Cementerio de elefantes
En cada pico de inseguridad surge una pregunta: ¿qué onda la cana? Hay muchísimas especulaciones, pero pocos datos que permitan hacer intepretaciones certeras. Entrevistamos a ex jefes policiales para que nos sirvan de baqueanos hacia el interior de la Fuerza.

Por Marco Mizzi 1 de agosto
Es lunes, y es martes en algún lugar. O al menos hace unas semanas lo fue.
La luz de la tarde siesteaba a upa de los liquidámbares. En días así, en los que el invierno parece haberse tomado franco, la vida se vuelve sencilla, hasta agradable, si no se tienen demasiadas preocupaciones. Pero Benedicto Mattia las tenía.
Compartíamos un café, y el ex jefe de policía suspiró angustiado.
—¿Viste ese muchacho que pasó? Yo sí. Es más alto que yo, debe estar en un metro ochenta y cuatro. Noventa kilos. Pelo corto, negro. Tiene un yoguin gris y un buzo rojo, lleva una mochila negra en el hombro derecho. ¿Es así o no?
Miré al pibe a sus espaldas. Asentí. Sonrió con amargura.
—¿Te das cuenta? Ese ha sido mi laburo. Ver lo que pasa. Y no lo puedo dejar. Recién caminaba por Cafferatta y se me venía el mundo encima. Una marea de gente. Y en tres cuadras vi un punga metiendo mano en las carteras, vi un cuidacoches vendiéndole droga a una mina. Siempre veo de todo. Pero no veo a nadie más viendo. Desarmaron todo.
—¿Y dónde están los policías?
—Una parte en Jefatura, otra donde era el Regimiento. Trabajando en lo que los fiscales dicen que hay que trabajar. Y no está mal. Pero doña Rosa está desprotegida y cualquier infeliz le pega para robarle la cartera. ¿Quién la cuida?

Al cranear nuestro medio nos planteamos criterios editoriales básicos. Uno de ellos fue que para tocar un tema hay que poner las patas en las fuentes. Para exponer la crisis de hábitat, ir con los vecinos de una villa de Baigorria. Si queremos contar la reaparición del liberalismo como identidad política, de mínimo hay que juntarse con libertarios. Esto parece una obviedad. Pero lo redundante es decir que esta práctica no abunda.
En uno de esos picos de inseguridad a los que nos tiene acostumbrado Uganda, surgió el tema de la siesta de hoy: ¿Qué onda la cana?
El estado de la fuerza del Estado que tiene el monopolio de la violencia, hoy disputado por bandas de sustistas, es una incógnita. Sobran especulaciones, cierto. Sin embargo, en la agenda mediática, su voz aparece lateralmente. Se los consulta para saber el número de balas incrustadas en una escuela, para que detallen la cantidad o calidad de un operativo. No mucho más. Pero, gusten o no, son los policías los que más interpretaciones pueden darnos sobre la policía.
Hace algunos años con Laura Hintze entrevistamos a un sumariante para Revista Apología. Nos contó sobre la vida en las comisarías, sobre las condiciones de trabajo de la base del trabajo ingrato del botón. Hoy vamos a subir algunos escalones para saber cómo piensan los que están en la otra punta de la pirámide laboral.
No hubo jefes en funciones que quisieran hablar. Tampoco busqué mucho. Parte del oficio del cana es construir mistificaciones en torno a su rol. Por eso son parcos, y si hablan, no salen del cassette. Está bien que sea así. El tres veces ministro de Gobierno Roberto Rosúa me explicó una vez que los primeros pastores, cuando empezaron a domesticar lobos para defender los rebaños, elegían a los más fuertes y violentos. Un perro guardián que no dé un poco de miedo, incluso a su dueño, es un perro inútil.
Pero sí encontré una ventana. La de aquellos que no tienen nada que perder. Una vez nos dijeron: los locos, los borrachos, los niños, y los viejos no mienten.
Charlamos con estos últimos, con jefes policiales que la cuentan porque la vivieron.

Dos días después del café con Benedicto Mattia, tomé unos mates con el ex comisario Carlos Bonilla.
Cuando pregunté a otros policías por Carlos me dijeron: ese es un intelectual. En la Fuerza, una institución inclinada por naturaleza a la acción, la tarea contemplativa es mirada con desdén. Bonilla me dijo que esa es una contradicción falsa.
—Se reflexiona poco sobre la policía, y siempre desde afuera. Es importante que el policía inquiera en cómo hacer lo que tiene que hacer, y sobre todo, por qué lo hace.
Hace un tiempo Bonilla pelea contra una enfermedad degenerativa. El último libro de su cosecha, concebido en pandemia, es un manual de investigación policiaca.
En 1988 Bonilla fue el primero en compilar y comentar los edictos que forman el Código de Faltas de la Provincia de Santa Fe, y desde entonces publica sin pausa textos de técnica policial en distintas materias: pericias, investigación documentológica, violencia de género e institucional, grafología, averiguación de antecedentes… La lista de sus laureles, de tan extensa, marea. Y también da cierta melancolía: al repasarla, queda claro que se trata de un genio incomprendido, y que en otro tiempo, en otro lugar, Bonilla sería un personaje de novela.
En cambio, las escribe. Tiene dos publicadas. Pichincha, una ficción histórica ambientada en los años 30 en el barrio prostibulario. Y Los Silencios Infinitos, una historia de ciencia ficción inspirada en un mito araucano:
—Estás solo en el medio del desierto y ves cabalgar un caballo blanco. Imaginate cómo se destaca a la distancia, que pensás que es un espejismo. Pero el caballo blanco está ahí. Es un regalo que se te hace. ¿Qué hacés?
—No sé.
—Esa es una respuesta válida. Como cualquier otra.
Bonilla señaló con un gesto la pila de libros que se amontonan sobre la mesa. Y después volvió una y otra vez a la necesidad de parar la pelota y respirar antes de seguir pateándola. Cuando le hice la pregunta, se quedó tildado. Tuve que repetirla.
—Los malos sueldos son una parte, pero no explican la situación. El narcotráfico compra voluntades, pero cuando no las puede comprar, las consigue igual con amenazas. La gente tiene miedo, incluso dentro de la Fuerza. En un enfrentamiento aunque quisieras vencer al tipo, no tenés cómo. Son trabajadores, no héroes.

—Me sentía espiritualmente como el custodio de la gente. Lo que me gustaba era que la gente sintiera que la Policía estaba para cuidar. Por eso nunca me fui de verdad.
Benedicto Mattia fue brigadista de explosivos, comisario y jefe de la Unidad Regional II de la Policía de Santa Fe en los 90. Desde su pase a retiro, y hasta su jubilación, se dedicó a la actividad privada. Hoy transcurre la vejez sacando canciones de los Beatles en su clarinete y redactando febrilmente proyectos de reforma en materia de seguridad, que van a amontonarse en la mesa de entrada de los ministerios.
—Más que extrañar, siento angustia. La destrucción moral y material a la que sometieron a la Policía fue… O sea, puedo cuidarme a mí. Puedo cuidar a mi esposa porque estamos todo el día juntos. Pero no puedo cuidar a mis hijos ni a mis nietos. Mucho menos a mis vecinos. Soy policía, no vigilante. Estamos mal, qué te voy a decir. Hay que empezar todo de nuevo, pero para eso hay que tener ganas. Y parece que se dijera siga siga.
—¿Cómo se empieza todo de nuevo?
—Lo más importante es empezar. Y primero que nada tenés que recuperar la autoridad. Hay algo importantísimo en toda relación de poder, y esto va incluso más allá de la Policía, aunque lo aprendí ahí, que es el principio de jerarquía. No lo respetan ni los jefes ya. No puede ser que un gobernador pase a ser diputado provincial. Que estés acá y después bajés allá y después te acomodés acá. La jefatura de algún cuerpo es antes que nada un título honorífico. Y si llegaste y te tenés que ir, andate a tu casa, o dedícate a otra cosa.
—Hay que recuperar la vertical para arreglar lo horizontal.
—Porque si no, no hay libertad. Para poder ser libre tiene que haber seguridad. Y para poder dar seguridad tiene que haber autoridad. Si querés saber qué pasa con la policía, preguntate qué autoridad tiene. Una parte de la fuerza está en la joda, y otra parte está jodida, porque un fiscal decide qué se investiga, cómo y cuándo. Los jefes están pintados. No tienen ninguna capacidad de decisión, son gestores muy caros de órdenes ajenas. Y los fiscales serán muy conocedores de las leyes, pero de investigación criminal, de don de mando, no saben nada. Entonces sumemos: no hay noción de jerarquía, no hay autoridad, no hay nada que decidir. Después se dice que ya no hay buenos jefes, pero ¿jefe de qué serías ahora? Si no mandás ni en tu despacho.
—¿Vos fuiste un buen jefe?
—Creo que sí. Pero fui impulsivo. Eso en un policía es imperdonable. Por eso di un paso al costado, aunque muchos querían que me quedara. Me fui de boca, le erré, me dejé tirar la lengua.
Paladeó el café. Llegábamos a un punto sensible. No es para menos. Su carrera tuvo puntos altos, que él mismo enumera: la expropiación de la Fábrica de Armas, la renovación constante de patrullas, los primeros controles de alcoholemia, el intento de crear una Policía Comunitaria. Se trata de una constante en el mundillo policial. La labor es ingrata, casi enfermiza: se ponen sobre el pedestal los errores y se barren bajo la alfombra los aciertos.
En noviembre de 1998, Mattia, entonces jefe de la Unidad Regional II, trató en un programa de radio de mascaritas sidóticas a un grupo de travestis, trabajadoras sexuales de la Plaza Libertad que denunciaban a la cana por pedir coimas para liberar la zona. Los desafortunados dichos desencadenaron una preview de la cultura de la cancelación. Mattia fue pasado a retiro. En la Uganda de esos años, cuando el narcotráfico era poca cosa, los jefes policiales no se iban por lo que hacían, si no por lo que decían.
—Lo llamo al jefe de Moralidad, y le pregunto directamente: ¿están en un arreglo? Me dice, y ahí me da una pista de dónde tenían el chanchullo: no jefe, es mentira, si queremos arreglar lo hacemos con los privados y no en la calle. Entonces me enojé, porque se metieron con mi gente y yo la tenía que defender, y me fui de boca. Y no me la perdonan, hasta hoy. Hay un periodista, Osvaldo Aguirre, que hace unos años reflotó el tema y me pegó al pedo. No me llamó para consultarme, y eso me dolió, porque yo lo leo a él, me gusta lo que hace, y me hubiera gustado que me preguntara qué pasó. Mi intención no era poner las fichas en el tema de la sexualidad. Mucho menos, como se dijo, hacer carrera política. Me expresé mal y punto. Soy policía, no soy hábil declarador.

Cuando el ex comisario Bonilla cuenta cómo empezó a escribir ficción, sus ojos se iluminan.
—Después de mi retiro, armé la escuela Vucetich, de formación de oficiales de investigación, que la cajonearon en el gobierno de Binner, claro, porque no servía a los intereses de turno. Mientras peleaba en eso me quedaban ratos libres, que llené dando vueltas por la ciudad. Y empecé a ir a un lugar que había visitado con mi mamá: el cementerio de Baigorria.
Lo que más llamaba su atención eran las tumbas de las prostitutas de Pichincha. Y de ellas, una en especial, que tenía una fotografía de una mujer joven con dos anillos en su dedo anular. Sobre la lápida se veían marcas de disparos.
—Con los meses, noto que hay marcas nuevas. Y un día hasta encuentro esquirlas de bala a un costado. Alguien seguía yendo a tirarle tiros.
Se volvió su obsesión. Iba una y otra vez al cementerio y pasaba horas ahí. Cree que algo lo llamaba, pero se niega a dar más detalles de quién o qué era. Lo cierto es que, como Scottie en Vértigo, empezó a inventarse una vida alrededor de la imagen de una mujer muerta.
No dio bola a los reclamos de Adriana, su mujer, que le pedía que investigara el caso como policía. Lo que sí hizo fue literatura: a partir de esa foto escribió su obra magna, la novela Pichincha.
Con Bonilla, entre mate y mate, también hablamos sobre las distancias entre los borradores y el texto que resulta de ellos. Los infinitos rumbos que pueden tomarse hasta que, en un impiadoso decisionismo, se va hacia algún lado.
Esta nota, por caso, empezó como una inquietud sobre un tema de actualidad. Y fue mutando, a través de las dos entrevistas que hice, en distintas versiones. Todas ellas extensísimas. Cada corte en la desgrabación resultó dificultoso. Ir a las fuentes conlleva un riesgo: la fascinación por la palabra del entrevistado. Todo parecía importante. El objeto transformándose en objetivo: ¿por qué esto sí y esto no?
Mientras tanto la pregunta primera sigue resonando. ¿Qué onda la cana? Tal vez, como pasa con el caballo blanco del mito, la respuesta va a depender de cada uno. Desierto sobra. Regalos no.
Que tengas buena semana.

Marco Mizzi (1991) es trabajador de prensa y escritor. Fue redactor en Miradas al Sur y Revista Apología. Publicó folletines de cuentos y poemas, y las novelas City Center (Pesada Herencia, 2017) y Perversidad (Eloísa cartonera, 2020).
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