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Segunda Ciudad

Verla de afuera a veces sirve. Inauguramos nuestra nueva sección con la visita de Pablo Touzon, que se pregunta por el ser ugandés y las inseguridades de la política en la segunda ciudad del país.

Fotografía de Pablo Touzon

Por Pablo Touzon 28 de septiembre

Rosario funciona en espejos. 

Siempre llevó las fracturas, que tiene dentro y busca afuera, como si fuera una novela de Soriano o un capítulo de los Benvenuto: primero se pelea a los gritos y después se brinda todos juntos. “¡Lo primero es la familia!”. Una grieta vivida con menos apocalipsis encima, mas incorporada en sangre, y que mantiene todavia cierto espíritu deportivo. Es una característica, la característica idiosincrática de Rosario. 

Para nosotros los porteños, la alteridad de Córdoba con Buenos Aires es conceptualmente real pero mucho menos vivida. Cuestiones de la Isla: Son tan otra cosa que quedan demasiado lejos para la comparación. Hablan en catalán. El pais AMBA se devora la Voz del Interior. La Plata por su lado llevantó ese estandarte un rato, o quiso hacerlo, pero el mismo proceso de conurbanización se lo llevó puesto. El mayor temor de La Plata es ahora ser Jose C. Paz. Rosario, en cambio, sigue funcionando como una segunda ciudad. Nuestros primos progres, con una patina uruguaya.  

En su relación con Buenos Aires, compite por ser el polo estructural y supraestructural de la Argentina. En sus idas y venidas con Córdoba, pelea para ver quién es el más grande del Interior. Incluso en su cara más vernácula, que para el resto del país está saldada pero que en la provincia se vive fuerte, esta forma existe: Rosario, capital provincial de facto, se espeja con Santa Fe, capital de iure.

Si uno tuviese que hacer una Ideología Rosarina, se encuentra con que, para nosotros los de afuera, su hombre común es Reynaldo Sietecase. Un progresismo provinciano: la remera de rock, el fútbol, la colita recogiendo los pelos largos, la inquebrantabilidad de un justo medio. Rosario es la definitiva Corea del Centro: ni de acá ni de allá.

Un extranjero, antes de salir de Retiro con rumbo a Rosario, piensa que está yendo a Tijuana. Pero todas las veces que fui, eso no lo vi. La inseguridad, al menos su sensación, se vive como todo lo rosarino: de forma desacoplada

Caminando por la Costanera, se puede llegar a pensar que el hecho de que la crisis en materia de seguridad no sea una causa nacional, más allá del centralismo político que sufre Argentina, se debe a que los propios rosarinos se niegan a pertenecer a una ciudad mártir. 

Hay un pudor generalizado sobre el tema. El rosarino, ante las preguntas del ocasional visitante, se encoge de hombros y continúa enumerando méritos y merecimientos del pago chico.

Esa especie de vergüenza que se esconde, se traduce en que nadie en la política sabe qué hacer con las balaceras y los muertos. ¿Lo expresamos como una causa nacional? ¿Es algo local? La idea de “si asumo como intendente no puedo hacer nada pero quiero ser intendente para hacer algo” traduce la idea de que existe un cepo cuya llave nadie tiene. 

Tal vez Medellín funcionaba así. Nos imaginamos que no, pero porque nuestra referencia es Netflix. Por ahí, pasaba lo mismo. Pero lo que es seguro es que Medellín no es Rosario, porque Rosario tiene un orgullo, que hace que no le dé el physique du role para ser la capital del narcotráfico. 

Como ciudad-puerto que es, Rosario tiene una historia y un presente oscuros, un mundillo de tugurios y muchachones violentos que Marco Mizzi pinta bien en sus escritos. Pero también tiene amplios sectores medios y obreros, tiene toda una impronta cultural, tiene una historia de progreso que siente que debe honrar. 

La diferencia entre la mafia del siglo XX y la actual es que, en el pasado, la delincuencia era una execrencia, una consecuencia no deseada, del crecimiento del país. Hoy, la radicalización de los hechos violentos se da en un contexto de crisis generalizada de la Argentina. Y por eso parece no tener solución.

La llegada de Marcelo Saín quiso dar la imagen de un Elliot Ness, alguien insertado desde afuera para arreglar un problema que los de adentro, insertados en esa dinámica, no podían o no querían accionar. 

Pero, al menos desde Buenos Aires, eso no se veía. Y menos se ve ahora. Me explico: si alguien te dice “hay un senador metido con el narcotráfico”, te imaginás una secuencia digna de la Rusia de Yeltsin, un gordo de traje prendiendo un habano con dólares. Y eso no se ve, o no llega. Existe un cono de sombras sobre todo el proceso.

Intentando echar luces, uno se pregunta qué es lo que pasa. Quién maneja la cosa. 

En la provincia de Buenos Aires es más sencillo, porque la Bonaerense es una especie de PRI del narcotráfico. En Rosario, a priori, uno puede ver tres patas: la Justicia, la cana y los narcos. Pero ¿quién es? ¿El gobernador? No. ¿Los senadores solamente? Parece que no. ¿El jefe de la policía? Pero si cambia a cada rato.

Si tuviéramos que hacer un mapa, un croquis de jerarquías, estaríamos en problemas. Da la sensación de que el poder delictivo es algo disperso. Como si estuviese en una negociación constante. Como si ya fuera en realidad un ecosistema. 

La atomización de las responsabilidades, la disolución de los centros, que se ve en Argentina en todos los grandes temas, incluso con la Banda de los Copitos, puede explicar un poco qué es lo que pasa. El narcotráfico es ya algo rizomático, dirían los posmodernismos. ¿Dónde está el corazón de la manzana podrida que contamina el cajón? ¿Qué quieren los que balean un comercio? ¿Plata, impunidad, caos? ¿Alguien lo sabe?

Esto pasa también a nivel político. El poder no está en ninguna parte. Pero sigue estando. Se constituye un rato y se vuelve a desmembrar. Si Pablo Javkin le dice a sus asesores: pásenme con el jefe de la Oposición, ¿qué número marcan?

Una duda que me asalta cada vez que veo una noticia sobre un hecho de inseguridad en Rosario, es por qué no hay un candidato punitivista que mida 30 puntos. 

Llamémoslo un Berni o una Pato Bullrich. O un Patti o un Bussi.

¿Por qué no existe un político que prometa mano dura que tenga proyecciones ciertas de acceder a lugares claves de poder en el Estado? 

Uno ve que hay algo que no cierra en la ecuación. Perotti tirando cocaína de una mesa no pudo ganar. Sí lo hizo cuando se suavizó y prometió paz y orden. 

O el ethos rosarino del que hablábamos al principio es tan fuerte que no hay nada que pueda penetrar sus lineamientos progresistas, o bien la capacidad de negación alcanza niveles impensados. Cualquiera de las dos hipótesis explicaría por qué se buscan referencias emparentadas al PSOE español antes que al uribismo colombiano. 

Incluso a nivel civil, no hay campañas públicas ni movilizaciones importantes para pedir que la cosa pare. En una realidad paralela, más conociendo a los referentes involucrados, uno imaginaría un gran recital de Fito Páez, Vilma Palma, Baglietto et al clamando por el cese de la violencia.

Pedir ayuda, gritar a los cuatro vientos que en Rosario hay un muerto diario, implicaría reconocer la gravedad de lo que pasa. Aunque sea testimonialmente. La ciudad aceptaría así su destino americano. Pero así perdería su estatus de segunda ciudad. El espejo le devolvería, por primera vez, su propia figura. 

La Visita es una nueva sección en nuestro newsletter. Cada quince días, alguien tocará la puerta y entrará al hogar. La consigna: tratar de entender qué carajo es Uganda.

¡Gracias por seguir leyéndonos!

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Fotografía de Pablo Touzon
Escrito por Pablo Touzon

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