«Las personas captadas por sectas caen porque están teniendo un problema. Y suelen caer a través de alguien a quien le cuentan ese asunto, y que en vez de recomendarle ver un psiquiatra o algún profesional, le dicen: te voy a llevar a un lugar donde yo voy».
Al entrar a la Bella Nápoli encuentro a Sandro Galasso atacando un plato de sorrentinos con salsa bolognesa. Me siento junto a él y pido un bife con ensalada. Levanto la botella de vino Colón, que deja un círculo violeta sobre el hule del mantel. Lleno mi vaso. Miro en la tele de tubos que cuelga sobre la puerta. Cristina Kirchner lee a cámara un diálogo entre dos empresarios corruptos. Escancio. Alrededor, la gente ha terminado su almuerzo y se estira debajo de las mesas. Uno pide un café con un gesto. Llega mi plato. Galasso no ha detenido en ningún momento el flujo de palabras que desató tras mi saludo.
«Se piensa que alguien que entra en una secta es alguien ignorante, con poca cultura. Pero no es así. Hace poco tuvimos un caso en Córdoba, en Río Cuarto. Matrimonio de origen aristocrático, conformado por un hombre grande, que era médico, y la mujer ama de casa. El hijo es ingeniero agropecuario y la hija arquitecta. Mucho campo. Mucha guita.
Son llevados por un amigo de la familia a casa de un charlatán que decía ver vidas pasadas. El tipo era un polígamo: vivía con cuatro, cinco mujeres, en un lugar que decía que era un templo. La socia principal era una de sus esposas, una mina que se hacía llamar Timei. Hacían sesiones espiritistas, y en uno de esos encuentros terminan captando bien captada a la arquitecta, a la hija de esta familia. Le hicieron creer que en su vida anterior había matado a su hijo. Que para pagar ese delito, para cambiar el karma, y que esto y que lo otro, le tenía que ceder la mitad de los campos de la familia al maestro.
Ahí entramos nosotros. El doctor Navarro, que es un abogado experto en el tema, y yo, que soy detective privado. Nos contrata el hermano, que en una de las sesiones ya se había dado cuenta que el vidente era un chanta. Pero termina de convencerse cuando en el campo aparece un auto con cuatro o cinco tipos, y le preguntan a los peones: “¿qué tal acá? ¿cómo está rindiendo? Somos empleados del nuevo dueño”. Los peones llaman al ingeniero y este nos llama.
Empecé el trabajo investigativo. Hago una retrospección, voy juntando información dispersa, y determino que el tipo, el líder, había dejado un tendal de estafas en distintos pueblos. La búsqueda me hace llegar a la puerta de un caserón en barrio Jardín, de Córdoba Capital. Una vecina me dice que se escuchaban sollozos de la planta alta, los gritos de una chica joven.
Al mismo tiempo el doctor Navarro tenía todo listo y estaba presentando la denuncia contra el chanta y su mujer, la tal Timei. Lo llamo a Navarro y le digo que agregue que podría haber una persona en cautiverio. La policía nos dio bolilla y al otro día allanan la vivienda. Encuentran en una pieza a una nena de unos dieciséis años atada con cadenas, como si fuera un animal. No, ni a un animal se lo ata así. Ella era la que gritaba. Era hija de Timei, y la tenían encerrada ahí hacía años, con un cuadro de esquizofrenia galopante.
Logramos que vayan todos en cana, que la familia recupere el campo. También pudimos hacer que la chica cautiva vaya a un lugar donde la contengan. Y logramos que la arquitecta sea desprogramada, que fue lo más difícil».
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«Se llama desprogramación al proceso por el cual una persona que fue captada por una secta, y tiene el cerebro lavado, puede recuperar su propia mente y se da cuenta que fue estafada.
Existen herramientas técnicas para llevar a cabo este proceso, que es largo. Apurarlo sería un error. Hay puertas que no pueden abrirse a las patadas. Darse cuenta no le gusta a nadie. Creo que era Melville, o no sé si fue Twain, el que dijo que es más fácil engañar a alguien que convencerlo de que fue engañado.
Por eso, no es para hacerme el canchero, pero por eso, la policía no es idónea en estos casos, y las familias nos buscan a nosotros. En el Estado no hay nadie preparado para investigar y atacar sectas, mucho menos para desprogramar gente captada. El que diga que sí, miente. La policía y la justicia entran recién una vez que nosotros tenemos todo el trabajo hecho, para poder tomar las medidas necesarias. Si es que se toman.
Una vez en Mar del Plata, vamos a rescatar a una chica a la que le hicieron creer que estaba poseída por el diablo. Le hicieron firmar un boleto de compra y venta por su casa, y a ella la tenían como esclava. Lo que se llama penalmente reducción a la servidumbre. La tenían viviendo en un baño de tres por dos, limpiando, cocinando. Nosotros pudimos sustraer a la chica, y ayudamos a la familia con la desprogramación. Pero no logramos que las pruebas que reunimos sean consideradas.
En casos así, la sensación que nos queda es agridulce. Porque el trabajo para el cual nos contrataron fue cumplido. Lo que no pudimos fue desarmar la secta. Los estafadores siguieron operando».
Esta es la primera vez que lo entrevisto formalmente, pero conozco a Sandro Galasso desde hace varios años. Una tarde estábamos con Leandro Di Paolo pensando en notas para la revista Apología y surgió la idea de contar la vida de un detective privado. El problema es que no conocíamos a ninguno. Hicimos entonces lo que haría cualquier persona que ignora algo: abrimos el diario, buscamos un anuncio y marcamos el teléfono indicado. Quedamos en vernos en el bar Blanco. No fui al encuentro. Lean sí. Y volvió fascinado. Pegaron tanta onda que volvieron a juntarse. Esa no me la perdí. Hablamos hasta que nos echaron del buffet del Social Lux. A partir de ahí con Sandro establecimos una amistad típicamente ugandesa, basada en conversaciones sobre nuestros respectivos oficios, borracheras, chistes verdes y una mutua y deliberada omisión de temas demasiado personales.
«El coeficiente intelectual de los líderes sectarios es muy bajo. Son tipos ignorantes, que no tienen nociones de lógica, que son incapaces de pensamiento abstracto. Pero son vivos. Tienen una personalidad trastornada del tipo histriónica.
En mi experiencia, diría que la mayoría son simplemente charlatanes. No persiguen otra cosa que el lucro. No se la creen, en principio, pero tienen el problema que tiene cualquier mentiroso: en un momento se compran su propio cuento. Después hay otros, menos del veinte por ciento, que de verdad son místicos. Quieren ser líderes, disfrutan con oprimir a alguien, con pisarle la cabeza. Son los más peligrosos, y por suerte son minoría.
¿Qué fachadas usan? Cualquiera les puede servir. Hay distintos tipos de verso. La imagen que uno tiene es que son todos adoradores del diablo. Que todas las sectas son satánicas. Pero no es así. Hay sectas umbanda, hay sectas evangelistas, espiritistas. Hasta de algo tan inocuo como el yoga, como en el caso que está resonando ahora.
Todas funcionan igual: trabajan la culpa, te van haciendo entrar en un círculo vicioso, a través de falsas promesas. Hagamos la de Mariano Grondona para que se entienda bien. Religión viene de religare, que significa unir. Secta es de sectare, que es cortar, aislar. Y eso a vos te deja ver cómo funcionan las sectas. Separan a la gente de todo su entorno. Para poder aprovecharse».
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«Los Niños de Dios operaban como secta evangélica en grandes urbes. Iban mutando de nombres y lugar pero actuaban siempre igual. Captaban chicos o chicas muy pobres, y los movían de ciudad.
Investigando en Mendoza doy con un arrepentido, que había sido pastor en esta secta. Y logro que se ponga a trabajar con nosotros. Nos entrega material bibliográfico. Eran libros perversos, lo pienso y… Tenían fotos de todo tipo de degeneraciones. Había uno que se llamaba Libro de Davidito que… Un espanto.
El curro económico de ellos era sacarle plata a las empresas. Caían con el verso de que eran una iglesia que ayudaba a los niños, y pedían donaciones. Y también había otra gente de negocios, que sustentaba con dinero a la organización, a cambio de poder tener sexo con los chicos captados.
Acá en Rosario funcionaban en un chalet en Fisherton, que averiguando doy con que es propiedad de un famoso empresario, que tenía fama de pederasta. Hablé con distinta gente y me contaron que en grandes viajes de negocios, el tipo tenía desesperación por tener sexo con pibitos. Pibitos de hasta 14 años, más ya eran muy grandes para él.»
Mientras Sandro sigue hablando, yo me abstraigo. Pienso en cómo voy a darle forma a esta nota. Es algo que discutimos desde el día cero en nuestro newsletter. La forma en que abordamos un tema es, para quienes hacemos Uganda, tan importante como el tema en sí. Se trata de dar con un estilo pero también de crear un dispositivo periodístico distinto al usual. Porque son tiempos difíciles para el rubro. La inmediatez, la sobreinformación, la posibilidad que tiene cualquier hijo de vecino de hablar sobre cualquier cosa, hacen que nuestra tarea se desdibuje. Se entiende así que los colegas se refugien en el divismo. O se vuelquen a dar primicias de un minuto a minuto que no le importa a nadie. Encerrados en nichos hiper específicos para audiencias que cada vez son más parecidas a las sectas que combate Galasso, Mientras, afuera, la vida sigue transcurriendo. Y en vez de contarla, la recortamos.
«A mí me han amenazado. Legalmente, con intimaciones por acoso. Y también de muerte. Pero nunca me pudieron torcer el brazo.
Una vez en Chacabuco, mientras investigaba una secta que funcionaba dentro del Opus Dei, tuve llamados telefónicos turbios. Pero gracias a Dios no prosperaron. Olvidate. No me iban a correr. Y ellos sabían que no convenía complicarse más…
En esta materia tenés que mantener la sangre fría, porque la otra opción es matarlos a todos y no podés hacer eso. El sentimiento de impotencia que sentís mientras vas investigando y te tenés que contener, se combate con pensar en la satisfacción que va a ser verlos presos.
A veces puede parecer que uno tiene demasiado aplomo, y puede ser, pero no hay que olvidarse de que esto es un trabajo para mí. Un trabajo duro, pero eso es lo que más me gusta de ser un detective.
Imaginate que lo que generalmente se me encarga son cosas rutinarias. Me contrata una empresa porque un empleado la quiere cagar con la ART, o un marido porque la mujer se culea al vecino. Cuando viene alguien a pedirme que rescate a la hermana que está en una secta, para mí es como agua en el desierto.
Porque además de la adrenalina, además de sentirme un justiciero, me puedo ir tres semanas a otra ciudad, con todos los gastos pagos. Duermo en hoteles, salgo a comer afuera. Me siento un campeón. Y así disfruto más mi trabajo, y como lo disfruto lo hago mejor.
En diez minutos me cambio de ropa, me pongo una prótesis en la cara, un aro falso, me cuelgo una bolsa de limones en la espalda y ya no soy Sandro Galasso. Soy otro. Lo principal para conseguir información es tu bajo perfil. Este no es un oficio para jetones».
Marco Mizzi (1991) es trabajador de prensa y escritor. Fue redactor en Miradas al Sur y Revista Apología. Publicó folletines de cuentos y poemas, y las novelas City Center (Pesada Herencia, 2017) y Perversidad (Eloísa cartonera, 2020).
Muy buena nota , Sandro genio !!