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El mal trabajo

¿Cómo es ganarse la vida siendo cosechero de La Muerte? En el Primero de Mayo, un acercamiento al oficio del sicario.

Fotografía de Martín Stoianovich

Por Martín Stoianovich 1 de mayo

Hola, el feriado se presta para una de nonfiction que transcurre en Uganda. 

Abril de 2023. Un policía llega al bar de una estación de servicio, pide café, manotea una medialuna que lleva hasta la mesa y pone de mi lado. Antes de ir al grano hablamos de nuestras rutinas: del homicidio en Santa Lucía que vengo de cubrir y de sus pocas ganas de ir adonde un ex colega suyo que custodia una empresa mató a balazos a un ladrón. Después, sí, a lo que nos encuentra. 

Qué tan sicarios son los que aprietan el gatillo en Uganda, quiénes viven de eso y quiénes lo hacen porque no les queda otra, o casi gratis o tan solo por maldad. Existen los sicarios y los no tanto, existe el crimen organizado y el desorganizado. Existe la pesquisa efectiva y la que no puede avanzar porque todo se hizo tan prolijo. En esa diferencia radica una complejidad. 

Decirle sicario a cualquiera es subirlos en el ranking”, resume. Y desarrolla: “Están los que trabajan por la droga, les pagan con merca y trabajan puestos. Y están los más profesionales, que cobran a partir de seis cifras. Esos saben hacer el trabajo impecable”. 

Abundan los ejemplos. Miramos hacia atrás y aparecen las escenas siguientes.

Septiembre de 2021. El protagonista es un sobreviviente. Julián, tiene 23 años y se mueve en una silla de ruedas donada por una ONG desde hace cinco, cuando varios balazos no llegaron a matarlo, pero sí lo dejaron cuadripléjico. Vive con su pareja, el hijo chiquito de los dos y un hermano de ella en una casa de la zona norte que tiene sus paredes decoradas con cuadros de Pablo Escobar y Tony Montana. Por ahí anda también un pitbull adiestrado. 

Julián sabe que le juraron la muerte y que tiene pedido de captura por el homicidio en 2020 de una señora de 64 años. Tan lejos del oeste, donde habían empezado aquellos problemas, sigue con sus manejes y espera que nadie lo encuentre. La madrugada en cuestión lo desvela un golpe seco en la puerta y un par de gritos atolondrados: “Policía policía, todos al piso”. Son cuatro tipos que llevan chaleco antibalas de alguna fuerza de seguridad. Lo que sigue son al menos 69 balazos: 7 liquidan al perro, 15 hieren de gravedad al cuñado y 32 van para Julián, rematado con 7 tiros en la cabeza. Su pareja y el pequeño, ilesos.

Marzo de 2023. No hay protagonistas, solo gente que festeja un cumpleaños en una casa de un barrio habitado en su mayoría por la comunidad qom. Es cerca de la 1.30 de un domingo y en ese clima de fiesta un grupo de nenes sale a la vereda. Nada -ni qué decían, ni qué hacían- importa más que lo que sigue: aparece un auto, se asoman unos tipos calzados con ametralladoras y abren fuego. Alexis, de 13 años, herido en el pecho. Nahiara, de 2 años, en un brazo. Salomón, de 13 años, en la boca. Los tres sobreviven. A Máximo, de 11 años, un balazo le atraviesa el pecho y lo mata en cuestión de minutos.  

Al otro día la comunidad vela al nene en el club donde jugaba al fútbol. El cacique predica en la lengua originaria, los más cercanos rodean el féretro y el resto acompaña desde una distancia respetuosa. Una furia imparable, un par de minutos después, los abalanza contra un par de casas. Dicen que son búnkeres de los transeros que están detrás del desastre que le costó la vida a Máximo. Las tiran abajo y obligan a la policía a llevarse a los traficantes, que hasta dos días atrás habían sido nada más que vecinos.

Hay un sector de Uganda que si lo queremos ver lo vemos desangrándose y balbuceando los suspiros de una agonía que parece permanente. Y si tenemos que decir quién provoca esas heridas resumimos en una palabra: sicarios

¿Cuánto vale una vida?”, se pregunta el título del informe de un canal nacional que mira para acá cuando las papas se incineran. Una pregunta que ya hicieron otros colegas, en otros años, por otros canales. La respuesta es siempre la misma y la da alguien parecido: un autopercibido sicario que le da la espalda a la cámara, o tiene la cara blureada, la voz distorsionada y el discurso afilado. Mata por tanta guita y sin tanto escrúpulo.

Del primer caso no se sabe nada acerca de quién ordenó ni quién ejecutó. Hay una reserva absoluta de quienes investigan hace más de un año y medio sin llegar a evidencias sólidas para decir que avanzaron. El otro se resolvió en un mes, hay seis imputados y presos acusados de organizar y gatillar. Y una hipótesis sólida: el objetivo era una casa vinculada al narco, vecina de la que habían salido los nenes que ligaron los balazos de rebote. 

Decirle sicario a cualquiera es subirlos en el ranking”, razona entonces aquel policía, acostumbrado a callar más de lo que sabe. Si calla, asegura, es por seguridad. El mismo motivo por el que cuando sale a la calle mira para todos lados y por el cual preparó una ferretería en su casa por si alguien va a buscarlo. Antes de encontrarnos me preguntó dos cosas: si puede confiar en que se mantendrá su anonimato y si me molesta que aparezca uniformado. 

Los que cobran caro saben hacer el trabajo impecable. Los encargos nunca los hacen por teléfono, empiezan en un cara a cara con las visitas en las cárceles hasta que llegan a la calle”, cuenta. “Los otros son gatilleros, son los que salieron del búnker y salen a matar a alguien como pueden salir a tirar a un negocio. Son descartables, ni a ellos les importa ir presos”, insiste el anónimo. 

En esa diferencia se halla una de las claves: los homicidios sofisticados se pagan bien y suelen tramarse en las celdas de presos de alto perfil que la narrativa oficial ubica como líderes de las bandas criminales más conocidas. Desde ahí sale el ok para que, además de las seis cifras para el sicario, se ponga a correr el dinero necesario para pagar información, vistas gordas, fierros efectivos, un vehículo y todo lo necesario para que salga redondo. 

De los que fracasan, porque pifian el objetivo o porque los descubren, sobran los ejemplos. Entonces nacen investigaciones que, antes que tramas complejas, dejan al descubierto un nivel de precariedad acorde al contexto en el que se maquinan y se desenvuelven broncas barriales. 

Sobre este aspecto opina otro uniformado pero de saco y corbata, de los que investigan y condicionan el destino de quienes caen. “Es muy muy precario el sicariato acá. En su mayoría son ‘loquitos’ con un vehículo y una pistola, que muchas veces ni son de ellos y se las hacen llegar para cometer el hecho”, dice y propone: “El término que más los define es ‘tiratiros’ y no sicarios”. 

Este conocedor también advierte la existencia de sicarios distinguidos. “Son más profesionales, si se puede decir así. Tienen inteligencia previa y una ejecución certera. Hay hechos puntuales que parecen bien ejecutados, pero son los menos de ese estilo”, explica y vuelve sobre los tiratiros: “Los otros son más burdos. Si hay inteligencia no es del ejecutor sino del que da la orden, y suele haber errores por parte del ejecutor”. 

Pero, al final, vuelve sobre un punto en común: “Son igual de peligrosos. Los tiratiros porque pueden matar o herir a cualquiera, y los sicarios reales porque pueden cometer hechos de muy difícil esclarecimiento”. 

El análisis puede pecar de obvio, pero entre tantas obviedades los ugandeses asesinados en lo que va de 2023 ya se cuentan por centena. Algunos a manos de profesionales de la muerte, tantos otros por obra de changarines de las balas. Tal vez todos bajo las reglas del patrón del mal, sin mayúsculas.

Buen día del laburante, hasta la próxima. 

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Fotografía de Martín Stoianovich
Escrito por Martín Stoianovich

Martín Stoianovich (1990) es licenciado en Periodismo por la Universidad Nacional de Rosario. En 2019 obtuvo la beca Creación del Fondo Nacional de las Artes en el rubro Letras para escribir Quién cavó estas tumbas, libro de crónicas publicado este año por UNR Editora. Actualmente trabaja como redactor para el Diario La Capital en la sección de Policiales.

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