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¿Cuándo llego?

Si se habla de transporte público se suelen dar números: precio del boleto, cantidad de pasajeros. Si hasta los nombres de las líneas son un guarismo. ¿Cuál es el alma que se cifra en las cifras? ¿Cómo viajamos los ugandeses?

Fotografía de Santiago Beretta

Por Santiago Beretta 17 de abril

¿Cómo estás vos, amiga lejana, amigo desconocido?

El lunes pone otra vez sus pies en la ciudad y nos obliga a la rutina. Ir de un lado a otro para ganarnos el mango. Encerrarnos durante largas horas para hacer lo mismo.

Tengo que escribir una nota sobre Uganda. Y si soy sincero, te confieso que nada puedo decirte que vos no sepas. Es más, todo lo que dije en mis escritos se lo escuché a otros. ¿Eso es ser periodista? Creo que sí.

Ahora que acabo de bajarme del 103 Rojo y camino por el viejo puente que atraviesa el boulevard Rondeau uniendo la Plaza Alberdi de lado a lado, al fin me saco de encima la carga de las obligaciones. Al menos por un rato.

Escribir sobre los colectivos. Escribir sobre el transporte público. Contar la vida de todos los días de la mayoría de los ugandeses. ¿Vos estás arriba de un colectivo? ¿Nos cruzaremos y reconoceremos alguna vez?

El kiosco-bar de la Plaza Alberdi es un sucucho de cemento, con paredes vidriadas desde el metro y medio hasta el techo. Tiene una barra con un par de banquetas hacia el lado de la plaza, y algunas mesas desplegables. En una de ellas dos tipos grandes toman café y en otra una señora repasa los números de la quiniela.

En los ochenta, me contaron, el lugar se llenaba de madrugada. Los vecinos que laburaban en el Cordón Industrial desayunaban, todavía a oscuras, y luego cruzaban a esperar el colectivo que los llevaba a destino. Con el menemismo esa vida se terminó y hoy la postal es igual a la que se ve, en esas horas, en todas las paradas: esquinas vacías.

¿Cómo será este lugar en un futuro? ¿Qué hábitos y personajes tendrán los paisajes que nos esperan en pocos-bastantes-muchos años después? ¿Seguiremos dedicándole nuestro tiempo al celular? ¿Seguiremos moviéndonos por la ciudad?

***

—Flaco, te tenés que bajar… —me despertó el chofer y se bajó a mear en un árbol que había a metros de donde estacionó. La imagen del interior del colectivo me golpeó: tan oscuro, tan vacío…

—Me quedé dormido, déjame volver que voy acá nomás, unas cuadras pasando Circunvalación —dije tras bajar a la calle y mear también en ese arbolito que, al parecer, era el baño que los choferes adoptaron en esa punta de línea.

—Dale, tranquilo —aceptó y encendió un pucho.

Supuse que estaba en Granadero Baigorria porque el frente del bondi decía 143 Negro — sabía que esa línea llegaba hasta ahí—. Nos encontrábamos en un descampado y el cielo enorme y negro caía sobre mis ojos y se resbala sobre el paisaje que me rodeaba.

A los cinco minutos partimos. Dos o tres cuadras después, en la hilera de asientos del fondo, encendí un cigarrillo que fumé maravillado. Era un borracho pelotudo de diecisiete años. Y hacía ese tipo de idioteces que me hacían sentir bien. La madrugada, del otro lado del vidrio, era casi mía, si solo sacaba la mano para tocarla…

***

La parada de la Plaza Alberdi está pegada al kiosco-bar. Una misma estructura de cemento contiene una y otra cosa. Ya no le quedan vidrios, solo se ve un esqueleto de hierro algo oxidado. Hay afiches de paseadores de perros y de cuidadores de ancianos. El cartel eléctrico que avisa frecuencias y llegadas no funciona. Lástima que me tengo que ir. Entregué los borradores corregidos de una novela (un trabajo que me encargaron) y ahora tengo que volver al centro. A seguir. Como todos. Seguir, seguir, seguir. Y sí, es lunes. Debería parecerme normal, pero me cuesta la vida adulta. Es lunes. Hay que seguir.

***

Temprano, dormido, flotando en la sombra del día que está comenzando, espero todas las mañanas el 122 en San Nicolás y Pellegrini. Viene uno atrás de otro y, salvo excepciones, llega lleno o rebalsado. Los años del secundario —2003-2008— y los años de trabajo de oficina —2012-2014— tomé colectivos a las 7 AM. Siempre tuve la misma impresión: subir al coche y sentirme observado por los pasajeros, cuyas miradas, desfiguradas por el sueño y el aturdimiento, parecían de todos modos clavarse con agudeza en el mundo que los rodeaba.

Hoy mi horario es el mismo, pero lo que veo es otra cosa: desidia y paciencia. No sé si soy yo o es lo que logra el amontonamiento. ¿Cómo saber?

Desde el suroeste profundo, el 122 busca a las barriadas y las acerca a los distintos puntos de la ciudad. Lleva al que vive en un hogar cristiano y carga con los canastos de galletitas que sale a vender, en la calle y en los mismos colectivos. Y lleva a la secretaria rubia que se maquilla en el asiento que consigue o de pie, todavía dormida. Lleva al que vende escobas y palanganas, trapos y baldes. Y lleva a la vieja que sube a los gritos en Córdoba y Ovidio Lagos, retando a los pasajeros que se amuchan adelante y no ocupan los lugares de atrás. Aunque grita demasiado, la pobre vieja tiene razón.

***

Quizás los viste, son dos. Una canta y toca el rayador. El otro le da al acordeón. Suelo cruzarlos en el 122, en las primeras horas de la tarde, cuando salgo de trabajar. Tocan temas de cumbia romántica que le cantan al amor perdido. Temas tristes que te golpean de alegría.

La primera vez que escuché Dame una oportunidad de Freddy y Los Solares, fue por ellos. El dúo se subió a la altura de Santa Fe y Oroño y se bajó en la terminal. Durante meses puse esa canción en el celular. Todavía hacía efecto la inyección de vitalidad que me brindaron aquel mediodía: “En un barco de papel/Se me fue la ilusión”, escuchaba y me conmovía.

Otra vez tocaron A decirme qué de Los Lirios. Arrancaron en la Facultad de Medicina y terminaron en Caferatta y Pellegrini, donde bajé yo. A uno de ellos les pedí el número de teléfono para entrevistarlos, pero lo anoté mal y no los volví a ver (si los conocés, por favor, pasame el contacto).

Sus interpretaciones me despegaron siempre de mi aburrimiento. Me hicieron sobrevolar mis rutinas como si al fin, por un instante, pudiera quebrar el hartazgo de los momentos muertos del día, que son tantos.

***

Estoy volviendo al centro en un 107. Viajar sentado me tranquiliza: ¡qué choto estoy! Pelotudeo con el celular y apunto estas líneas, que al rato me veré en el apuro de aumentar-corregir-borrar. Llego a la terminal. La punta de la torre del edificio es una suerte de jeringa, una aguja que une el cielo con el cemento de la ciudad.

Me toca combinar líneas y espero el siguiente coche. Dos jóvenes predicadoras se acercan a la mujer que está a mi lado, una señora de ojos tristes, de unos cuarenta años, con olor a colonia y un vestido verde, floreado y curtido.

—Conocí La Palabra en el Suipacha, estuve internada por drogas —dice la señora, algo agitada—. Nadie me salvó, ni los médicos ni los asistentes, solo Él. Ahora tengo muchos problemas y me volví a acercar…

—¿A qué templo va?

—A ninguno—contesta y se pone a llorar—. Yo me pregunto: ¿por qué nos acordamos de Dios solo en los malos momentos?

Por metido, por escuchar lo que los otros hablan, mi colectivo se va.

***

Santa Fe y San Martín. Las baldosas de las veredas y el pavimento de las calles devolvían el calor que los rayos del sol le inyectaban a la ciudad. Era de esos días previos a navidad en que el centro es un quilombo y el tránsito estaba quieto, detenido como el reloj del banco abandonado que está en el sector noroeste de aquella cruz de asfalto. ¿Qué había en la otra cuadra: un embotellamiento, un piquete, un incendio, un atentado nuclear?

Aplastados pero de pie, amuchados en la poca sombra del techito de la parada o directamente al sol, esperábamos.

Minutos después —cinco, diez, cuarenta, ciento catorce—, al fin se abrió la canilla para que los autos-taxis-colectivos vuelvan a correr. Y ahí dobló, desde Maipú, nuestro ansiado 110. Venía a los apurones, tratando de recuperar los minutos perdidos. Y ahí vemos a un viejito flaco de huesos y flaco de carne, apenas una percha de sí mismo, que llega hacia la puerta de adelante dispuesto a bajarse, justo cuando el chofer apretaba el freno. ¿Cómo se puso en pie? No sé. ¿Cómo pudo avanzar si el colectivo se detenía bruscamente, empujando con su fuerza en sentido contrario a sus frágiles pasos? Es un misterio. Lo cierto es que llegó. Y que todas esas mujeres jóvenes, de los suburbios, con sus criaturas a cuestas o en cochecitos, lo salvaron. Rodeándolo con sus brazos y atajándolo. Porque el viejito había sido derrotado y se iba de geta al piso.

¿Dónde sucedió todo esto, en una película de neorrealismo italiano o en mi imaginación?

***

—Chicas, se nota que son cristianas ustedes. Esas caritas tan tranquilas… ojalá yo hubiera sido así de jovencita, así como son ustedes —se emociona la señora del vestido floreado.

Antes, las chicas le ofrecieron un abrazo. Ella lo aceptó y también las abrazó. Y les contó sus problemas económicos, su lucha para que el hijo consiga trabajo y la necesidad de vender unas máquinas que cortan tela para poder hacerse de unos pesos y lograr mudarse.

—Tengo un mes, me vence el contrato…

Mi colectivo, que también es el que toma la señora, esta vez no se me va a escapar.

—Que tenga un buen día, señora, y que Dios la bendiga —se despiden las chicas.

—Ya lo tuve —dice la señora llena de alegría—. Con esta charla ya empezó mi buen día.

***

El peor viaje de mi vida lo hice en un 122 el invierno pasado. Tres coches me dejaron pagando, y al cuarto, que tampoco me quiso parar, entré con lo justo por atrás. Bajaba una chica y me mandé de un salto, antes de que la puerta termine de cerrarse.

—No te das cuenta que estoy lleno, si aceleraba te mato —los gritos del chofer sobrevolaron las cabezas de los pasajeros, ya molesto por el apretujamiento.

—Viejo, hace media hora que me dejan de garpe, pierdo el trabajo —chillé tratando de poner a la gente a mi favor. La mitad estaba con él y la mitad conmigo.

A las dos cuadras, en un semáforo, una chica irrumpió por la escalera delantera tras el descenso de un pasajero. Antes que el chofer logre frenarla estalló en un llanto:

—¡Tres coches pasaron, tres! —dijo y siguió llorando. Llevaba ropa formal. Parecía empleada de alguna oficina o comercio de cierto nivel.

—No es mi culpa, yo te llevo, pero ¿no ves que no entra más nadie? —respondió el chofer, quebrado, ahora sí, por la situación.

Hoy, el viaje inicial del lunes estuvo un poco mejor: fui parado pero no apretado.

***

Voy en un 141 y dejó atrás los papeles de mi memoria a los que recurrí para armar lo que estás leyendo. En Instagram, antes de bajarme, encuentro un meme que habla por mí: “El ser humano nace bueno, es el transporte público quien lo corrompe”.

Nos vemos la próxima. En un colectivo, sobre la barranca del río, en tu barrio o donde lo quiera nuestra maldita ciudad.

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Fotografía de Santiago Beretta
Escrito por Santiago Beretta

Santiago Beretta (1990) es periodista y escritor. Fue director de la Revista Apología (2010-2019) y es autor de Rodolfo Elizalde (2017; Editorial Iván Rosado). Colaboró en La Capital; El Ciudadano; Rosario Express; El Eslabón; Rea Revista; La Canción del País y Boletín Enredando; y en la revistas culturales Unión & Amistad, Ciudad y Al Fin.

1 Comentario
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Ega
1 mes antes

Buenísimo!! Gracias Santi!!!!!!!!!!!

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