Apuntes del Bandera
Andrés Mainardi recorre la lista de bandas del festival Bandera para hablar de los cambios en la música de las últimas décadas. Una historia que puede ser la historia de muchos más durante una fecha en la que en Uganda se hizo sede de uno de los últimos lugares donde vibra una pregunta: el rock, ¿todavía existe?

Por Andrés Mainardi 24 de octubre
Hola, ¿Cómo estás?
Sábado 10 am
Mientras escribo el comienzo de este newsletter faltan unas horas para el Festival Bandera. Estoy en mi casa frente a la computadora y pienso sobre la música. Su nuevo tiempo. El tiempo que ella creó y el que ahora está creando. Vengo de una educación sentimental basada en el rock nacional y el punk estadounidense. Dos géneros que en este momento no aparecen en las grillas del mainstream, de lo que se escucha masivamente.
En el line-up de esta tarde lo único que se asemeja al rock nacional son Guasones y Las Pelotas, y que, dentro de ese ambiente no son de lo más purista del género. El punk brilla por su ausencia, o mejor dicho, brilla a través del trap o de Dillom, lo más cercano a lo trash que habrá hoy en este encuentro.

Aunque el rock nacional sigue siendo popular y convocante. Hay algo de su destello que parece haber quedado enquistado en el recuerdo. Lo barrial, o mejor dicho, lo rollinga, es eso que identifica como resistencia y comunidad. Un lugar sublevado donde lo que queda se reinventa sobre sí mismo: su mística es ser místico.
Parece ser que la música ya no son las banderas rojas, banderas negras, del lienzo blanco de tu corazón, que coreaba el Indio antes de volverse un holograma. Ahora la música es una bandera de muchos colores, psicodélica y degenerada, con muchos más solistas que bandas, con muchos más conceptos que discos. Y el gusto es nuestro: todos los géneros posibles que aguante un algoritmo. El nuevo contrato del arte está hecho a base de interacciones, aleatoriedad e ingeniería basada en sentimientos, tus sentimientos, los que cargás y los que te cargan.
La nueva clase cultural. Si antes se pensaba a la música como contracultura, o contra el sistema, el capitalismo como máquina fagocitante llegó hasta el alma humana mucho más profundo que lo que supo llegar un solo de guitarra bien logrado en el vórtice de una canción. En 1971, John Lennon escribía Imagine y le proponía a una juventud cansada de la guerra pensar en un mundo sin fronteras. En 1982, Alberto Spinetta publicaba Barro tal vez y le proponía a una juventud, destruida por la dictadura, el don todopoderoso de «tocarse el alma».
En un escenario de Guerra Fría y dictaduras latinoamericanas, algunos jóvenes optaron por repetir como mantra las letras de estas canciones avizorando un futuro mejor. Otros, a la sombra de la Primavera, decidieron armar sus propias empresas digitales en garajes californianos. Así, dedicarse a tocar las almas sin distinción de fronteras, se convertiría en el nuevo hit generacional. Estábamos a la víspera de una nueva fórmula de ganancias. Lo sensible sería el nuevo campo de batalla. La música como lengua universal, el capitalismo de plataformas, ese hecho y construido en Silicon Valley, también.
Sábado 4 pm
Estamos ante el nacimiento de una nueva era. Cuando Trueno y Wos dijeron te guste o no te guste somos el nuevo rock and roll la advertencia ya era una verdad. No es que ellos estuvieran declarándose en contra de algo, ni tampoco a favor del desplazamiento de un género por otro. Estaban contando algo que sucedía en ese momento: ahora les toca a ellos llegar a los oídos de los jóvenes.
Música a demanda en la época de la reproducibilidad digital. Cada generación conoció a sus artistas por sus propios medios. De los concertistas, a los vinilos, pasando por CD y el cassette en el mientras tanto de la radio y la televisión, y de ahí en más, los reproductores: del Home Theater al IPod A ese avance técnico de alguna manera lineal, le llegó su quiebre, la revolución: las plataformas de distribución y comercialización.
Además de haberme criado en una casa en la cual el CD y el DVD fueron un bastión, apadrinado por mis hermanos, conocí el Ares. La vanguardia pirata: el primer acercamiento para llegar rápido y sencillo a todo eso que no era fácil ni barato de conseguir. Hace poco tiempo, Ale Sergi, el cantante de Miranda, nombró esa época como el peor momento comercial de su historia. Internet había creado un paraíso ilegal para los oyentes antes de la llegada de la monetización por reproducción.
Con el Ares, entró por primera vez el hip-hop en mi casa. Así lo recuerdo. Ninguno de mis hermanos entendían por qué aparecían canciones de Eminem entre medio de las descargas. Menos que menos cuando se creó una carpeta de cumbia y reggaetón en esa computadora de escritorio que compartimos en toda la adolescencia. La CPU compartida de una casa familiar es como Gran Hermano, aunque estés solo todos saben lo que estás haciendo.

Cuando llegó YouTube, y al tiempo Spotify, ya éramos grandes. Tuvimos tiempo para compartirlo. Pero con las plataformas y sus usuarios, cada uno pudo individualizar su repertorio. Armar su playlist y cortar el lazo. Construir su yo digital. Embarazado de nuevos significantes, pero, de alguna manera, suelto de la estructura familiar. Era mi adolescencia, y el gusto por la música, un tipo de música.
Prohibición y deseo. La lucha por el reconocimiento y el grito de singularidad. Mis hermanos no querían que escuchara hip-hop, pero me hicieron conocer Mendoza, la nieve, y el pogo más grande del mundo, alrededor de miles y miles de personas. Dios te quita, Dios te da. De alguna manera, a mi generación, el hip-hop, le apareció como un mecanismo contestatario pero débil. Más cercano a la batalla entre hermanos mayores y menores por lo que sonaba en el living a la tarde. Más propulsada por el instinto de Abel y Caín que por la pulsión de dar la muerte al padre conservador que pregonaba el rock and roll de los 70’.
Tanto el rap, como el hip-hop y los nuevos fenómenos musicales que de ahí se desprenden, en Argentina, no son un mecanismo sustitutivo del rock and roll, sino un fenómeno de desplazamiento y convergencia. La música es cada vez más compleja y sus etiquetas cada vez son más, ¿o quién no tiene una playlist para cada cosa que hace? ¿no has visto, acaso, a ese pobre CD llenarse de polvo mientras de cada mash-up nacía una nueva combinación?
Domingo 4 pm
El festival fue increíble. Me quedo con un hilo de tweets de Iván, alias @_zonasur y su experiencia. Los nuevos pensadores de estos tiempos y las ideas en pequeñas cuotas.
Viaje al fin de la noche. Después de Babasónicos, y casi al final de Peces Raros, me fui al escenario alternativo, donde cerraba ACRU. Un hiphopero de Buenos Aires. Mientras escuchaba el show atentamente, al lado mío lo veo a Manteca, un rapero de San Lorenzo, frontman de la banda Chales Wilson. El encuentro, el abrazo y el agite compartido fue un guiño para el cierre de esta entrega.
Recuerdo. Una de las primeras citas que tuve con Ana fue en Capitán Bermúdez. Volamos en un 35/9 y aterrizamos en el recital de la banda de Mante. Sentados en unos banquitos de escuela que oficiaban de mesas en un centro cultural, comimos pizza, tomamos mucha Heineken helada y me enamoré. Pero esa es otra historia.
Esa noche fui feliz. La banda que escuchamos tiene una estructura similar a Caliope Family, donde canta Brian Brapis, otro rapero de la escena urbana de Uganda. Un grupo de músicos y un frontman. Un juego win to win donde la identidad no se negocia. Manteca es el portavoz de esa sinfonía, como muchos otros artistas de estos nuevos géneros que ahora, para tocar en vivo, buscan bandas concertistas para sus shows. Igualmente, él es parte de su banda y se siente uno más.
Como sé que está cercano a la música y la vive desde adentro, es decir, produciéndola. Me atrevo y le mando un WhatsApp para conseguir su testimonio.https://open.spotify.com/embed/artist/1ZD71XAUDsTNJocmNITdGI
¿Cuándo arrancaste a rapear?
Empecé a rapear a los 18 casi 19 años. En su mayoría venían de Puerto San Martín, porque la plaza de acá era más concurrida. Y una de esas tardes me acerqué al hip-hop mediante el freestyle. Esto fue en el año 2010.
¿Cómo fue lo de llegar a una banda?
Antes de la banda. Venía acostumbrado a tocar solo. Salía con un pendrive en el bolsillo y me subía al escenario. Y de repente me vi rodeado de cinco músicos, con los que fuimos aprendiendo, de alguna manera, a compartir tiempos. Ahora no me veo armando una carrera solista.
¿Viviste la expansión del hip-hop pero cómo?
La expansión cultural del hip-hop la viví desde adentro. Y gran parte se debe a YouTube, a las nuevas formas que aparecieron en esos años de distribuir la música. Las redes sociales. Todo hizo que se expandiera más. Yo lo viví de cerca pero muchos lo vieron desde las plataformas.
¿Qué relación tenés con el mainstream, con los que llegaron?
A mi me parece que quienes están en el mainstream, que puede ir desde Bizarrap hasta Acru, son muy distintos. Pero ambos dejan un mensaje interesante, la perseverancia y las herramientas bien usadas pueden darte la posibilidad para hacerte escuchar. Quizá desde un rincón de tu casa podés llegar al mundo entero. Y eso me motiva mucho.
¿Vuelve el disco pero el mundo sigue pidiendo singles?
Tenés un mercado que te pide todo el tiempo estar activo. Por eso tenés que sacar singles para no perderte en el algoritmo. Igualmente, a nosotros nos gusta el formato disco, por lo que representa. Un disco lleva muchísimo tiempo de elaboración. Si bien hoy en día no se comercializa mucho el CD, es mucho trabajo el arte de tapa, la impresión, el trabajo físico. Pero creo que los discos están volviendo y es hermoso. Muchos raperos están sacando sus discos en vinilos y me parece que va por ahí, que no hay que perder eso. Es muy lindo trabajar un disco, sentirse realizado, cuando terminás el último tema y ves el disco listo, es mucha más satisfacción, pero igual hay que acostumbrarse a la nueva demanda.
Domingo 8 pm
La historia de Manteca es una, pero hay miles como él. Esos grupos de pibes y pibas que coparon las plazas y los parques de la ciudad en la década del 2000/2010 y vivieron tanto la aparición de YouTube como los celulares con filmación en mp4, o las cámaras digitales de venta masiva, y el arte en su imitación. Esas son y fueron las nuevas herramientas para construir sus propias ficciones sónicas.
De ahí en adelante, lo que vino. Lo que se pudo construir. Metástasis. Del norte al sur, pero pasando por todo el mundo y todas las posibilidades. Un joven sanlorencino haciendo hip-hop, último enclave de la música negra de los Estados Unidos, sin temor a nada. Internet lo hizo. Los cyborgs y los nuevos romances, no son monstruos, son esos adolescentes que se criaron entre plazas y cybers, y que ahora son artistas, hacen canciones y su sueño es subirse al escenario de un Festival como el que fui ayer.

Cuando estaba en la zona de prensa, tomando una cerveza después de la entrevista con dos integrantes de El Kuelgue, le pregunto al violero, si este tipo de fechas lo entusiasmaban para conocer nueva música, si compartir con tantos colegas le devolvía un poco ese espíritu de juventud de ir a festivales a ver bandas desconocidas. El tipo me respondió: antes de venir investigamos y googleamos a cada banda que conocemos y no, vemos en qué andan y lo que pueden llegar a hacer, ya casi no me sorprendo, pero hoy fue distinto, lo que hicieron los chicos de la Groovin’ Bohemia después de nuestro show fue increíble.
No hay forma de pensar el crecimiento de ningún tipo de música sin su relación material. No se puede pensar la música negra sin las cadenas de los esclavos moviéndose al ritmo de sus tobillos en los campos de algodón del sur de Estados Unidos.
Cuando escribo sobre música todo me recuerda a África dice Reynolds en una entrevista. Paráfrasis. Cuando escribo sobre música todo me recuerda al Ares, YouTube, Spotify. Somos lo que escuchamos con lo que escucharon de nosotros.
La postal. Un vaivén. Poguear al ritmo de 220. Corear la dulce voz de Santiago. La aritmética de tu huella digital. Dos canciones en cinco minutos, una montaña rusa de emociones.


Andrés Mainardi (1996) es trabajador de prensa y casi comunicador social. Produce un programa de TV para Telefé Rosario. Colabora y escribe notas para Diario La Capital, Revista Panamá y Revista REA. En sus ratos libres labura de CM.
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