Oda a la sencillez
Por la tarde, Lionel Scaloni coronará su página mejor en el pueblo que lo vio nacer. Entonces, Andrés Mainardi sale para Pujato. Una crónica que va desde el corazón del técnico de la selección nacional hasta las almas de los vecinos y vecinas que habitan esta pequeña comuna del sur de la provincia de Santa Fe.

Por Andrés Mainardi 24 de diciembre
El video lo muestra. El siglo XXI es la magia de la edición.
Montiel se para delante del arco y apoya la pelota sobre el punto del penal. Scaloni mira fijo con los ojos llenos de lágrimas. Montiel avanza corriendo hacia la gloria. Scaloni sigue en la misma posición. Montiel la cruza al lado del palo de Lloris. Es gol. Somos campeones. Después de 36 años, sucede. Pero Scaloni está ahí, como si fuera un busto, un perfil sanmartiniano.
El primero en abrazarlo es Luis Martín, el preparador físico, y Scaloni guarda la cara en su pecho. Después viene Pablo Aimar y salta sobre ellos. Pero tras los segundos de algarabía, de éxtasis, ambos se van corriendo. Scaloni queda solo. Entonces entra caminando al campo de juego. Despacio, sutil. Se agacha lentamente y arranca un poquito de pasto del Estadio Lusail, hace la señal de la Cruz en su pecho y después de ese gesto de redención, cae sobre él lo inentendible. La eternidad. Su llanto, es el llanto de un hombre que abandona la angustia. El desahogo absoluto, ese que parece solo lograrse después de haber sufrido tanto.
La información sobre su llegada a Pujato es un ida y vuelta. Nacho, mi hermano mayor, es el kinesiólogo del Club Atlético Sportivo Matienzo. Por esas casualidades, un rato antes, le había mandado un audio de WhatsApp contándole que tenía ganas de ir con un grupo de amigos a comer un asado para allá antes de fin de año. Él me pasa el número de Tati, el canchero del club donde Lionel Scaloni dio sus primeros pasos.
Mando un mensaje. Le pregunto sobre la posibilidad de ir a fin de mes. Entre fiestas. Con los pibes no nos desespera conocer a Scaloni. En verdad un poco sí. Pero con comer un asado en su tierra y con su gente estamos bien. No queremos molestarlo. Solo queremos sentir su lugar en nuestros pies. Agradecerle. Pero algo se mueve.
Al rato Tati me manda una historia del Instagram del club que dice que este miércoles por la tarde Scaloni va a estar en la plaza del pueblo y que después se va para la sede a cerrar la caravana.
Me voy, tengo que conseguir cómo y con quién, pero me voy. Lo primero que hago es llamar a mi otro hermano, el más chico. Le digo que prepare su remera con la 11 de Di María. Esa remerita albiceleste tiene que volver con la firma del técnico de la selección. Salgo en la moto, la busco, lo abrazo y me doy cuenta que acabo de crear un monstruo de expectativas, pero la vida es así.
Estoy a una hora de que Chona, un gran amigo, me pase a buscar por mi casa en Rosario para irnos. El va a laburar. A mi me toca cebar mates. En eso. Me pongo a scrollear un rato el timeline de Facebook. Veo una publicación de Daniel Gigena. Donde cuenta que una escritora argentina encontró la palabra Scaloneta en un poema del siglo I antes de Cristo. Vivamos y amemos, Scaloneta mía, esos comentarios de viejos amargos, no valen un mango.
Pienso en todos esos avinagrados que se plantaron -y operaron- en su contra cuando el Chiqui Tapia lo eligió para estar al frente del equipo. Ahora, después del éxito, el fantasma de Gallardo, Martino, Simeone, son solo eso, fantasmas. Pero la herida existe y en la memoria del pueblo argentino, esa traición, estará siempre presente.
Pero también estuvo Fantino y su épica. Esa noche en ESPN. Los trescientos espartanos contra los doscientos cincuenta mil persas. Nos tapan el sol pues lucharemos a la sombra. Scaloni agarra la espada y hace un gesto de sorpresa. Le gusta. Después llega el casco de Leónidas traído de Grecia. El periodista, en gerencia santafesina, le hace prometer frente a las cámaras. Jurame que no tenés miedo. Y el tipo, al que en toda la entrevista Fantino le dice gringo, responde con un tono de voz sereno, sin exaltaciones. No tengo miedo. El hecho simbólico. Dos muchachos de Santa Fe, en un medio estadounidense con bajada unitaria, diciendo la última verdad, ¿a quién había que no tenerle miedo para ser campeón del mundo?
A la cuna de ese muchacho vamos. A ese pueblo donde hay más de diez transportes por habitantes. Donde el camión es sinónimo de trabajo. La bandera del pueblo: un horizonte mezcla entre lo litoraleño y la pampa húmeda, un ferrocarril de un lado, un camión del otro, en el medio un sol que se va, una sombra que llega.

No puedo analizar la experiencia o inexperiencia de Scaloni y si esa fue la causa de que haya logrado todo lo que logró. Tampoco puedo decir algo sobre sus planteos tácticos, los cambios, los aciertos, los errores. A esos análisis grandilocuentes sólo puedo contestarle con hipótesis: creo que Scaloni es una persona humilde y sencilla. Un buen tipo. Ese es el acto de fe que me lleva hacia él. Su vida tranquila. El erotismo de un varón metódico, sin sobresaltos. El epifenómeno de las pibas de Twitter excitadas por un hombre que demuestra en cada gesto que es un padre. Un señor con los pantalones puestos. Argentina, cuna del psicoanálisis, no hace falta indagar en detalles, ¿es el incesto? Sí, pero ¿en qué deseo no lo hay?
Por eso las redes sociales, las cámaras televisivas, sus conferencias y declaraciones son lo que lo pintan. El primer posteo de Instagram después de levantar la copa: su esposa y abajo, una sola frase, tan corta como potente. Gracias Eli. Antes que la gloria, una mujer. No es que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, pero para que haya una persona grandiosa, tiene que haber otra que acompañe, y viceversa. Por eso, Scaloni publicó esa foto, mejor al lado. Y a la primera persona que va a buscar para que entre a la cancha es a su hijo: lo descuelga de la tribuna, le hace upa. Sus prioridades. Lo pone junto a él cuando le toca hacer la primera conferencia en el campo de juego. Uno no es lo que postea. Pero uno es lo que decide mostrar.

Llegamos y estacionamos frente al club. Al primero que nos cruzamos es a su primo. El pibe tiene la remera edición Copa América firmada por él. Lo primero que hace es contarnos un poco la historia del pueblo. Estamos frente al Sportivo. Nos explica que la comuna está dividida en cuatro. Los Mochos. Las Ranas. Barrio Norte. Y la zona de las afueras.
Estamos en la zona de Los Raneros. Miro hacia un costado y veo un bombo con la cara de Scaloni: «De Las Ranas al mundo». Antes de que se vaya le pregunto si habrá chances que su primo me firme la remera de mi hermano. El me dice que sí, que Lionel es un tipo humilde. Pero me advierte: “Igual esta remera que tengo no es original, la uso para ir a pescar. El día del partido contra Australia la llevé al río y volvió toda llena de barro, me quería matar, pero después me di cuenta que no importaba, porque sé que Lío va a venir siempre para acá, y que si quiero otra firma la voy a conseguir»
Caminamos hacia la plaza y vemos que llegan los móviles de todo el país. TN, C5N, Crónica, Cadena3, América. Un tipo para, ve mi pinta y dice al aire: “Esto va a ser así, va a haber más periodistas que gente del pueblo”. Le cuento a Chona lo que el loco dijo y mi amigo me responde: “Viste que no somos la gente”. Asiento, me río y seguimos. Llegamos al escenario principal y vemos las vallas. Pedimos pasar como prensa y entramos. Estamos cerca pero todavía no hay nadie. No nos desespera la primicia. Entonces nos vamos a hacer un poco de color. Aprovecho su micrófono para ganar confianza. Color. Así se dice en la jerga a las historias que alguien te puede contar por fuera del suceso principal, de la frialdad de los hechos De lo gris de la palabra fundada a la pequeña anécdota personal, esa que está al margen, pero más cerca del corazón.
El tipo está con una remera roja. Es del Atlético. El otro equipo de Pujato. Nos cuenta que cuando era chiquito vivía al lado de la familia Scaloni pero que él es del clásico rival. Le preguntamos por los festejos de ayer y nos responde: «A mi me chupa un huevo lo que pasa a nivel nacional. A mi me importa lo que pasa en el pueblo. Scaloni logró que el pueblo históricamente dividido en dos colores hoy por lo menos no tenga diferencias. Lionel es un habitante más. Un tipo que siempre recibimos y cuando viene nos trata bárbaro. Me acuerdo cuando volvió de Malasia en el 97’, que había salido campeón del mundial sub 20. Ese día me saqué una foto con él. Hoy va a ser medio difícil, pero prefiero quedarme con esa. Esa no la tiene nadie»
Frente a la Iglesia del pueblo hay una señora sentada en un banco. Nos acercamos, Chona le pregunta si conocía a Lionel cuando era chico. Nos dice que sí, que en el pueblo todos se conocen, pero que ella vivía a la vuelta. Que era un pibe muy travieso, inquieto. “No había forma de tranquilizarlo, por eso lo llevaron a jugar al fútbol, pero lo más importante no es él, es la familia, siempre fueron gente que lo acompañó en todo momento, es muy difícil ser jugador de fútbol de grande, pero de chiquito más, los nenes sufren mucho porque se les ponen muchas expectativas”. Le preguntamos si se va a quedar a verlo. Ella se ríe y nos dice que en diez minutos se va para su casa, “lo que más me gusta de este lugar es su tranquilidad, por eso me quedé, esta fiesta la tienen que disfrutar ustedes, los jóvenes”

Comienza el show. Empieza a llegar gente de todos lados. Nenes con la remera de fútbol de Matienzo. Nenas con los mismos colores pero con la musculosa de vóley. Mujeres grandes con remeras del club. Viejos con banderas celestes y blancas en las manos. Una piba con la remera de Argentina, el escudo de Matienzo y la cara de Scaloni en el centro hecha con esténcil. Le pido si le puedo sacar una foto, me dice que sí, pero que no quiere que salga su cara. La saco. Se pone incómoda. Le pregunto si lo conoce. “Yo estaba enamorada de él cuando era chiquita”.

Llega el espartano. El acto tiene la estética de un pueblo del interior. Una presentadora tan medida como bronceada. Un jefe comunal de panza, camisa negra y abierta para que se vea su pecho, chupín de jean y cinturón de cuero. Una maestra de la primaria emocionada hasta las lágrimas, con barbijo, que parece estar a punto de morir. Algún que otro figureti. El hijo de Lionel. Todos conmovidos, nadie exaltado. Es un caos pero controlado. Tiro la remera de mi hermano, pero no logro que Scaloni la agarre. Voy a buscarla al escenario. Empiezan a subir a los más chiquitos porque tienen miedo de que los aplasten. Scaloni alza a un desconocido y lo sube. Distingo la remera entre un mar de objetos. La guardo en la mochila. No me voy a ir sin que suceda.
Pasan dos horas en las que se comprime todo nuestro cansancio. Una conferencia de prensa a la que no nos dejan entrar. Gritos y corridas de cientos de personas que buscaban lo mismo. Su momento con él. Pero en ese tiempo todo se diluye. Al rato la cosa se calma y se ve a Scaloni salir de la parte de atrás de una camioneta.
Del escenario principal de la plaza al escenario secundario en la puerta del club. El sentido de pertenencia. Scaloni llora en los dos actos. Primero porque ama su pueblo, segundo porque ama su club.
El segundo acto es quilombo. Petardos, humos de colores, verdes y blancos. Bombos, banderas, trompetas. La pibada de Matienzo no para de saltar. Todo es menos protocolar y -al fin de cuentas- más lindo. El presidente del club dice al micrófono que tienen una sorpresa. De ahora en más el predio del Sportivo se pasará a llamar Lionel Scaloni. El tipo sonríe y dice que más que su nombre debería llevar el de su viejo. Que en ese lugar él vió pasar su vida. Y la de su padre. Pero da las gracias y dice que su apellido representa a toda su familia. Pienso en eso que veíamos en las redes sociales. Es verdad, el tipo no se la cree. Y no creérsela es su potencia.

Ahí me acuerdo de Tati. Todavía no pude firmar la remera de Mateo. Lo llamo. El descontrol es cada vez mayor. La policía hace un cerco. El tipo atiende y me dice que vaya hasta la puerta negra que no es la principal. Me da dos indicaciones. Da la vuelta y la vas a ver. Voy. Nunca lo había visto antes. Le dejo la remera entre las rejas. Le digo que soy el hermano de Nacho, que cualquier cosa después le hablo. El tipo se cuelga la once de Di María en el hombro. Impuesto de fe.
Salgo a buscar a Chona que lo perdí. En eso, lo encuentro con un colega periodista. El tipo nos dice que es de por acá. Que sabe donde vive Scaloni, nos tira la dirección. Estamos fusilados pero vamos. Llegamos a la puerta de la casa. Hay dos policías pero poca gente. En eso sale su hermana. Nos dice que si queremos que Scaloni nos firme una remera hagamos una cola y se la dejemos. Un grupo de chicos hace una fila. Me acuerdo que tengo otra remera en la mochila por las dudas, una del Diego. Dios bendiga la neurosis. Se la doy. A los cinco minutos sale y me la devuelve. Consigo la firma más rápido en esta secuencia que en todos los intentos del día.
La zona del club ya está calma. Quedan pocas personas. Y Tati está ahí. Con la remera de Di Maria colgada como cuando la dejé. Ahora lo rodean cuatro amigos. Me ofrecen un trago de cerveza. Con una sonrisa enorme. Me da la remera y le digo que el veintiséis vuelvo. Que nosotros ponemos carne, bebida y carbón. Nos abrazamos y me pide que le deje un saludo a mi hermano. Objetivo cumplido.

Antes de irnos vemos una heladería. El cartel dice Ángelo. Ángel. Casualidades. En la puerta hay una moto. La patente tiene las siglas. LIO. Creer o reventar. Nos bajamos y pedimos un cuarto. Lo tomamos en la vereda. En eso sale el heladero y nos pregunta si nos gustó. Quiere charlar. Cosas de pueblo. Le decimos que sí. Que está buenísimo. Por lo bajo nos cuenta que ahora le va a mandar un kilo a la casa a Scaloni. Y nos pregunta, ¿Saben cual es su gusto favorito?. Negamos con la cabeza. El dulce de leche que hago yo, siempre que viene me lo pide.
En eso le miro el brazo. El tipo tiene tatuado un Gauchito Gil. Cada vez que veo a alguien con un gaucho tatuado me emociono. Me hace picar la piel, el brazo izquierdo. Mi promesa. Le pregunto si es devoto. Me dice que no. Que su papá lo era, que hace unos años el viejo andaba mal y lo tenían que operar. Que ese día se llevó la estampita de su mesita de luz. Esa vuelta se salvó, después no. Pero a la semana fue a un local de tatuajes y se lo hizo. De ahí en más, en sus palabras: “No es que después de eso yo me hice devoto, sino que empecé a creer”
El tipo desaparece detrás del mostrador. Vuelve con un vasito de dulce de leche y me lo regala. Lo como, está riquísimo. Tiene razón. Creo que esta Selección y Scaloni tienen y tuvieron eso. Nadie fue devoto de ella, ni de él. Pero todos creímos. Y así fue mejor.

Andrés Mainardi (1996) es trabajador de prensa y casi comunicador social. Produce un programa de TV para Telefé Rosario. Colabora y escribe notas para Diario La Capital, Revista Panamá y Revista REA. En sus ratos libres labura de CM.
Excelente Andrés !!