de sábados, tocó Skay Beilinson en el Metropolitano. La recorrida obligada de un recital de estas características es: previa en el Scalabrini Ortiz, recital y García. Después, vuelta a casa. 

Al igual que durante años, esperé reposada en las paredes de la esquina de Ovidio Lagos y Santa Fe las luces verdes rodeadas de amarillo que anuncian el bondi para volver a casa. Son sólo unos 30 minutos de viaje, como si fuera a Fisherton. Para otros, una hora, o incluso más, si estamos hablando del final del recorrido en Puerto General San Martín. 

En la parada nos cruzamos entre conocidos. Nos saludamos. Intercambiamos impresiones del recital, qué onda Garcia o la Sala de las Artes, a la que todavía le decimos Dixon (o me hago cargo, le digo) como una forma de aferrarnos a un pasado que ya fue. Un ayer en el que descubrimos la Gran Ciudad dejando atrás el miedo a perdernos. 

Los ugandeses también esperan bondis, piden taxis, pasan por un pancho o chipas. La noche nos agrupa y homogeneiza, hasta que, como en la canción de Serrat que toca Farolitos, la fiesta se termina, y vuelve cada uno a lo que le corresponde: el ugandés, a Uganda; nosotros, a nuestra Área Metropolitana. 

En estos años, nos hemos apropiado de un speach, una suerte de charla de ascensor en la que tenemos 2 minutos o menos para encantar a un ugandésy convencerlo de que pierda el miedo (le digo miedo para que suene mas o menos amigable, pero se que es, muchas veces, comodidad), se tome un bondi, y venga para acá. Ofrecemos Sube, números de taxis truchos, comida temprano, por si les preocupa llegar de noche, after por si quieren esperar a que se haga de día, cama, ducha, todo. 

Durante largo tiempo, mis amigas ugandesas me albergaron en sus casas. Se reían cariñosamente de mi capacidad para armar la mochila, oscilando entre la ropa para cursar y la de salir, para esos días en los que volver no me convenía, aunque se tratara solamente de 30 minutos en bondi. 

Para nosotros, es una cuestión de reciprocidad. Ahora, después de patear (un poco) el tablero les decimos: “de la misma manera que nosotros fuimos, ustedes pueden venir”. Pura lógica. 

Cada tanto, sigo escuchando que me preguntan: pero, ¿soles ir a Uganda? Me parece hasta desubicada, porque es obvio que sí. Pero también me encuentro a veces preguntándoles a los de más allá si suelen ir a Uganda, haciendo uso de mi cualidad de metropolitana, de vecina del Gran Uganda. 

A veces nos sale. Convencemos. Los traemos para acá. La mayoría de las veces se van encantados. Ven que no somos tan distintos y, al mismo tiempo, que acá sobrevive algo que en Uganda parece estar muriendo. Un aire que dice que todavía hay cosas que pueden suceder, que todo está por hacerse en este conurbano que hemos construido, y que uno puede despojarse de la pose. Hay algo barrial que te permite ser.  Quizás a Uganda le pasó eso: de tanto que fue, ya es una ciudad que se quedó en el camino. Agotó su aire

“Tanto oxígeno en el aire esta noche, que no quiero ir a dormir. Abriéndose un libro lleno de emociones”, cantaba Mario Pardal, la voz de la histórica banda sanlorencina La bolsa. Un blues for export, desde la región portuaria. ¿Qué sería si esos barcos llevaran nuestras canciones? Llegará el día, quizás, en que desembarquen en algún puerto, en alguna estación más. Tanto oxígeno, tanto para hacer. 

El aire viciado por el humo fabril, que se llena de notas musicales, de voces, de aplausos. Es imposible escribir sobre esto y no talibanear. Saber que acá (todavía) se puede respirar. Sí incluso andando en bicicleta, al traspasar la frontera-parque entre Baigorria y Uganda, te recibe otro aire. Uno que ayuda a respirar. Oxígeno para que surjan las ideas.

El segundo momento de este diálogo llega post editorial. Ahí escribimos sobre el deseo ugandés de constituirse como Ciudad Autónoma. Mencionamos el mil veces presentado proyecto del Puerto de la Música. Este, encargado en el 2008 al arquitecto brasilero Oscar Niemeyer por el intendente Hermes Binner, se trata de una obra millonaria que haría a la ciudad una ciudad más importante. Por eso Uganda lo quería. 

Ahora dicen que la construcción, proyectada para la zona portuaria de Avenida Belgrano entre Pellegrini y Cerrito, se trasladaría a la vera del mismo río, pero a la altura de Granadero Baigorria. Casi en la frontera entre ambas ciudades: en el Remanso Valerio. 

La canción considerada un himnougandés, fue escrita en Baigorria, por un baigorriense. La oración que cualquier ugandés canta a los gritos cuando se encuentra fuera de su tierra para hacerse notar, ni siquiera es propia. Pero algo nos hermana: el río, los puertos, los trenes (cada vez más cerca). Seguimos yendo y viniendo entre una ciudad y la otra. Solo falta perder el miedo a ser, por fuera de esos límites.

Y perder, también, el miedo a perder: prestigio, dinero, identidad. Hace muchos años, al anunciarse el proyecto pensado para albergar a más de 30.000 personas en espectáculos de primera calidad, el ente encargado de llevarlo adelante decía: “Allí donde termina la ciudad y comienza el puerto, ese es el sitio del Puerto de la Música”. Ahora podría decirse lo mismo: allí donde termina Uganda y comienza Baigorria. En esa frontera metropolitana está el sitio para que ocurran muchas cosas.

“Si hubo una casa con diez pinos, ¿por qué no puede haber alguna más?”, se preguntaba Pardal, el pájaro cantor de San Lorenzo. Lo mismo nos preguntamos todos los días. ¿Hay lugar para todos? La respuesta es sí. Si nos animamos a perdernos cada tanto por fuera de la gran Metrópoli para buscar más allá de los márgenes y crear un área metropolitana en la que todos y todas encuentren un lugar para ser en el tercer conurbano más grande del país. Que por fuera del poder de Metrópoli, Uganda le permita a los demás respirar un poco. 

Una bandera blanca

Buena siesta. Esperamos que andes bien. 

Nosotros estamos de celebración: cumplimos 4 meses. En paralelo, la otra Uganda, la de carne y hormigón, festejó el viernes pasado su 170 aniversario como ciudad.

Hoy queremos remontar un río muy explorado. Al menos en su superficie, porque el barro que se asienta por debajo raras veces se remueve. Hablamos de la identidad ugandesa. Y de cómo esta deviene en una humotopía: la Ciudad Autónoma.

Empecemos.

Tengo une amigue en la Muni 

Nadie es más argentino que un porteño en el exilio. Nada es más cordobés que uno fuera de Córdoba. Pero cuando un ugandés se va, su identidad se borra. Copia la tonada, los modos, la ideología, de su nuevo lugar de residencia, y se diluye ahí. Uganda es Narnia: al salir del ropero se la olvida.

¿Cómo pasa esto? ¿No hay una forma de ser en Uganda? Después de todo, ahí están sus íconos e índices, que cualquier otro argentino reconoce: el carlito y la cocaína, el fervor futbolero y la impostación artística, la industria y el comercio, el progresismo y las mafias. Pero ninguno de estos íconos es de acá. Lo estrictamente ugandés es la combinación aleatoria de todos ellos a la vera del Paraná, y su posterior exageración. Y el único actor político con musculatura y vocación para ordenar ese revuelto es el Estado. 

Así como en la primera mitad del siglo XX el Estado nacional se puso a la cabeza de la industrialización, en las últimas décadas la Municipalidad se colocó como marca y motor de la identidad ugandesa. El fracaso de la Coparticipación Nacional es una regla donde el federalismo se interpreta según el lugar. Un país, veintitrés sistemas. Pero ninguno con margen propio.   

Para que un gobierno local se transforme en la Muni tiene que sacarse el lastre comunitario. De la aldea al gobierno local, y del gobierno local a la Muni es la malformación de la Ciudad Grande que no deja de ser un pueblo con gigantismo. Y ayuda mucho el separatismo globalista que se adueña de las almas del sector privado. 

Nuestra ciudad supo tener un saludable ecosistema de vecinales y clubes que convivían con el Estado municipal y diversificaban la forma de ser ugandés. Pero la volvían una identidad inasible, demasiado volátil. En su agonía, quedaron marcados los dedos municipales. 

Una vez constituida como única actriz civil en el tablero social, la Muni procedió a domesticar al resto. Compró, suprimió o pactó con quien fuera necesario. Como Tlön, la Municipalidad se volvió el mundo. Se entiende así que la Autonomía se exija como un derecho, aunque no exista en el campo de la necesidad.

Para seguir sosteniéndose, Uganda tiene que cortar las amarras que ponen en juego la identidad fabulada, y que la atan a otra más grande. La Ciudad Invivible no quiere ser más parte de una Provincia que fue Invencible, y que hoy es Invisible. 

Autonomía is the old new wave

Después de la Batalla de Pavón, Urquiza le encomienda a Ovidio Lagos inventar un lugar. En la trama, aparece la voz, el locutor del relato que nos hizo. La Capital, el diario más antiguo del Interior, y expresión decana de un deseo frustrado. Porque al proyecto de transformar a Uganda en el contrapeso de Buenos Aires, se lo comió La Nación, el nuevo narrador de la historia del país. 

Unos años después, ya parte de la Argentina integrada por Mitre y Roca, se hace la primera elección a intendentes de 1884. De los doce candidatos, sólo uno era de la ciudad. No era una cuestión de regulación, era una lucha por las oportunidades infinitas. Esa ambición, transformó al caballo en su corcel. Las anteojeras por la independencia hicieron estragos por la pertenencia. Esta piedra fundacional está en el pecho: Uganda tan sólo es un lugar. Sin Santa Fe, es un bloque de hielo.

A Uganda, el delirio de grandeza la llevó a ser lo que es. La provincia está dividida en dos circunscripciones, el Sur y el Norte. Y a Uganda le importa su salida al mar. Está incómoda en Santa Fe. En 1893, después de la segunda revolución radical, los ugandeses ocuparon la capital por unos días. Después de ahí, la puja de siempre: lo santafesino atrasa. Pero jamás, la pregunta fue inversa: ¿no será que las alas livianas del progreso ugandés generan ansiedad a una provincia con raíces hondas?

En el año 2004, una nota de Infobae salió al título: en un recorte poblacional de cuatrocientos casos, seis de cada diez ugandeses estaban de acuerdo con separarse de la capital. Lo llamativo, el 80 por ciento de los votos positivos eran de mujeres. Un clima de época. Mi cuerpo, mi jurisdicción. El derecho por la autonomía de los cuerpos se prolonga a los territorios. Y del territorio al poder. La búsqueda de la tierra propia. Todo lo que existe y es causa justa, en algún momento puede confundirse. No es lineal pero es historia.

En el mes de abril del año siguiente, en Coronda, el rito del ritual. La venganza se sirve fría pero se torna perversa. La herida que no cierra. En la Unidad 1, los comegatos fueron a la hoguera y, con el pacto de sangre, quedó una marca. El director del servicio penitenciario de ese momento lo dijo. Eran trece, los sacaron y masacraron por su condición. La solución, un muro. 

De un lado los unos, de un lado los otros: ¿pero de quién será la cárcel si todos estamos presos? Uganda de su nerviosismo, Santa Fe de su lentitud, el país de sí mismo.

La ciudad como un barrio

En la política ugandesa, todos los temas son el Tema. Usemos un caso práctico: la Agencia Antilavado que se discute en el Concejo Municipal nace con la pretensión de ser la cinta inaugural de la Autonomía. El principio de innovación jurídica que permitirá a Uganda ponerse al frente del proceso. Municipios del mundo, uníos.  

El lavado de activos como fenómeno que busca introducir al circuito legal dinero originado en actividades ilícitas es la piedra basal del paradigma autonomista. Una solución ugandesa a los problemas ugandeses. La invención de un organismo que sintetiza en los cuadrantes de Uganda los dos problemas de los que hablamos antes: la inseguridad y la vida económica.

Como promotores de la agencia especializada aparecen Ciudad Futura y Juntos por el Cambio. Dos caras nuevas, a pesar de que acarrean una década de actividad y un par de mandatos. El proyecto del oficialismo propone reformas sobre lo existente: agrega rubros y un sistema de alertas. Son los exponentes jóvenes los que crean algo nuevo, saltando los bordes jurídicos del Estado. Por eso fueron las buenas migas entre la presidenta del Concejo, María Eugenia Schmuck, y el bloque de Ciudad Futura las que destrabaron las discusiones.

La descentralización puede ser un criterio útil para mejorar capacidades de producción de información, planificación y control. Pero también da pie a ejercicios del poder donde cada uno juega para su puchero. Y después se sienta a una mesa a ofrecer lo que acumuló en la olla. 

El proyecto oficial no preveía la creación de un nuevo organismo. Solo una modificación de rubros y la inclusión de un sistema de alarmas. “Si los chicos se lo piden, sale”, dicen en los pasillos del Palacio Vasallo. Hay en esa definición bastante más que una chicana: hay una coordenada geográfica de la política ugandesa. Las cuerdas del pensamiento autonomista.

En esa línea, se posicionan dos partidos. Uno es Creo, del intendente Pablo Javkin. Un grupo de colaboradores que llegó al poder. Y ante el cual, el radicalismo UNR debió asumir que no soy yo, sos vos. A la espera de su turno. El otro partido es Ciudad Futura. Con trabajo de campo en la zona norte de la ciudad. Y el diseño de su pequeña urbe propia referenciado en un tambo, una quesería, un bachillerato y un polígono del Renabap.    

La iniciativa pactada fue anunciada antes a los medios que al cuerpo de concejales. La maniobra perfila un entendimiento que, para muchos, consolida una franja del espectro político que va de la Siberia a Nuevo Alberdi. La Nueva Normalidad de la política ugandesa.

Aguantemos, estamos pisando el mismo lugar

¿Y el mundo? ¿Qué queda del mundo? La carrera es lo que queda. El átomo, el alma, es el último resquicio donde la tecnocracia liberal quiere llegar. Está ahí, en el borde. Y Uganda, como siempre, no queda intacta con lo que pasa en el mundo: lo profundiza y lo vive intensamente.

Ahora nos situamos en la ciudad salteña de Cafayate, mientras el sol amenaza con despedirse definitivamente. Ugandeses viajeros en busca de una casa. Después de varios kilómetros por calles de tierras, golpean las manos al azar. Sale un hombre, con las manos llenas de arcilla, y una remera blanca desgastada que tiene al Canaya del negro Fontanarrosa.  El exiliado lo primero que hace es preguntar por la inseguridad de nuestro pago: cómo se vive donde te pueden matar en cualquier esquina.

Y de alguna forma se lo hace. Es el complemento de lo que hablábamos al principio. Si ser ugandés es azaroso, un botón de aleatorio en la playlist del destino, se entiende que quien quiera, efectivamente, ser, deberá antes que nada parecer. Se exageran así los aspectos cosméticos, sean auriazules o rojinegros. Fontanarrosa y los Monos: dos entes que de su exterioridad hacen una forma de interioridad. A falta de triunfos, se pondera lo que se tiene, aunque no sea nada gigante ni colosal. Llegar a cualquier lugar y ver que me vean: la identidad en función del otro.

Por eso el ugandés chicanea y quiere apropiarse de sus márgenes, pero sin unirse: desde la condescendencia capitalina con sus conurbanos. Pasa con Granadero Baigorria, por ejemplo, ciudad que considerada “un barrio más”. 

Hace algunos años la entonces intendenta, Mónica Fein, presentó el proyecto de refacción del Parque Cabecera Sur, a cargo del Ente de Coordinación Metropolitana (ECOM). Se presentó el proyecto y se hizo con una inversión millonaria. El espacio verde de “abajo del puente” se convirtió en un gran parque que busca borrar la frontera entre una localidad y otra. 

Esa línea fronteriza se extendió llevando también a Baigorria un ambicioso negocio inmobiliario que incluye la construcción del Sanatorio de la Mujer y una especie de shopping, como ya se hizo hacia otras fronteras. Ahora, se estira con la llegada del Puerto de la Música. El proyecto identitario más cajoneado de las últimas décadas, se muda al “barrio”. A la vez que invade sus contornos, Uganda se queda sin su símbolo. Ser afuera y no ser adentro, al mismo tiempo, esa es la cuestión.  

Nosotros tenemos que irnos. Uganda queda. Hasta la semana que viene.