Canción del ocaso
Es miércoles. Voy a ver Babasónicos con un amigo. El Metropolitano es tristísimo. Un galpón sin ornamentos. La banda es la mejor de todos los tiempos. En el recital, viajo. Cuando salimos, no hay taxis. Caminamos mucho hasta un bar. La moza nos dice que le queda una pizza y que en media hora cierran. Aceptamos. Comemos rápido, tomamos media pinta y una jarra de agua. Nos vamos.

Por Andrés Mainardi 15 de julio
«Había cosas maravillosas en el mundo, cosas maravillosas que no duraban, y eso las volvía más maravillosas.» – Canción del ocaso – Lewis Grassic Gibbon
Hola. Hay cosas difíciles de arreglar y arreglarlas siempre cuesta muy caro. Hoy no es que venga a contabilizar los platos rotos, la idea es juntar los pedacitos del piso.

Es miércoles. Voy a ver Babasónicos con un amigo. El Metropolitano es tristísimo. Un galpón sin ornamentos. La banda es la mejor de todos los tiempos. En el recital, viajo. Cuando salimos, no hay taxis. Caminamos mucho hasta un bar. La moza nos dice que le queda una pizza y que en media hora cierran. Aceptamos. Comemos rápido, tomamos media pinta y una jarra de agua. Nos vamos.
Al otro día una amiga me pregunta: ¿Qué tal estuvo el recital? Respondo: Dárgelos es el único artista vivo en este país y Rosario está casi muerta, eso ya es mucho.
Es miércoles de nuevo. Después de presentar su libro en Casa Brava, Natalí Incaminato, en una ronda de puchos en la vereda, nos pregunta por la noche rosarina. Ella tiene un imaginario entusiasta de algo que no es. Algunos hacen una mueca, otras desvían la mirada, yo le respondo: si queda algo, es muy poco. Es la fragmentación, me responde. Antes era distinto, le digo. Alguien retruca: antes no existíamos. Le asiento. Apagamos los cigarrillos y volvemos a entrar al bar un rato más.
En medio de todo esto, se anuncia el cierre del bar Berlín. A los pocos días, un partido político, una organización social y el dueño del local, deciden convertirlo en un museo del Che Guevara. La idea me resuena: la relación entre museo y mausoleo está a la vista y es imposible hacer caso omiso. Hay algo de esas calles en desnivel que ya no es, ni será. El pacto con esta propuesta es sellar un recuerdo.

Cuando no sé cómo seguir abro WhatsApp. No es un eufemismo, ni un lema, ni una frase ontológica. Abrir una conversación siempre te lleva a otro lugar. En este mundo de puro convencimiento propio, abrir el diálogo parece la única salida para derribar certezas.
Primero mando un mensaje a un grupo de amigos generacionalmente diverso: ¿Qué piensan de la noche rosarina? ¿Cómo era antes? ¿Cómo está ahora? Pienso que nadie va a responder y al rato veo que tengo más de cincuenta mensajes, entre ellos algunos audios que exceden los cinco minutos. La amistad es sorpresiva. Recupero un testimonio:
“A la noche la han matado con el tiempo. Era por zona. La Chamuyera, La isla, Costumbres Argentinas, El Bar Olimpo, para los bohemios. En el centro también estaba Free Pass, Moore, Taura, hermosos boliches. Y estaba la zona de la Terminal donde estaba Década, Satchmo, Eme, una linda movida. El consumo era de todo, mucha mariguana, rivotril y escabio berreta. Los lugares eran eso. Después todo se movió a Pichincha. Cerraron los cabarets, los centros culturales. Todo se hizo más caro y menos divertido. Yo voy a ponerle nombre. María Eugenia Schmuck fue una de las principales en matar la noche rosarina. Ahora lo único que te queda es tomarte una pinta e irte a un boliche carísimo, o te tomás un vermú y te vas a tu casa. Para salir, como base, con lo que me gusta a mí, necesitás seis lucas y para estar tranquilo. Y si querés una noche con biribiri y champán son diez. A la noche la mataron y la verdad que la extraño mucho”.
El audio lo manda un conocido que está más cerca de los treinta que los veinte. Un pibe que vivió el pico de su noche entre el 2005 y el 2015. La década gastada. Cada generación tiene su propio toldo, su circuito, sus anécdotas. Sus recuerdos que mienten un poco. El recorte para pensar esta nota es la noche rosarina post-democracia. Ochenta, noventa, dos mil y esas dos décadas voraces que le siguen.
La Rusa, una amiga que me hice hace poco tiempo, a la salida del trabajo me recomienda un libro en la parada de colectivo. Ciudades sin deseo, el capitalismo del yo. Lo compro y lo leo en un bar. Al rato, busco una entrevista donde Constanza Michelenson, la autora, relata: “Ciudades sin deseos es una frase que tomé del libro Eros de Anne Carson donde habla de la geometría del deseo. El deseo entendido como una distancia, una mediación. Una ciudad sin deseo es una ciudad sin distancias. Una ciudad donde no hay límites es una ciudad de autómatas”

La noche ugandesa se transformó es una noche sin zonas. Sin límites. Sin deseo. Fragmentada. Pienso en otro libro. Salón de billares, de Jorge Riestra. Una novela paranoica. Donde un grupo de tipos ven como su barcito de mala muerte es un peligro para el pudor de la época y poco rentable para el nivel y tipos de consumo que empiezan a establecerse como norma. Terminan perdiendo. Cada generación tiene su propio boliche cerrado. Su propia noche clausurada. No fue solo ayer, tampoco fue solo hoy, ni solo será mañana. En Rosario sucede algo estructural que en este momento, como todo, está acelerándose. Transcribo el mensaje de una periodista sub-50 que vivió El Bajo y la noche rosarina entre los 90’ y los 00’.
“La ciudad cambió al punto de convertirse en otra ciudad. Una completamente diferente. La sensación que tengo es que la ciudad de ahora, tapó a la otra. La borró, la desdibujó, se la comió por completo. Hace 25 años había peñas en el patio de Humanidades, un bar que se llamaba La puerta en Entre Ríos y San Lorenzo donde tocaban músicos casi todas las noches y donde escuché por primera vez a la primera banda local formada por mujeres: Las cambio de hábito. Había un programa de radio en la FM TL que se llamaba El Mañanero y casi todos los jueves hacía una fiesta donde se encontraban conductores y oyentes. Estaba el Berlín de la cortada y el sótano que se llamaba Zeppelin. Estaba Luna, y Tucumán abajo, llegando a Sargento Cabral, una esquina enorme que se llamaba El Barrilito. Había fiestas en pasillos antiguos donde uno o dos vecinos abrían las puertas de sus casas. Estaba el galpón okupa donde ahora está la Casa del Tango. La Biblioteca Anarquista, las distintas casas de Planeta X, La comedia de hacer arte en una planta alta de Tucumán y Entre Ríos.”
La noche es lo que se consume a través de ella. En el día uno ve mejor los límites, en la noche las cosas se tensan un poco más. Dice Dárgelos: la noche es un portal imaginario donde habitan los permisos que de día ni en pedo se dan. De los noventa para delante la cosa cambió mucho y rápido. Hay un reminder de okupas en cada ciudad cosmopolita. Toda city tiene su banda de reventados. Un amigo de un amigo me pasa el número de un pibe coetáneo, contrapuesto y complementario de esa noche bohemia. El hippismo y el yonkismo fueron la cara de una misma moneda que giró al rededor del país. Donde nada fue puro en sí.

¿Qué fue la noche para vos?
“La noche se va transformando. No hay un parámetro. La noche que vivió mi viejo, no es la misma que vivió mi hermano más grande o yo, o mi hermano más chico. Yo empecé a salir a mediados de los 90 con doce o trece años hasta el 2005 ponele, hasta que me junté. Yo no viví las piñas de los 80 ni tampoco las banditas de los 00, que fue otra cosa. Desde los 12 hasta un poquito más de los 20 años uno no tiene valor sobre la vida, le sobra vida y la malgasta. Esa fue mi noche”.
¿Qué pensás de las drogas en esa época?
“La noche se hizo para dormir. Por eso cuando uno no duerme necesita incentivos constantes. La noche y la droga van de la mano. O te tomas un whisky o te fumas el doble de cigarros que durante el día. Y si no vas a hacer nada de eso estás seguro que vas por una mina, o si sos una mina por un tipo, lo vas a seguir hasta desvelarte porque el estímulo en la noche siempre está. Hoy en día los pibes creen que están tomando cocaína y están tomando una metanfetamina mezclada con efedrina hecha en un laboratorio a la vuelta de la casa. Ya no se curte la cocaína que se curtía a pleno en los 90′. Menem hizo que la cocaína llegue a los barrios, antes los pibes se morían de HIV y gracias a Carlos entró por la nariz. Antes una bolsa salía 10 pesos, es decir 10 dólares. Vos ahora compras una a 500 pesos, que en cuestión de cambio son, no sé, me da miedo pensarlo. También hay algo con la cerveza. La lata es muy cómoda y hasta cool. Un día, hace poco, íbamos caminando para una radio y mi amigo me dice ¿vamos tomando un porroncito? y le respondo ¿Cómo vamos a ir caminando con un porrón re escrachados? Son las 12 del mediodía. A lo que me responde: ¿Qué tiene? ¡ Vamos con dos latas ! Y así fue, salimos caminando y nadie nos miró. Antes 15 años atrás vos ibas en cana si ibas con una botella de porrón. Aunque el contenido es el mismo, a las 12 del mediodía un viernes en la peatonal tomando alcohol ibas en cana, ahora la gente ni te mira, ni se sorprende. Es el evolucionismo al nivel del primer mundo que son todos super alcohólicos. Ese fue Macri. Menem nos dio la merca, Macri la cerveza.”
En la nota hay un coro de voces. La primera una mezcla entre menemismo y kirchnerismo. La segunda un aire de primavera alfonsinista se mezcla con un menemismo disfrazado de humanidades. La tercera, es decir, la última es Menem en su estado mayor. Pero ninguna de todas esas es la mía. Si hoy en día tenés veinticinco años y empezaste a salir a los quince, (años más, años menos) agarraste más kirchnerismo que otra cosa. Y de yapa, te aventuraste en ese combo loco de macrismo más pandemia, dos tiempos que parecen no lograr desunirse. Esa sí es mi generación. Un conocido la bautizó: la generación del coma alcohólico con petaca de vodka Peters. Con ella me pregunto qué se hizo, qué se hace y qué se hará cuando sale la luna.
Es viernes y con unos amigos organizamos una comida. Hacemos unos ravioles al disco en la terraza y ponemos un tacho con brasas para pasar el frío, sentados en un sillón recuperado de la basura. En el pasar de la juntada hablamos mucho. Intento hacer el ejercicio de retener en mi memoria las conversaciones. Traigo el tema de la noche y dejo que los demás se explayen.
Hace unos días volví a ver Euphoria. Un poco soy esa generación que se ve ahí. Menos yanqui pero sí casi tan sensible. Una de las pibas dice antes de comer: somos el revival de los 90’ pero con menos entusiasmo y más tecnología. De la pandemia algunos salieron con 18 años de nuevo y otros parecen que ya tienen 40 años. La nocturnidad pasó de ser el anhelo mayor a ser real: la noche tiene partes muertas para algunos y llenas de vida para otros. Y entre medio, la pregunta por lo que fue es el escudo a la no respuesta por lo que será.
Mis amigas cuentan de sus noches entre éxtasis y música electrónica. Mis amigos hablan de la fiesta en la casa de tal hasta la madrugada y la cantidad de alcohol que entra en su cuerpo. La resaca al día siguiente deprime pero se pasa reviendo fotos y charlando sobre lo intensas que fueron las emociones en la vorágine. Entre medio: recitales, recitales y recitales. La sociedad entera sabe que estamos en crisis y por eso la maquinaria del espectáculo sigue y sigue imprimiendo tickets. A falta de oportunidades tenemos shows. Y de ahí, la repetición. Todos estamos tristes pero queremos que llegue el viernes.

Antes del encierro, si no compartías un cigarrillo o una jarra, eras mal visto. Remarca alguien. Estuvimos dos años haciendo la noche clandestina. Lo que pasó después: la clandestinidad se volvió un estado mental. La lógica está en sus detalles. Mi generación se la puso contra una noche sin épica y ahora está viendo cómo sobrevive y resignifica la prohibición, es decir, sus límites. La falta de dinero y el trauma del virus son nuestros enemigos principales. Somos de ese rango etario que se había acostumbrado a vivir con mucha plata y poca estructura. Hijos del final del kirchnerismo y el 2010. Una fantasía de conquista nocturna y oportunidades infinitas de consumo que se espantó cuando mataron a Gerardo “Pichón” Escobar y cerró La Tienda en el año 2015. Una felicidad hecha en vasos tubulares de plástico que se terminó de hundir cuando ahogaron en el Paraná a Carlos “Bocacha” Orellano y cerraron La Fluvial a comienzos del 2020. Lunes, otra vez en la ciudad, la policía y la inseguridad remataron la noche cuando esta ya estaba tirada en el piso.
Y de ahí. La clausura sin fin. Los tarifazos, el aislamiento, el desfinanciamiento y la desaparición. De la precarización a la autogestión. La entrada a beneficio. El artista que presta su guitarra para que toque la otra banda porque le afanaron los instrumentos del baúl al representante. La DJ que lleva sus equipos para tocar y vuelve en taxi con un nudo en la garganta porque lo que le pagaron de suerte le alcanzó para tomarse algo en la barra y un poquito más. La noche es un remís trucho y cien personas bancando un recital con lo que queda entre alquiler y fin de mes. La cafetización de la existencia. En Uganda, y en gran parte del mundo, se pasó del Ya nadie va a escuchar tu remera al Vendé una remera para que te escuchen. Una época que nos pide ser ese producto o ese servicio que se consume con los ingresos golpeados y la necesidad de conectar.
Decir que vivimos en una ciudad es una contradicción. Desear una ciudad es el camino. Si la juventud no habla de este lío, ¿Quién lo hará?
Ya lo dijo Charly: será porque nos queremos sentir bien que ahora estamos bailando entre la gente.

Andrés Mainardi (1996) es trabajador de prensa y casi comunicador social. Produce un programa de TV para Telefé Rosario. Colabora y escribe notas para Diario La Capital, Revista Panamá y Revista REA. En sus ratos libres labura de CM.
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